Sombra de una Maldición. Estela Julia Quiroga

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Название Sombra de una Maldición
Автор произведения Estela Julia Quiroga
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878717289



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Buenos Aires - Argentina.

       8 de diciembre 2010

      Elsa Valdés duerme atravesada en su cama doble. Un rayo de luz penetra en la habitación e ilumina su rostro de mujer madura. Se la ve plácida, se estira, se incorpora, consulta la hora en el reloj que está sobre su mesa de luz. Lo apaga antes de que suene, se levanta. Camina hacia el balcón, abre las cortinas y las puertas de par en par e inspira como si quisiese beber todo el aire del jardín.

      Suena el teléfono. Atiende; es su hija Libertad.

      —¡Buen día, hermosa! Estaba esperando que me llamaras. ¿Vas a venir?

      —Hoy es 8 de diciembre, gran ritual del armado del arbolito, no me lo pienso perder por nada del mundo. Así que preparate unos mates, ¿dale?

      —No es necesario que me lo digas, siempre acostumbro a recibir a mis hijas con todo…. ¿Adiviná lo que cociné anoche para la merienda de hoy?

      —Seguro alguna de esas tortas que les gustan tanto a tus hijitas…

      —No, frío, frío…

      —¡Tarta de manzana con canela!

      —¡Exacto! Tu favorita… Aunque no lo creas trato de ser lo más justa posible. Voy a ir preparando las cosas y me doy una ducha. Por las dudas traé la llave, así me despreocupo. Besitos.

      Elsa sonríe mientras cuelga el teléfono, suspira, quita la ropa que había dejado la noche anterior sobre la silla, se trepa y saca las cajas que contienen el árbol y los adornos.

      Un viejo álbum de fotos se le viene encima y se desparrama por el piso. No puede resistirse a la tentación de ojearlo. Percibe, palpa el olor a infancia. La casona de Flores de su abuela Rosalía en donde solían pasar las Navidades. Su madre girando por la sala con aquellas polleras plato que a ella tanto le gustaban, la gran mesa de roble y el abuelo Teodoro con sus manos huesudas y enormes. Su padre llevándola en brazos para prender estrellitas en el patio de atrás. Los jazmines del país y la luna redonda y perfecta encima del cedro azul. Siente las manos ásperas de la tierra del álbum y entra en un vértigo en cada foto. Sofoca un sollozo frente a una fotografía de su madre. No es momento, están por llegar sus hijas, definitivamente no la pueden encontrar así.

      El agua de la ducha la relaja, la siente como una bendición. No piensa en nada. Se lava la cabeza, la espuma en sus ojos le arde, ve a sus padres y se ve de niña recibiendo sus regalos de Nochebuena, es ella con sus doce años que está rompiendo el papel de un paquete que contiene tres títulos de Louisa Alcott: “Mujercitas”, “Hombrecitos” y “Bajo las lilas”, sonríe mientras un chorro tibio le aparta la espuma. Su sonrisa se diluye frente a otro recuerdo, un nudo, que como entonces, le aprieta el estómago, la vulnerabilidad resbala por todo su cuerpo, una extraña rigidez en el pecho, suspiros chiquitos y profundos como un hipo, la intuición que le grita que su madre ha muerto, que ya nada volverá a ser como antes. Mira sus pies de mujer madura. Recuerda, una vez más, aquella noche en la que por primera vez había pensado que el dolor no cabe en la tristeza. Cierra la ducha, se seca.

      Libertad busca en su cartera la llave del departamento de su madre y entra. Trae dos bolsas: una con guirnaldas nuevas y la otra con medialunas.

      —¡Mami, ya llegué!

      —¡Enseguida salgo, Liby! Si querés ir preparando algo, los adornos del arbolito están en mi pieza.

      Libertad levanta las cajas. Le llama la atención encontrar algunas fotos en el piso. Las recoge, una es una foto del casamiento por civil de su madre con Federico Fernández, piensa: Qué mal bicho cómo pudiste casarte con este hombre. Se ve de niña llorando dentro de un armario. Una sensación que la estremece, que la vuelve frágil, que la recorre de pies a cabeza y la hace tiritar.

      Suena el timbre. Atiende el portero eléctrico, son sus hermanas: Verónica y Juana. Baja para abrir la puerta. Se abrazan, hacen bromas entre ellas. El entusiasmo las desborda.

      Elsa las abraza a las tres, se lamenta que no esté su hija Julia, melliza de Juana.

      —¡Dale mamá estamos nosotras tres! Disfrutá de lo que tenés… Siempre igual —dice Libertad molesta.

      Verónica, conciliadora, acerca un portarretrato con una foto de Julia y bromea.

      Otra vez el timbre, es Angélica, las abraza, alaba el pelo de una, los ojos de otra, la figura de la tercera, llama a las chicas “sus sobrinas del corazón” y les aclara que ella armaba de pequeña el árbol con Elsa y que no se perdería jamás ese momento. Todas han escuchado una y otra vez esa historia, tienen la sensación de haber vivido esto repetidas veces.

      Angélica le pide a Libertad que guarde en la heladera un enorme paquete de sándwich de miga. Elsa trae una torta aún tibia, Libertad aspira la manzana, la canela y algunos retazos felices de su infancia.

      Juana propone hacer un video con su cámara nueva y mandárselo a Julia por mail. Todas están de acuerdo. Las voces se superponen, las risas van en escalada, la emoción las hace más bellas.

      Se ríen, contabilizan los hidratos de carbono. La tarde transcurre apacible entre cosas ricas, té, mate y bromas.

      El árbol está listo. Alguien dice que ahora lo que falta son los regalos. Preparan todo para jugar al amigo invisible. La primera en sacar un papelito es Juana, feliz con el resultado da saltitos de alegría, Angélica pone cara de misterio, Vero se queja. Libertad resuelta le dice que se lo cambia. Cuando Verónica mira el nombre mueve la cabeza sin entender…Libertad se apresura a decir:

      —Es mejor así.

      Vero mira la hora y sale apurada porque tiene que ir a buscar a su hijita a un cumpleaños. Juana se ofrece a llevarla con el auto, después de todo su casa queda de camino. Libertad decide irse con ellas porque tiene una cita con el obstetra. Elsa la mira con ternura, le dice que tenga paciencia y mucha Fe que ya se va a dar. Libertad se encoge de hombros, parece molesta. Angélica declara que debe regresar a cumplir con sus deberes de esposa.

      —A ver, tía, ¡cuándo te sumás a la liberación femenina! —exclama Juana.

      —Eso lo dejo para ustedes, yo soy chapada a la antigua.

      Se despiden, se abrazan como suelen hacerlo, de un modo sostenido y profundo.

      Elsa recoge las tazas y los platos para llevarlos a la cocina, se sonríe sola, las recuerda de niñas dejando todo desparramado, antes se enojaba, ahora ya no; ordenar ese caos la hace sentir viva.

      Se deja caer en un sillón y contempla el árbol. Prende la televisión para escuchar música, sintoniza un canal de jazz y Miles Davis con su trompeta la acompaña desde Óleo. Un tema que ella adora.

      Las hermanas, ya en el auto, hacen comentarios sobre la actitud de Angélica.

      —¡Esta mina no cambia más! Es más buena que el pan, pero insufrible siempre pendiente del marido. Juana, ¿me dejás en el saloncito?

      —Claro nena, mejor dicho, pasamos y te llevo a tu casa quiero ver a mi ahijada, tengo un alumno recién a las 19.30 así que puedo aprovechar un ratito para jugar con Mica.

      —Yo me bajo aquí, chicas, necesito caminar.

      —¿Decime Libertad —pregunta Vero— ¿por qué cambiaste el papel del amigo invisible? ¿quién te había tocado?

      —Mamá.

      —Sí, me pareció y la verdad no te entiendo.

      —¿Te tocó mamá y la cambiaste? ¿De qué la podés acusar a mamá? ¿Y hasta cuándo? Ya somos todas grandecitas para poner siempre las culpas afuera. Ya pasaste la barrera de los treinta y cinco, no crees que deberías empezar a aflojar un poco, o no sé, tal vez hacer terapia, no se supone que los psicólogos también deben analizarse... Crecer es ser capaz de separarse de la madre, cortar el cordón…alejarse del papel de “víctima” pero qué te voy a decir... se supone que sos la especialista.

      —Para vos es fácil, Juana, hay cosas que ustedes no vivieron, no tengo ganas de revolver mierda,