El Risco. Ana De Juan

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Название El Risco
Автор произведения Ana De Juan
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878716046



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intenso y brillante, con amarillo fuego corriendo por dentro. Siempre sentí que fui creciendo en el interior de un volcán a punto de despertarse. Vivir así fue apasionante a veces, digo, cuando lo del volcán se parecía a la parte íntima de nuestro amor. Pero en ocasiones, fue un gran problema para mí caminar a los brincos por el filo de aquel cráter en ebullición. Me refiero a la angustia de pensar que en cualquier momento explotaría, y todo se iría al demonio.

      Pero también creo que terminé haciéndome amigo de ese estado de alerta, de tanto llevarlo a cuestas. Uno se acostumbra, incluso a vivir de esa manera... y la verdad es que hasta con orgullo ¡oiga! Si lo hicimos a este Risco empinado..., ¿a qué no se acostumbra un pobre?

      Ahora que lo pienso, creo que no podría vivir en otro sitio.

      Aunque lo más importante de esto que les cuento es que entre desgracias y problemas, tener a Gara a mi lado ha sido lo mejor de todo lo que me pasó. Y no dudaría en vivir otra vez algunos, o todos los malos momentos de mi vida, con tal de seguir teniéndola aquí conmigo.

      La verdad es que no sé por dónde empezar a contar esto que hemos vivido. Bueno, lo hago por mi tierra, Tenerife, como dije antes, la mayor de las islas del Archipiélago Canario. Unas islas españolas llamadas Las Afortunadas, que además de ser el hogar de dos millones de habitantes, siempre están llenas de turistas alemanes, ingleses y de los países nórdicos... además de ser hoy el asilo del hambre de África.

      Nuestras islas son pequeñas, pero lo son aún más en los mapas, y además, están como torcidas, como cayéndose... Sí, se podría pensar que alguien las dejó caer, y lo hizo tan cerca de la costa de Marruecos que por eso, las tormentas de arena del Sahara, nos cambian el color del cielo azul, a un amarillo caluroso. De chicos llamábamos a esto “La Calima”, pero no sé si es verdad que tiene ese nombre cuando el cielo se pone amarillo y tiene arena en suspensión. Tampoco sé si esto que les cuento es parte de mis recuerdos de niño, o si lo soñé y me lo guardé en la memoria, en el lado de los inventos, a escondidas de la verdad.

      Decir que éramos jóvenes, niños en realidad, es situarlos en una etapa en la que parecería –desde el punto de vista de los adultos–, que todo se perdona y se olvida. Es como si las barbaridades, los juegos, las maldades y el aprender a sobrevivir estuvieran envueltos en el velo mágico del “son chiquitos, ¡total!, ellos no se dan cuenta, pobrecitos, se adaptan a todo”. Velo que al fin y al cabo resultó ser mágico, porque nos ayudó a ser inocentes un poco más de tiempo.

      Nuestra infancia no fue fácil, ni normal. Normal..., no tengo una idea clara de lo que es algo “normal”, pero lo que sí sé es que no fuimos niños con un hogar como el de los otros niños que andaban por ahí, por las calles de Santa Cruz, la capital, o los que veíamos paseando por otros pueblos y ciudades de la isla.

      La mayoría de ellos iban de la mano de sus madres o abuelos, comiendo golosinas o viendo la vida desde la ventanilla de un coche, conducido por un padre. Eran niños con uniformes de colegio, o niños extranjeros, rubios, con pelo liso, y en sandalias de cuero con calcetines blancos o de rayas…, estos últimos eran niños felices y sonrientes, colorados como tomates y de vacaciones. Yo antes pensaba que los extranjeros eran siempre los mismos; que se dedicaban a trabajar de “turistas”. Recuerdo que de chico le decía a Gara que cuando fuera grande quería ser “padre de niño turista extranjero”...; ella fastidiaba todos mis planes diciéndome que yo no era rubio ni hablaba en alemán y que por eso, no me iban a dar nunca ese trabajo. Tenía razón.

      Nosotros no fuimos mucho al colegio. No conocimos a un solo abuelo. Nuestros días los caminamos siempre a pie –yendo de arriba para abajo entre la infancia y la madurez–, y de aquí para allí, por nuestro horizonte con forma de Risco.

      A lo mejor estoy exagerando, pero hoy que ya estoy grande, me doy cuenta que el peor dolor de todos es el que te duele de chico. Es el más cruel, porque no lo entiendes, sólo lo padeces..., además, a nadie se le ocurre explicártelo. Y encima, lo arrastras contigo toda la vida.

      Gara y yo éramos víctimas de las penurias –y de los pasados– de nuestras familias y, debió ser eso, las miserias mutuas, lo que nos unió al principio. Después fue el amor. Estoy seguro que fue el amor, y menos mal, porque por lo menos sabíamos que el otro siempre estaba cerca.

      Igual no se crean que todo lo que nos pasó en aquellos primeros años fue una calamidad; recuerdo muy bien que los dos decíamos que éramos felices y que nos divertíamos y nos reíamos a carcajadas, con ganas, ¡vamos! , como cualquier otro niño.

      Espérate un momento que pienso... momentos felices que recuerde... sí, mira tú qué cosa tan rara, lo primero que me viene a la memoria es cuando corríamos barranco abajo, con todas nuestras fuerzas, para ver si llegábamos vivos al fondo, esquivando tuneras, piedras, tabaibas y cardonales. Hubo veces que casi nos matamos por culpa de algún arritranco olvidado afuera de una casa, o de un perro escuálido que dormía en el medio de nuestra pista de carreras. También me acuerdo cuando escarbamos con las manos hasta el centro de la Tierra en la playa de arena negra de Candelaria... O aquel domingo que nos perdimos en el Monte de las Mercedes... ¡me cagué todo de miedo!, por eso me tuve que poner a rezar bajito para que alguien, por lo menos Dios, nos ayudara a salir de allí. Y cuando iba por “perdona nuestros pecados...”, llegamos a la carretera... ¡Fui tan feliz en aquel momento!, nos abrazamos, saltamos... se me salía el corazón del cuerpo de la alegría, ¡qué miedo muchacho, perderse en el monte... te cagas todo! Y no quisiera ser desagradecido a la mano que me echó El Barbas pero pensándolo bien, ¿qué pecados tendría el Señor que perdonarnos con ocho o diez años que teníamos?

      También me acuerdo de lo afortunado que me sentí cada vez que me subía a las higueras, a los ciruelos de fruta bien roja y jugosa, y a los pinos. Lo hacía para mirar desde lo más alto de mi mundo, con la ilusión de sentirme el rey. Tantas veces me sentí poderoso, ágil, imbatible. Y tantas imaginé que subido a aquellos árboles vería aparecer a mi padre por el horizonte...

      Tampoco olvido que Gara y yo... una vez... ¡ños!, hasta me da vergüenza contarlo, pero una vez nos meamos de la risa, nos hicimos pis de verdad ¿tú sabes?, ¡un vacilón que nos teníamos con un mago de La Gomera, ¡pobre hombre!, ¡muchacho! Mira, mira... le empezamos a hablar en “alemán inventado” cuando nos quiso enseñar el silbo de su isla a toda costa, y nos gritaba: “Tú pon los dedos aquí y que no se te tupa el gaznate...”–nos decía gritando–. ¡Quería que nos metiéramos las dos manos en la boca! ¡Lo que nos reímos Gara y yo!..., tendríamos doce o trece años... O cuando nos quedamos mudos de la emoción, al ver por primera vez la nieve tan blanca, y esponjosa, sobre el mar de nubes, en el pico de El Teide. Fue como encontrarse con Papá Dios, como estar en el cielo con Él. Ahí ya éramos más grandes, dieciocho, veinte años más o menos.

      Sí, Gara y yo tuvimos nuestro propio mundo feliz. Un mundo que existió de verdad, pero que a veces teníamos que esconder dentro del otro, del real... para preservarlo.

      CAPÍTULO 2

       Seña Juana, una maga de pa’rriba

      El padre de Gara no tenía identidad ni historia.

      Ese sí que no existía. Ni siquiera tenía nombre. Sólo sabíamos que preguntar por él hacía que la madre, Seña Juana, se pusiera a llorar y el humor se le agriara, como cuando la leche se corta... con lo cual terminaba siempre dándole alguna nalgada al primer hijo que encontraba a geito. Incluso a mí me pegó alguna vez con su mano larga.

      Seña Juana era muy buena madre, aunque no lo parezca por lo que les acabo de contar. Digo que fue buena madre porque ella sacó a todos sus hijos adelante y jamás lloró ni les pegó por otro motivo. Los niños habían aprendido desde muy chicos a no preguntar por el padre. Pero claro, a veces se les olvidaba y entonces sí, se llevaban una bofetada o un jalón de pelo.

      Me parece que cuando nosotros éramos chicos se pegaba más a los niños. Era así, ni mejor ni peor que ahora. Te pegaban un tortazo en la cara, dejándote la marca de los dedos en la piel por un rato, y “sanseacabó” el problema. Antes era común, y me parece que nos pasaba a todos los hijos. Los psicólogos dicen que no hay que pegarle en