Название | Remembranzas |
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Автор произведения | Susana Taboada |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878714356 |
Esas fiestas eran la oportunidad de mostrar su belleza. Con casi 14 años Elma era vestida cuidadosamente por su madre que evitaba que se distinga su cuerpo desarrollado, por lo que después de la ducha, y con una venda de lienzo de unos 30 centímetros de ancho, que servía de corset reductor, comenzaba a envolver a su hija como un ritual desesperado, pensante, silencioso. Después le ponía su sencillo y elegante vestido.
En esas fiestas Elma veía cómo las niñas de su edad tenían hermanos, con quienes jugaban y se divertían. Observaba estas escenas en silencio preguntándose siempre por qué era hija única. Una noche de esas, donde el regreso a casa se volvía cansador, preguntó en voz alta:
—Mamá, ¿por qué no tengo hermanitos? —Los dos se hicieron los sordos. Pero volvió a insistir.
Parecía que el momento de tener una charla seria, había llegado. El camino, donde por la hora reinaba una densa oscuridad, pero que los caballos conocían de memoria, de repente se volvió lúgubre, pesado, peligroso. Doña Cándida sintió que su corazón se rompía y que cada latido sonaba en la vastedad del lugar, haciendo eco… sintió temor, sintió que su cuerpo se estremeció, pero también pensó que era mejor, “no le vería la cara a su hija”, así que mostrándose lejana y fría explicó su imposibilidad de tener hijos, por lo que la adoptó. Dolió conocer esa verdad, sus ojos derramaban las lágrimas más amargas y calientes de toda su corta vida, su pequeño y tierno corazón, que no conocía otro amor que el amor a sus padres, se detuvo unos segundos y luego latió con tanta celeridad que sintió debajo del corset cómo su sangre fluía. Desde ese momento en adelante la pregunta “¿quiénes son mis padres?” se presentaría regularmente. Para ella nada fue fácil. El resto del camino transcurrió en un hondo y cruel silencio. Su padre pitaba su armado, ligeramente, ajeno a los hechos…
Los días se sucedían como si lo vivido aquella noche no hubiera sucedido o como si todo hubiera sido un sueño… Pero la vida continuaba y llegó el día de la fiesta patronal, a la que doña Cándida era infaltable. El ritual del corset se volvió a realizar, pero ahora todo era cuestionado en su interior. En el silencio trataba de no respirar, de no darle motivos para ningún diálogo, ni llamada de atención. La miraba de reojo y se preguntaba: ¿será que todas las madres visten así a sus niñas? Estaba confundida, no entendía por qué tanta desconfianza hasta en los detalles más pequeños…
Llegaron a la fiesta y Elma, sin saberlo, era la atracción con sus pocos añitos… mientras se llevaba adelante la misa, se sentía observada.
Después se armaba la fiesta, la comida era distribuida y compartida. Mientras tomaba una porción de pan amasado por su madre, a sus espaldas escuchó rumores en bocas de las viejas chismosas que nunca están ausentes en las reuniones de pueblos, esas para quienes no existen los secretos, que su madre consanguínea era una señora de origen brasileño y que quizás por ahí venía su elegancia y belleza, Elma se quedó como petrificada escuchando cada palabra. Decían que la joven había dado a luz a dos hermosas bebés, y que en su dolor le contó a doña Cándida que no iba a poder criarlas. Así es que, conociendo su vientre infértil, doña Cándida se ofreció y la adoptó como propia.
Nunca pudo comprobar si esa historia era verdad y menos aún se atrevió a preguntar.
Con el tiempo, volvieron las cosas a la normalidad, aunque en su corazón la intriga quedó marcada a fuego.
Su padre
Los cielos le contaban en su idioma gris que su vida iba a cambiar, pero no lo comprendía. Los verdes de los cerros perdieron su brillantez y los riachos lloraban la pérdida.
Mientras levantaba y acomodaba los trozos de leña para el fuego del día, pensaba en su padre que hacía varios días no se levantaba con la alegría de siempre, pensaba que al regresar lo encontraría preparando el mate, o avivando el fuego que sobrara de la larga noche, o ensillando el caballo para ir hasta el pueblo por algunas provisiones. Se negaba a pensar lo contrario…
Acomodó el rollo de leña, entre sus brazos, y comenzó a bajar de las alturas, mientras su corazón se aceleraba, era raro que mamá Cándida no esté esperándola en la puerta de la casilla, o que su voz no retumbe entre los cerros con su nombre… A medida que se acercaba al rancho, un frío le recorrió la espalda. La mala noticia estaba ahí, detrás de la vieja puerta entrecerrada. Su padre, don Hilario Ferreyra, había dejado de respirar.
Él, su cómplice de travesuras, su guía, quien le enseñó los secretos de la vida entre errores y torpezas, pero con gran amor, ya no estaba… Él, quien cada mañana, con sus manos ampolladas y endurecidas, encendía el fogón, ordeñaba las vacas y preparaba la leche, ese gran hombre que por las tardecitas formaba parte del paisaje serrano en medio de una nube del humo, que forma el tabaco, se había ido.
Desde este momento sólo el recuerdo de su padre sería su compañía, cada lugar tenía una historia juntos, el hogar en las mañanas, el cañaveral y la quinta durante el día, el corral, su caballo… el camino al pueblo, todo…
Este fue un día gris, un día para olvidar…
El orfanato
Pasado un tiempo, mamá Cándida volvió a casarse porque en esos lares y en esos tiempos no era bueno que las mujeres estén solas. Mala fue la sensación, malo fue el sentimiento que le provocó esa unión. Aún en sus jóvenes e inexpertos años, sintió el presagio.
Un día como otros tantos, en la volanta, iban sentados doña Cándida, Elma y su padrastro. No entendía por qué debía ir sentada en el medio. Trataba de no respirar, solo mirar el camino. En ese recorrido desde el rancho hasta el pueblo y desde el pueblo hasta el rancho, se sintió muy observada y uno que otro roce imperceptible para su mamá, pero bien incómodo para ella, hicieron que, al estar a solas con su madre, le comente lo sucedido.
Doña Cándida, como muchas veces ocurre, y más aún en ese rincón del mundo, decidió no prestarle mucha atención al reclamo de su hija.
La próxima vez que su padrastro trató de tocarla huyó despavorida de su hogar, lejos de su mamá, lejos del lugar que la vio crecer, pero que en algún momento de su vida volvería a ese único hogar que conocía y que añoraría hasta el último día de su vida.
Deambuló sin rumbo. Con el corazón doblemente destrozado. Hasta que llegó a la casa de su tía, hermana de su mamá. Doña Cándida, al ser informada, fue a buscarla para llevarla a casa. Elma decidió emitir una sentencia a su madre “yo o ese hombre”.
Doña Cándida no lo pensó dos veces, y la llevó al orfanato. Ese lugar desconocido era una gran casona descolorida, amplios patios, amplias habitaciones. Un gran jardín de flores silvestres descuidado. Allí las recibió el director y la aceptaron de inmediato, como rebelde.
Cómo lloró esa noche. Sintió nuevamente el dolor del abandono, de la soledad, del desamparo. Lloró amargamente la muerte de su padre, por su catre, por su caballo, todo daba vueltas en su cabeza como un torbellino. Se preguntaba por qué Dios decidió que su vida fuese tan triste, al fin cansada se durmió.
Al día siguiente, había decidido mirar al futuro y luchar por él. Era nueva en ese lugar frío y gris. Allí se encontró con otras pupilas con historias parecidas, abrió su corazón hacia los más pequeños, los cuidaba como si fuesen sus hermanitos. Los mantenía limpios, lavaba ropas, cosía, cocinaba. Ahí puso todo su esfuerzo en ganarse el respeto de sus compañeras, la atención de las celadoras y el director del internado. En poco tiempo se destacó por su laboriosidad e higiene y aprendió que ser una de las mayores no la favorecía.
Pasaban los años y ya estaba perdiendo las esperanzas de que una familia la eligiese. Aunque se esmerara por ser la mejor, era una de las mayores. Su estatura y desarrollo, al momento en que venían los matrimonios a buscar un niño, no la favorecían. Eran ofrecidos como mercadería, los