Malversaciones. Hernán Bravo Varela

Читать онлайн.
Название Malversaciones
Автор произведения Hernán Bravo Varela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764464



Скачать книгу

la veracidad de los hechos–, descubre el móvil de su poesía. “El héroe de las mil caras”, de acuerdo con Joseph Campbell, avanza hasta el proscenio para revelar su destino: “Esa sombra que avanza cuando mi cuerpo se detiene soy yo”, según reconoce Hernández en Cuaderno de Borneo (1994).

      La proclamación romántica del poeta como medio (médium) entre lo humano y lo divino, entre la naturaleza y la cultura, entre la imagen y el concepto, no podría ser aquí más cierta: el enlace porta el sello de su mediador. El médium vincula la palabra con su destinatario, sentado a la mesa de las apariciones. Lección de tinieblas, la materialización o el ectoplasma –mejor aún, ectograma: escritura “en el exterior”– sería impensable sin el cuerpo que le da cabida. A riesgo de contradicción, el poema exige no la ausencia protagónica del poeta, sino su presencia fantasmal.

      En su cámara de voces, el poema se afina gracias a los ecos que allí reverberan; el poeta es guiado por su máscara hacia el extraño pero inconfundible sonido del yo. Con su cámara verbal a cuestas, Francisco Hernández se retrata –se retracta, vuelve a tocarse: retoca un álbum familiar hasta convertirlo en un autorretrato–. “El relámpago cruza una pared del cielo / y por instantes somos idénticos, / como dos espejos enfrentados”, escribe Hernández que, a su vez, escribe Scardanelli.

      DAVID HUERTA: EL PLURAL SOLITARIO

      Hablo en plural y a solas. D. H.

      Nada más personal que el estilo. Como dedos de una mano, el soneto, el cuento, el ensayo, el poema en prosa y la milonga en Borges exhiben sus huellas digitales: el doble, los espejos, el tigre, la eternidad, la biblioteca, la ceguera, Islandia, el infinito… Las reiteraciones de una obra dibujan el perfil del escritor y definen los rasgos de su estilo. Porque una obra es un estilo, no una biografía –si acaso, la obra es la biografía de su propio estilo–. Y estilo significa reiteración, frecuentación. Por eso, el autor que abjura de su obra se autoprofana; al descreer de su pasado, le otorga a este un aura potencial o metafísica. López Velarde sentenció en el prólogo a la segunda edición de La sangre devota: “Retocar el pasado es superchería”.

      Fenómeno natural, el estilo “es una cosa / que –como la lluvia en un soneto de Borges– sin duda sucede en el pasado”. También es presente y futuro, pero por consecuencia, por linaje; en suma, por coherencia. Si el tiempo es circular, asimismo la Historia y el estilo de contarla. Escrita por la humanidad, la Historia no puede ser objetiva –lo cual no significa que no tenga certezas: el sesgo que toma es ya una certidumbre–. En su eterno retorno, la memoria del historiador o del cuentista es una admonición; la profecía del profeta o del poeta, un recuerdo. La memoria y la profecía, la admonición y el recuerdo, poseen un origen individual. El estilo ata sus puntas, une la boca y la cola de su uróboros.

      Sin embargo, quien ejerce un estilo no apuesta por la totalidad del mundo (o sea, por la asunción del otro, de lo otro): lo horada, lo fragmenta, lo simplifica e, incluso, lo reconstruye. En una palabra: lo interpreta. Marx, Borges, Blake y Ezequiel, por ejemplo, son intérpretes del mundo; dioses mínimos, lo modelan a su imagen y semejanza. De manera que el hijo pródigo del estilo no es la obra ni el hecho de la obra, sino una versión. La versión de las cosas. Por ella el mundo puede llegar a conocerse. “El mundo es una mancha en el espejo”, en paráfrasis del verso más citado de David Huerta (1949).

      El estilo, como un rostro en el espejo de la página, puede reconocerse a simple vista. La única mancha en ese espejo es, efectivamente, la otredad, el mundo, la literatura. Pero el estilo fija la mirada en lo que está detrás de aquella mancha para destacar una silueta: la del yo que se mira y estremece ante su propio reconocimiento.

      * * *

      El estilo, como la mirada, se gradúa. Y el estilo, como la totalidad del mundo en manos del poeta, sufre paulatinamente horadaciones, fragmentaciones y reconstrucciones. Sin ellas no entenderíamos el lamento de Ovidio en el destierro después de oficiar las artes del amor, o al maduro Cernuda, quien diluyó el neoclasicismo de sus dos primeros libros y, del tercero, curó la fiebre surrealista.

      En 1972, David Huerta publicaba su primer conjunto de poemas. De rara y exquisita perfección, El jardín de la luz es el bosquejo de la poesía de Huerta: un mundo que exige

      siempre el rigor, la estricta vestidura

      de la palabra en manos de la música;

      el vaso en que se cumple este sonido,

      la suave sal del verso y de la sílaba

      que ciñe a la premura de la mano

      su intacta ya, perfecta resonancia.

      (“Escaparate”, I)

      Una sombría intuición debía recorrer un libro tan luminoso: la realidad del mundo es claroscura, y espera ser pronunciada así. (“No hubo piedad para la luz”, llega a admitir Huerta.) El poeta cierra la puerta del jardín, se encierra en casa y corre las cortinas. Desde ahí lanza una botella al mar, envía una sonda al futuro:

      El tiempo silencioso

      ha exaltado, en vano,

      algunas cosas.

      Llaneza y pulcritud

      en el sereno ámbito:

      esa es la realidad;

      realidad que en tus ojos

      apenas insinúa

      una secreta clave,

      un vocablo inasible.

      Este es tu centro.

      Pronto sabrás

      quién eres.

      (“Elogio de la sombra”)

      Huerta, en los márgenes de un mundo hermoso e imposible, pronto exhibió los documentos que acreditaban su plena identidad. Para el siguiente libro, Cuaderno de noviembre (1976), el poeta ya había descifrado “la secreta clave” y pronunciado el “vocablo inasible” que insinuaba “el sereno ámbito” de sus primeros poemas.

      ¿Cuáles son esa “secreta clave” y ese “vocablo inasible”? Huerta responde en una página de su Cuaderno…: “Verificar en el nombre al mundo. / Leer el mundo y leer bajo el nombre, detrás, encima: siempre”. No es casual que la palabra mundo esté en cursivas; tampoco que se pida una verificación de su lugar y tiempo. Las cursivas suelen indicar la entrada de otra voz, una cita, un énfasis. Se trata, en este caso, de un matiz en la tipografía, que aligera la carga de un mundo incognoscible. Huerta solicita leerlo con ayuda del nombre. Pero el nombre, embajador del mundo, debe ser leído por debajo, “detrás, encima: siempre”. Así, la misión del poeta, su lección de estilo, consiste en elegir (etimología del verbo “leer”) la posición y el tiempo del mundo presenciado. El uno frente al otro.

      Para ello es urgente dar una versión de los hechos. Versión (1978 y 2005), tercer libro de Huerta, lleva en su título ese anhelo. Junto con Incurable (1987), Versión es el volumen más polifacético de Huerta. Un compendio de géneros y formas híbridas lo habitan, a saber: el prólogo, la reflexión filosófica, la escena costumbrista, el tratado, la sátira, la elegía, la clasificación taxonómica, el cuaderno de viajes, la profecía, el falso soneto… Huerta asiste a un carnaval en el que se prepara una curiosa orgía: no la confusión entre la muchedumbre para ser alguien más o acceder al anonimato, sino la integración del individuo a partir de un código común: la máscara. “Pasar es mi disfraz –escribe Huerta–. No conoceré nada en ti o en el otro si no tengo la boca de una máscara.”

      La máscara de Huerta es el versículo: verso de largo aliento y pariente cercano de la épica. En él, antes que sílabas y acentos, prima un concepto en expansión que estría la piel del pensamiento. Las estrías, término usual del léxico huertiano, son deriva y digresión; semejantes al rizoma, carecen de un centro fijo; se desplazan al azar por aquella piel hasta sitiarla. En Versión, los géneros y formas se corresponden con los sinónimos de la palabra que encabeza el título: