Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

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Название Las crónicas de Ediron
Автор произведения Alejandro Bermejo Jiménez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418411588



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continuara.

      —Al poco te vi salir corriendo. Tu madre te observó desde lo alto de su hogar hasta que algo captó su atención. Al momento siguiente me vi rodeada de unas criaturas de piel verde, como la nuestra, pero más oscura. También tenían las orejas puntiagudas —hizo una breve pausa—. Intenté huir, pero varias de estas criaturas se acercaban a mí con las espadas en alto y me cortaron el paso. Algunos miembros del clan aparecieron a mi lado y pudimos defendernos, pero de poco sirvió. Las criaturas se multiplicaban. Los de mi alrededor caían, profiriendo gritos, y el humo se apoderó de todo, y luego… Luego vinieron otras figuras más altas, musculosas. ¡Lanzaban los cuerpos de nuestros amigos por los aires con sus puños! No… ¡No pudimos hacer nada!

      La elfa se echó a llorar, cubriéndose el rostro con unas manos sucias. Elira la miró: «Es tan joven…». Su vulnerabilidad la cautivó. Puso una mano en uno de sus brazos, y el llanto cesó.

      —Ili, ¿sabes si buscaban algo o a alguien?

      La elfa negó con la cabeza. Elira estaba segura de que habían venido con un propósito concreto; no se había tratado de un ataque aleatorio. Le vino a la memoria la imagen de su madre hablando con la extraña figura. Necesitaba averiguar porqué habían venido y arrasado todo su clan. Y debía vengarse. Vengar las muertes de su pueblo, vengar la destrucción de Feherdal, y a Ithiredel.

      Elira se puso en pie con determinación.

      —¿Qué… qué haces? —tartamudeó Iliveran.

      —¿Hay más supervivientes?

      —¡Sí! —un breve destello de alivio apareció en los ojos de la elfa—. Ewel los está reuniendo cerca del río.

      —Ve con ellos.

      —¿Y tú… qué harás? —Iliveran se levantó. Elira no podía evitar seguir viendo lo joven que era, pero eso no evitó que su semblante cambiara. Solo un deseo corría en su mente.

      —Buscaré a los responsables de esto, y los aniquilaré. Encontraré hasta la última de esas criaturas y las destruiré una a una. Luego daré con su líder, y lo despellejaré vivo.

      Elira podía ver el rostro de Iliveran, asustada de sus palabras.

      —¡No! ¡Ahora Feherdal te necesita! Te necesitamos… ¡Te necesito! —más lágrimas cayeron—. ¡Ahora eres nuestra líder!

      Las palabras de la elfa la conmocionaron. No había caído en ello, e Iliveran tenía razón: tras la muerte de Ithiredel ahora ella era la jefa del clan. Pero se quitó de la cabeza esa idea, nunca quiso ese rol, y ese día no sería diferente. Haría lo que sentía que era correcto. Aun así, Iliveran había plantado una semilla en su corazón.

      —Ve con Ewel, Ili. Iré enseguida —e inmediatamente dio la espalda a la elfa.

      Elira se arrodilló de nuevo junto al cadáver de su madre. Pudo escuchar como Iliveran se alejaba de ella y después el sonido del silencio rodeó a Elira: el rastro de todas las almas que habían abandonado este mundo, como un enorme peso que podía tocarse en el mismo aire.

      Madre e hija estaban solas, rodeados de fantasmas: cuerpos sin movimiento que antes daban vida a un clan que fluía en paz. Elira seguía mirando el cadáver de su madre, y aunque lo veía enfrente de ella, era incapaz de asimilar lo que había pasado. Su madre estaba allí, pero, al mismo tiempo, no estaba allí; había perecido. Un cuerpo vacío, una carcasa que simbolizaba a Ithiredel, jefa del clan de Feherdal y madre de Elira, exento de la esencia que la convertía en lo que era. Para Elira, su madre había desaparecido. El cuerpo que había dejado detrás ya no era importante; ya no era su madre.

      Elira quitó con cuidado la capa que llevaba el cuerpo de Ithiredel y se la equipó. Automáticamente, la capa reaccionó al nuevo cuerpo que cubría y se amoldó a él. La pieza había sido fabricada en tiempos en que la magia aún existía en el mundo y era un ente más conectado con el Mutualismo. Alrededor del cuello de su madre reposaba tranquilamente la raíz plateada, símbolo de Feherdal. Elira la cogió e hizo que ahora rodeara su cuello; allá donde fuera tendría a Feherdal con ella. Después, Elira cogió el cuerpo en sus brazos y se dirigió hacia el río Nira.

      Un flechazo de dolor le recorrió todo el cuerpo hasta llegar a su corazón. Una sensación de abandono de fuerzas y de cualquier emoción positiva apareció tras ver el resto del clan. «¡Apenas han sobrevivido unos veinte miembros!». Elira no pudo andar hasta pasados unos segundos más, hasta que el dolor que se había apegado a cada fibra de su ser no permitió que sus pies emprendieran el movimiento.

      Ewel, junto a dos elfos, trataban de calmar a los demás. Muchos de ellos estaban tirados en el suelo, o bien llorando, o bien retorciéndose de dolor. Sus miradas estaban vacías e intentaban evitar mirarse unos a otros. Aparte de los sorbos de nariz y quejas de dolor, el pequeño grupo estaba en completo silencio. Incluso Iliveran, de pie, un poco apartada del grupo, los miraba con una tristeza sin precedentes.

      Todo el grupo se volvió hacia Elira cuando llegó cargando el cuerpo de Ithiredel, tras bordear varios cadáveres de los atacantes y de su propia gente. Sus ojos transmitían súplica y alivio al mismo tiempo, pero ninguno dijo nada, y Elira lo prefería así. Debía perseguir su misión, y no quería que nadie se interpusiera. Aun así, ver a su pueblo en ese estado, haber pasado tras sus cuerpos… Los muertos necesitaban un entierro digno, y los vivos alguien que los curara. Cada vez le costaba más a Elira mantener el objetivo de la misión que se había planteado.

      Depositó el cuerpo de su madre cerca de la orilla del río Nira y se volvió hacía su pueblo. Antes de hablar, puso una mano (con la palma hacia el cielo) enfrente suyo, luego siguió la otra mano, colocada de la misma manera, y con un gesto solemne, se inclinó saludando tanto a los presentes como los que habían dejado ese mundo. Se mantuvo inclinada durante unos segundos, tras los cuales recobró la postura erguida y anunció con pesar:

      —Hemos sufrido una trágica pérdida. Nuestro clan ha sido casi aniquilado por unas criaturas que desconocemos, y también ignoramos con qué intención nos atacaron —a medida que hablaba, los supervivientes dirigieron sus miradas hacia ella—. Durante la noche hemos perdido algo más que las vidas de nuestros compañeros: hemos perdido padres y madres, hijos e hijas, compañeros, amigos… Nos hemos perdido a nosotros mismos, aunque sigamos respirando. Y es por eso que debemos encontrarnos, pues hay algo que aún existe: Feherdal. Nuestro clan no son las casas en los árboles ni el lugar que pisamos ahora. Nuestro clan somos nosotros. La Madre Naturaleza nos ha protegido de las tragedias de esta noche, ha protegido la continuación de Feherdal. Y esa tarea cae sobre cada uno de vosotros. Sin embargo, nuestra recuperación no pasará solo por reconstruir el clan, sino también por descubrir porqué ocurrió este ataque. Vinieron por una razón, y debemos saber por qué. Debemos arrebatarles esa información y luego acabar con ellos para así dar paz a nuestro clan.

      La veintena de elfos seguía observándola, todos sumidos en el más absoluto silencio. Muchos de ellos no comprendían nada, otros parecían más convencidos de que debían actuar. Algunos ya estaban de pie, y los que no podían se apoyaban en alguien cercano. Pero nadie habló, nadie excepto la joven elfa que había perdido su jovial sonrisa.

      —No —anunció Iliveran en un susurro.

      —Ili…

      —¡NO! —Su cara estaba roja, con los ojos hinchados—. ¡Míranos! Somos lo que queda del clan Feherdal. ¡Aún no hemos entregado los cuerpos de nuestros compañeros a la Madre Naturaliza y ya estás hablando de venganza! ¡No podemos salir al exterior del bosque en busca de un ejército que nos ha derrotado en una noche! Como nueva jefe del clan, ¡te necesitamos para reconstruirlo! ¡Para reconstruirnos y guiarnos! ¡Tú misma lo has dicho: ¡la Madre Naturaleza nos ha protegido para la continuación del clan!

      Iliveran enmudeció y dejó paso a una agitada respiración. Sus hombros se movían cada vez que inspiraba aire, y sus ojos mostraban un fuego manifestado en su voluntad de ayudar al clan.

      —No os estoy pidiendo que vengáis conmigo; esto lo haré yo sola —aclaró Elira, sin elevar la voz—. No asumiré el mando de nuestro pueblo;