Название | Las jugadas que importan |
---|---|
Автор произведения | Jonathan Rowson |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418428920 |
El rasgo definitorio de estos momentos es, en parte, la experiencia de la competición, pero más aún lo es la experiencia de la concentración –sin duda, lo que más echo de menos de ser un jugador en activo–. Cuanto mejor eres en algo, más profunda y rica es la absorción en esa actividad. El psicólogo húngaroestadounidense Mihály Csikszentmihályi ha realizado un extenso trabajo de investigación acerca de ese estado de conciencia denominado el fluir y que se caracteriza por una intensa concentración, la pérdida de la autoconciencia, la retroalimentación significativa con el mundo y una alteración del sentido del tiempo. Las experiencias de fluir son sumamente gratificantes y surgen cuando se da un equilibrio óptimo entre nuestras habilidades y nuestros retos; un desafío de menor nivel nos aburriría, pero uno mayor nos produciría ansiedad. En el día a día se dan momentos de ello, pero como ejemplo de fluir prolongado nada mejor que una intensa partida de ajedrez disputada a lo largo de varias horas.1
Sentarse al comienzo de una partida de ajedrez es como llegar pronto a una fiesta. Todos tus viejos amigos están en el tablero; no solo la pareja real, sus acólitos y la noble línea de infantería, sino también todos los aspectos elevados y amigables que caracterizan este espacio: el orden generador, la resonante armonía y unas grandes dosis de belleza por venir. Inmersos en ese ambiente familiar, sabemos que vamos a tener que sortear el riesgo, pero aun así nos sentimos a salvo, ya que las reglas del juego son sagradas e inviolables. La partida puede ser muy compleja, pero el resultado lo esclarecerá todo. Durante el tiempo que dure la concentración, nuestro yo está proyectado casi por completo a los antojos de la posición que tenemos en el tablero. No obstante, también surge la necesidad de mantener la integridad de la identidad; siempre somos alguien en concreto, con su determinada fuerza ajedrecística, y literalmente nos identificamos con unos movimientos más que con otros. Al tratarse de un deseo sublimado, no obstante, cuando nos identificamos con esta casilla o justificamos aquel movimiento, estamos experimentando tan solo momentos de intimidad con la identidad, más que un encuentro directo con ella.
Las armas que empuñamos son cívicas y simbólicas, pero su función no es otra que el ejercicio de la brutalidad. Todos los detalles que surgen de la batalla son significativos, aunque no siempre están cargados de dramatismo. Los presentimientos, las trampas, las transiciones; todo resulta importante cuando tu vida está implicada figurativamente en la actividad de que se trate, del mismo modo que unas ramas quebradas nos indican que el depredador está cerca. Buscamos las mejores jugadas, pero el proceso de búsqueda es táctil y visual; queremos encontrar la forma de realizar nuestros planes intuitivamente. La conformación de una idea en ajedrez es siempre el resultado de una confluencia entre las reglas del juego, los propósitos estratégicos de una posición concreta y la resistencia ejercida por el oponente. Debido a ello, la trama de una idea ajedrecista consiste en una secuencia de jugadas con la que transformamos un estado de cosas en otro, acompañada de una evaluación acerca de lo apropiado de esta transición. No hay ningún algoritmo mágico para encontrar buenas ideas, así que no podemos hacer otra cosa que no tener prisas y estar atentos a todo lo que parezca interesante, a la espera de que lo importante se revele por sí mismo.
A medida que la tensión aumenta, la responsabilidad de tener que tomar decisiones constantemente puede resultar insoportable. Cuando, a pesar de haberlo dado todo hasta el máximo de nuestras capacidades, aún no se puede vislumbrar lo que pasará, el tema de la suerte empieza a rondar tu cabeza. La suerte es un fantasma de muchos nombres en el que nadie cree, pero que todo el mundo espera que le favorezca. Es como si alguien encontrarse una narración importante de los hechos y la escribiese con sus propias palabras, pero después fuese editada por un coautor que, para colmo, está decidido a ser nuestro asesino. Aun así, nosotros también pretendemos asesinarlo y de ahí que nuestras respectivas mentes palpitantes se amenacen la una a la otra. Los ajedrecistas experimentan durante la partida la acción de voluntades no soberanas que determinan drásticamente su pensamiento, todo ello manteniendo sus cuerpos inmóviles; es un estado de las cosas profundamente antinatural. Sentado en el otro extremo del tablero hay alguien que está leyendo mis pensamientos y prefigurando mis acciones; quiere lo mismo que quiero yo, pero los dos no podemos conseguirlo. Es un escándalo que mis rivales tengan derecho a matarme figurativamente, pero la única forma que tengo de lidiar con esta situación es asesinarlos a ellos antes de que acaben conmigo.
El ajedrez no es un juego que favorezca la introspección. Puede servir para el autoconocimiento a la larga, pero ese no es su propósito explícito. Jugar una partida de ajedrez tampoco es realizar un examen escrito, donde nos ponemos a prueba aislándonos a voluntad, en un encuentro intenso a lo largo de algunas horas y dejando a un lado el mundo exterior. En ajedrez no se trata de examinarse, sino de ponerse a prueba a uno mismo en un ambiente de mutua hostilidad. Cada partida ocurre en un lugar y tiempo determinados y la compartimos con un compañero de piso figurativo con el que tenemos que convivir por unas cuantas horas, que bien pueden parecer años; el compañero en cuestión quiere dañar tu mobiliario, robar tus objetos más preciados y ocupar tu habitación, no sin antes acabar contigo. El ajedrez es un desafío para la mente y la voluntad en un contexto de presión social. En la partida se revela nuestra respuesta a una realidad construida entre todos, así como nuestra capacidad para configurarla mediante la colaboración competitiva.
¡Y lo peor es que es maravilloso! La tensión de un combate mortal sublimado es realmente emocionante, y el ajedrez ofrece este tipo de experiencia de manera reiterada y confiable. El ajedrez es como una droga que se consume para experimentar una modificación en la conciencia. “Una espiral de intensidades profundamente sentida”. Así es como el antropólogo Robert Desjarlais describe acertadamente esta experiencia. La concentración puede entenderse como un estrechamiento de la atención, como si se tratase de un rayo láser, pero mi experiencia en ajedrez me dice que la concentración consiste más bien en reunir distintos aspectos de uno mismo para generar fuerza, a la vez que, simultáneamente, purgamos nuestros desechos psicológicos, perfilándose distintas características de nosotros mismos. Algunos aspectos de la voluntad de poder, la energía y la atención se intensifican, mientras que otros se dejan de lado.
En uno de los textos clásicos del Budismo Zen se cuenta una historia acerca de la concentración que solía leer, para inspirarme, cuando jugaba torneos de ajedrez. Se llama “La sucesión de las olas”:
En los primeros días de la era Meiji vivió un conocido
luchador llamado O-nami, que quiere decir “la sucesión
de las olas”. O-nami era inmensamente fuerte y conocía perfectamente el arte de la lucha libre. En sus combates de entrenamiento vencía incluso a sus maestros, pero en público era tan tímido que hasta sus alumnos lo doblegaban.
O-nami sintió la necesidad de buscar ayuda en un maestro
zen. Hakuju, un maestro ambulante, estaba hospedándose provisionalmente en un templo cercano, así que O-nami fue allí a conocerlo y le contó sus problemas. “Tu nombre significa ‘la sucesión de las olas’ –le recordó el maestro–, así que quédate en el templo esta noche. Imagina que eres todas esas olas incluidas en tu nombre. No eres un luchador miedoso, sino todas esas olas terribles que cubren la tierra, tragándose todo lo que se encuentran a su paso. Haz esto y serás el mejor luchador del lugar”. El maestro se retiró. O-nami se sentó en posición de meditación intentando imaginarse a sí mismo como si fuera todas esas olas. Se imaginó de formas distintas. Gradualmente, sentía cada vez más la intensidad de las olas.
A medida que la noche avanzaba, las olas se hacían cada vez más grandes. Ahogaron las flores que estaban en los jarrones
e incluso se inundó el santuario de Buda. Antes del amanecer,
el templo no era otra cosa que el ir y venir de un inmenso océano. A la mañana siguiente, el maestro encontró a O-nami meditando con una leve sonrisa