Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

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Название Las jugadas que importan
Автор произведения Jonathan Rowson
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418428920



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mediante tecnologías, pero sobre todas las cosas se trata de una mente encarnada en un cuerpo. Si tu corazón se para, tú te paras.

      El ajedrez también me ofreció la posibilidad de explorar otros mundos idílicos más allá del mío y de valorar en qué medida los necesitamos. Tan solo era un niño de ocho años, pero gracias al ajedrez pude sentir la excitación vertiginosa de jugar en el mismo equipo de primaria que mi hermano, tres años mayor que yo. Un poco más adelante tuve la grata oportunidad de representar a mi ciudad y posteriormente a mi país. Estos mundos idílicos suelen entenderse como hobbies, pero el deseo profundo que nos lleva a ellos no se basa tanto en la actividad en cuestión, sino más bien en que nos proporciona un exilio periódico de nuestra vida ordinaria, acompañado de la promesa de un regreso a casa sanos y salvos.

      Construir mi vida en torno al ajedrez, siendo tan solo un chico de diez años encantado con este juego, pospuso la confrontación con el hecho de que mi padre padecía algo denominado esquizofrenia y con que mi familia se iba al traste de manera gradual e inevitable. Crecí pensando que todo estaba bien. A nivel doméstico y financiero mi madre hacía todo un esfuerzo heroico para aparentar que las cosas iban sobre ruedas. Emocionalmente, todo parecía transcurrir con normalidad y, en mi caso, yo no era más que un niño pequeño que estaba lo suficientemente bien cuidado como para no pensar en otra cosa. Mi madre comenzó una nueva relación y nos llevó a mi hermano y a mí con ella a Whitton, Middlesex, justo en las afueras de Londres. Pero las cosas no salieron bien. La nueva figura paternal a la que supues­­tamente tenía que querer resultó ser una persona controladora, narcisis­­ta y dominante. No obstante, la parte positiva era que vivíamos en la misma calle que Richard James, un conocido profesor de ajedrez, autor del libro The Complete Chess Addict [El manual del perfecto adicto al ajedrez] y fundador del club de ajedrez para jóvenes de Richmond. Su librería de ajedrez fue la primera que tuve oportunidad de visitar, y fue él quien me enseñó, de manera decisiva, que el ajedrez era un juego que podía estudiarse. Desde entonces, este juego se convirtió no solo en algo que se hacía con otros, sino en un mundo que podía habitar a solas y darle sentido en mis propios términos. También en ese momento el ajedrez era algo que, como mínimo, no empeoraba las cosas.

      Aun así, no era un chico feliz y me invadía la nostalgia. Regresé a Aberdeen y me fui a vivir con mi abuelo a un dúplex de una zona urbana rodeado por dos parques. Mi hermano siguió mis pasos unos meses más tarde y mi madre hizo lo mismo algún tiempo después, pero estoy convencido de que ese breve lapso que pasé en relativa soledad y autonomía fue esencial para la persona que llegué a ser. Coloqué el tablero y las piezas de madera pertenecientes a la familia encima de tres cajones de pino, a la altura de la ventana de mi habitación en el primer piso, con vistas al jardín de los vecinos. Durante varios años, me sentaba frente al tablero en una silla redonda de madera tapizada con un cuero de color rojo y tachuelas doradas. Nunca se me pasó por la cabeza pedir que me cambiasen los cajones por un escritorio, y no tenía espacio para meter las piernas, así que me sentaba en los laterales del tablero, con las rodillas apoyadas en la silla puesta del revés, o simplemente de pie. Ese era el lugar en el que comía copos de maíz y pasas de uva mientras le echaba un vistazo a alguna nueva variante de apertura y escuchaba álbumes de U2, con la esperanza de que mi cutis amaneciera sin granos al día siguiente. El ajedrez formó parte de mi habitación, de mi hogar y de mi crecimiento personal.

      Ese mismo espacio pronto empezó a verse rodeado de libros de colecciones de partidas, manuales con ejercicios de táctica, tratados sobre finales de partida y estrategia y volúmenes de teoría de aperturas que, por decirlo de algún modo, leía con frecuencia. Reproducía el contenido de estos manuales en el tablero, sosteniendo el libro con la mano izquierda y utilizando la derecha para mover las piezas. Los ojos iban y venían del libro al tablero y viceversa, como si estuviese viendo un partido de tenis a cámara lenta en mi propia casa. Aquel discreto espacio de apenas un metro cuadrado cambió mi vida. Se trataba del es­­pacio donde yo “era bueno”.

      Mi progresión en ajedrez me proporcionó una confianza intelectual que no habría logrado de otro modo. Más exactamente, le otorgó a un niño imprevisible de doce años la posibilidad de sanar sus heridas mediante la autonomía y la maestría; gracias a los resultados y las narrativas en torno a mi experiencia como ajedrecista pude controlar la situación y ser cada vez mejor en ello. En aquel momento, esta confianza no se tradujo en buenos resultados en el colegio, pero –mucho más importante– me dio la fuerza interior suficiente para no aceptar los términos que utilizaban mis profesores para definirme.

      Cuando llegué a la adolescencia, el ajedrez jugó a favor de mi voluntad de aprender, a pesar de que sentía que el estudio en la escuela era irrelevante. Los exámenes nacionales comenzaron cuando tenía quince años, y el gusto que adquirí por la victoria disciplinada dio sus frutos, para sorpresa de mis profesores y amigos. Muchos de mis maestros me dijeron más de una vez aquello de que “si eres bueno al ajedrez, deberías ser bueno en esto”. Rechacé de lleno esa idea durante años, en parte debido a que se basa en un estereotipo, pero también y sobre todo porque implicaba que tenía que esforzarme más. No obstante, terminé por aceptar que quizá tenían razón. Recuerdo vivamente el momento en que metí el tablero debajo de mi cama y me puse a hacer los deberes del colegio, elaborando incluso un “cronograma de estudio”. Se trataba de una planificación semanal ambiciosa de todo lo que tenía que estudiar, que clavé en la pared de mi habitación. Esta práctica resultaba demasiado reglamentada para mí –una constricción de la libertad–, pero me sirvió para comenzar a aprender que las mejores formas de libertad implican la elección sabia de tus propias restricciones, considerándolas como propias.

      Resultó evidente que tenía ciertas aptitudes académicas. Empecé a amar la lectura, el aprendizaje, el pensamiento, la escritura y la conversación. La confianza ganada mediante los logros ajedrecísticos favoreció, en general, el afán por la mayor claridad posible en el pensamiento, así como una disposición intelectual que posteriormente me llevaría a Oxford, Harvard y a sacar un doctorado, aunque no hubo nada que resultara inevitable en este desarrollo de los acontecimientos. No era un alumno especialmente aventajado y bien podría haber sido un chico inmaduro y a la deriva, desordenado en los estudios y que encontraba refugio en el ajedrez. También podría haber abandonado las dos cosas y dejarme llevar por el sexo, las drogas y el rock and roll. Esto puede parecer absurdo, pero es más o menos lo que le ocurrió a mi hermano, quien empezó a dar signos psicóticos en ese momento.

      Madurar para convertirse en un adulto satisfecho depende en gran medida de la disciplina, pero también de la suerte. Como es bien sabido, Aldous Huxley escribió: “La experiencia no es lo que te sucede, sino lo que haces con lo que te sucede”. Esta afirmación es totalmente cierta, nuestra experiencia vital no se basa en la sucesión de acontecimientos, sino en una serie de oportunidades para crecer, tomando conciencia de lo que es significativo y lo que no. Unos lo hacen mejor que otros. Aun así, lo que ocurre en tu vida también es una cuestión de suerte, incluso antes de que puedas permitirte el lujo de elegir tu propio carácter. Tuve suerte de escapar de la enfermedad mental, de poder llevar una vida plena, y siento que el fundamento de todo esto fue una confluencia favorable de personas, lugares y prioridades que se dieron cita en mí en el momento oportuno y de la forma adecuada, cuando tenía más o menos dieciséis años. Gracias al ajedrez, y en aquel entonces a los buenos resultados en los exámenes, surgió cierta predisposición que resultó generativa: decidí estar menos definido por mis circunstancias y más capacitado para enfrentarme a ellas. Antes, yo era simplemente un adolescente que lo hacía bien en un tablero de ajedrez.

      En la semana de mi dieciocho cumpleaños, mi abuelo materno falleció tras algunos meses de lucha contra un cáncer de vejiga. Se había trasladado a mi habitación para evitar los ruidos en la escalera y estar más cerca del baño, por lo que pudo pasar sus últimos días en el mismo lugar que ocuparon mi tablero de ajedrez y mis libros. Este hecho revela la forma en que el ajedrez me constituyó; fue parte del contexto en el que la vida cuenta su propia historia mientras yo cuento la mía. Mi abuelo vivió con nosotros durante años y cuidó de mí a solas durante meses, alimentándome con stovies (un variado surtido de sobras elevado a la categoría de delicadeza nacional escocesa, generalmente basado en patatas, cebollas, vegetales y salsa de ternera). Me llevaba a Aberdeen en el sillín de atrás de su motocicleta, una Honda de las