Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

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Название Las jugadas que importan
Автор произведения Jonathan Rowson
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418428920



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los mismos modos de pensamiento que los causaron.14

      elaborar planes

      Suele decirse que no planeamos equivocarnos, sino que nos equivocamos en los planteamientos, pero esto es un poco simplista. La planificación tiene su lugar. Algunas veces fallamos a pesar de los planes que elaboramos y en otras ocasiones por culpa de ellos; también pasa que por momentos tenemos éxito gracias a nuestros planes, pero no del modo en que esperábamos.

      La película del año 1958 titulada El albergue de la sexta felicidad está basada en la historia real de Gladys Aylward, una empleada doméstica británica que se marchó sola a China en los años treinta para hacerse misionera. En el momento álgido de la película, logra salvar heroicamente a un centenar de niños llevándolos hasta una montaña. El coronel Lin Nan, un oficial chino, se enamora de Gladys, pero su amor entra en contradicción con su sentido del deber. Cuando un viejo mandarín de la localidad le pregunta a Lin Nan por qué terminó inclinándose a favor del deber, el coronel le respondió, con arrepentimiento, que su vida ya estaba planeada de antemano. El mandarín le replicó diciéndole que una vida planificada es una vida clausurada, y que dure lo que dure, no puede ser vivida.

      Hay un dicho judío que capta la idea de que la calidad de vida radica en su inherente imprevisibilidad: “El hombre propone, pero Dios se ríe”. Esta afirmación puede entenderse desde el punto de vista filosófico o religioso, pero no estoy seguro de cuál es preferible. Cuando tenía once años, no planeé conscientemente que el ajedrez iba a ser gran parte de mi futuro, pero sí que puedo trazar mi desarrollo en ajedrez tomando como punto de partida aquel día en que llegó a mi casa de Aberdeen un paquete de libros de ajedrez de la editorial Batsford, equivalente a unas 200 libras. Se trataba del premio que obtuve por resolver correctamente una serie de ejercicios de ajedrez, y también porque mi nombre fue el primero que salió de un gorro en un sorteo en Londres. Puede decirse que este regalo no fue más que un golpe de suerte, pero, incluso hoy día, yo no lo siento así. Tres décadas después de aquel momento clave, me parece que se trató más de un acto de la providencia que de la suerte, como si supusiera que iba a ocurrir, aunque no puedo explicar correctamente esta sensación.

      Cuando abrí las cajas en mi habitación, uno de los libros me llamó la atención más que el resto. Estaba encuadernado con tapas blandas de color escarlata y traía en la portada la fotografía de un señor con un bigote imponente. El título, escrito con letras gruesas y en negrita para resaltar la importancia, rezaba así: Las mejores partidas de Alekhine. Alexander Alekhine fue el cuarto campeón del mundo y tuvo una vida bastante convulsa. Conservó el título durante gran parte del segundo cuarto del siglo xx (1927-1935, 1937-1946). El mamotreto con sus partidas siempre estaba ahí, presente, exigiendo sigilosamente ser abierto. Recuerdo que temía por su integridad siempre que lo estudiaba, debido a que su grueso lomo estaba resquebrajado. Era como si su autor fuese a increparme por estropear su colección de partidas.

      Alekhine vivió las dos guerras mundiales, estuvo casado en tres ocasiones, vivió en países invadidos tanto por los nazis (Francia) como por los bolcheviques (Rusia), escribió una tesis doctoral acerca del sistema de prisiones chino y murió en Portugal, bajo extrañas circunstancias, después de ingerir un pequeño pedazo de carne en mal estado. Parece que murió atragantado, pero algunos historiadores creen que la comida fue colocada en la garganta de Alekhine después de que fuera asesinado tal vez por agentes soviéticos (para quienes este había traicionado a su patria) o franceses (para quienes era un supuesto colaborador de los nazis). Portugal fue un país neutral durante la Segunda Guerra Mundial y la tensa posguerra, y es comprensible que las autoridades portuguesas prefirieran no implicarse en semejante controversia.

      Una descripción más detallada de la vida y muerte de Alekhine excede la temática de este libro, pero en julio del año 1944 envió la siguiente reflexión, con tintes de arrepentimiento, al periodista y jugador de ajedrez Juan Fernández Rúa:

      La mejor parte de mi vida se ha esfumado entre dos guerras mundiales que han dejado Europa totalmente desolada. Los dos conflictos me han dejado arruinado, pero con una diferencia entre ambas: al final de la primera tenía veintiséis años y un entusiasmo ilimitado, cosa que no volví a tener nunca más. Si, en alguna ocasión, escribiera mis memorias

      –lo que es muy posible– la gente se daría cuenta de que el ajedrez ha sido un asunto menor en mi vida. Me dio la oportunidad de dar rienda suelta a la ambición y, al mismo tiempo, de convencerme de su futilidad. Hoy día, continúo jugando al ajedrez tan solo porque ocupa mi mente y me mantiene alejado de los recuerdos y la melancolía.

      En el año 1946, aun siendo campeón del mundo, y justo después de saber que se había reunido el dinero necesario para defender su corona en Inglaterra, Alekhine falleció (o quizá fue asesinado), empobrecido y solo, tan solo con un tablero y unas piezas delante de él. La guerra, por su parte, causó directa o indirectamente un millón de bajas.

      Lo que aprendí de aquel voluminoso libro rojo con las partidas de Alekhine fue profundo y sustancial; Alekhine era capaz de prever con muchas jugadas de antelación una posición determinada y sus partidas eran ilustrativas y ricas en contenido conceptual. Había absorbido todo el conocimiento ajedrecístico existente en su momento y lo había llevado un poco más allá. Se trataba de un jugador muy completo, sin preferencias acusadas o debilidades destacables. Alekhine solía decir que un gran maestro en ajedrez necesitaba ser “una combinación de bestia de presa y de monje”. Tiene que ser agresivo, pero el fuego siempre debe estar bajo control. Necesitamos reflexionar y concentrarnos, pero también es necesaria la voluntad de ganar.

      Comencé a sentir en mis propias carnes esta idea en torno al año 1990, en una casa de un suburbio de Glasgow, donde, con otros chicos preadolescentes, estaba sentado una tarde junto a nuestro gurú ajedrecístico, Ian Swan. Ian es profesor de profesión y uno de los jugadores de ataque más peligrosos de Escocia, pero aquella tarde intentaba que nos entusiasmáramos analizando lo que a primera vista parecía un final de partida bastante aburrido. Un final es una posición donde el material de ambos bandos está equilibrado, hay pocas piezas en el ta­­blero y muy poco contacto directo entre ellas. En aquel momento no existía la tensión competitiva o intelectual necesaria para que nos sintiéramos especialmente emocionados por una posición.

      Cada uno de los bandos disponía tan solo de un alfil de casillas negras y dos torres, además de tres peones en cada uno de los flancos distribuidos de forma un tanto asimétrica. Cuando Ian nos dijo que formuláramos el plan ganador para las negras, miré incrédulo a cada uno de los compañeros; ninguno de nosotros acertó a encontrar algo significativo en todo aquello. Como suele ocurrir frecuentemente en la vida, nuestra imaginación se encontraba bloqueada debido a la convicción de que todo aquello era un aburrimiento. En ese momento, no éramos ni bestias de caza ni monjes.

      La “acción en ciernes” implicaba ideas misteriosas tales como “cambiar solo un par de torres”, “ubicar el rey en el lugar donde tenemos ventaja”, “avanzar el peón de torre aislado para cambiarlo por otro peón”, “crear debilidades en la posición del rival”, “ganar espacio en el flanco de dama” y, solo entonces, ganar en base al “principio de las dos debilidades”. Esta última idea resultaba novedosa para nosotros en aquel momento, pero consiste básicamente en sobrecargar la defensa del oponente en un sector del tablero y, solo entonces, atacar en el otro flanco gracias a nuestra mayor movilidad. Por regla general, el bando defensor queda atado a la defensa de ciertas piezas o casillas, lo que provoca que las fuerzas defensivas sean menores que las de ataque.

      Las ideas de Alekhine en aquella partida no eran de ningún modo suficientes para ganar la partida frente a la mejor oposición objetiva. La posición estaba equilibrada y llena de recursos defensivos por parte del rival, pero ese no era el asunto principal. Por primera vez en mi vida sentí el poder de la planificación en ajedrez y