El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

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Название El tren del páramo
Автор произведения Pedro Sánchez Jacomet
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788468557885



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instaladas, y las dos giraron la cabeza hacia el pasillo del coche. Dos militares reían delante de la puerta del compartimento. Uno de ellos les guiñó el ojo. El otro enmudeció. Hablaron entre ellos, se decidieron a pasar, se sentaron. Vino otro más con galones dorados y tras pedir permiso al capitán, también se sentó. Un agudo pitido apagó los demás ruidos, luego otro más. El “no-puc-més, no-puc-més…, (no puedo más…, en catalán)”, sin aliento al principio y más acompasado después, fue la señal que el bonito monstruo negro les dio antes de que la aceleración les hiciese perder de vista los elevados campanarios de la milenaria ciudad.

      El oficial con gorra de plato y dos estrellas que le había guiñado el ojo a la morena, no dejo de tirarle los tejos todo el camino. El otro, con tres estrellas, bajo de estatura aunque muy atractivo, tenía la mirada vehemente, los ojos hundidos, la frente ancha, y las cejas lloronas. Era un joven de nariz grande, y su fino bigote arreglado le ocupaba todo el labio superior de comisura a comisura. Su mentón hendido resaltaba sobre su impecable y afeitada barbilla. Moreno, delgado, y de ojos aceituna, se limitó a mirarla de arriba abajo de vez en cuando. Ella también miraba seria y desdeñosa hacia la puerta de entrada. Sus ojos la traicionaban aumentando su fulgor al pasar por delante del capitán…

      …“Así se conocieron mis padres”, le dijo don Vicente Blanch a su compañero de soledad, quien le acompañaba a dondequiera que fuera...

      … A los dos domingos del romántico encuentro, durante la misa en la iglesia de Jesús de Medinaceli, la prima le cuchichea que el guapo oficial está en el templo. Al salir y de camino a casa, ella no se vuelve. Tan sólo sacude coqueta su larga melena rizada hacia atrás. Pide a su acompañante rubia que mire furtiva a ver si las sigue. El capitán está muy cerca de ellas. Han de apretar el paso si no quieren verse abordadas. Aceleran. Abren el portal sofocadas y suben corriendo por los quejumbrosos peldaños de madera, riendo como chiquillas.

      Se casaron en Madrid en 1949. En el cincuentaiuno nació su primogénito en Lérida. Se establecieron definitivamente allí en 1952. Los Blanch—su padre se llamaba Vicente Blanch—, formaban parte del ejército de familias que arraigaron en la capital procedentes de distintas zonas de la península. Tuvieron tres de sus cuatro hijos en Madrid. En las dos décadas siguientes llegó el desarrollo económico de la sociedad española. Los acuerdos bilaterales con los EEUU de 1953 para el establecimiento de las bases militares fue el primer paso para superar el aislamiento occidental. La posterior visita a España del presidente Dwight Eisenhower en 1959, supuso la ruptura del bloqueo y el comienzo del cambio económico. La política hace milagros, más si el que te echa la mano es el Tío Sam; al imperio norteamericano—al Reino Unido y a Francia también—, les vino que ni pintado que en Europa occidental existiera un régimen anticomunista que ya había limpiado la península de rojos y todo lo que se le pareciera. La inmigración creció hacia los polos de desarrollo del régimen franquista. La población de Madrid se multiplicó casi por cuatro en cuatro décadas. Vicente era el mayor de sus hermanos, aunque catalán de nacimiento, le trajeron en capacho a la villa. Creo que la comadrona le dio un buen azote en el culo para que empezara a respirar, vino al mundo con dos vueltas del cordón umbilical alrededor del cuello, parecía una berenjena. Le bautizaron con ese nombre, así se llamaban su padre y su abuelo paternos…

      … “Voy a tomar un cortado”, piensa el señor Blanch—esta vez sin mover ni un pelo del bigote gris—, y se sienta al fresco de una terraza próxima al paseo de Lluis Companys. El café humeante le ayuda a recobrar el aliento. Los niños que corretean a lo lejos con un balón le transportan por la vía del recuerdo a las anécdotas que le habían contado…

      …. Vicentito Blanch—el Larguirucho como con el tiempo le diría su madre—, era un niño inquieto y travieso. Sus padres desconocían la causa de tal comportamiento. Nació después de una primera lucha a muerte con su cordón umbilical, liado alrededor del cuello. Ella tenía miedo, primeriza, pues su propia madre había muerto de parto. El primogénito estuvo más de dos días intentando abrir el túnel oscuro por el que llegarían el resto de sus hermanos. Casi sin ayuda, ellos dos solos hasta el final, o hasta el principio, según se mire. La madre mal empujando y deseando acabar, viéndose morir en el intento. Él mal colocado, debía estar escrito, liándola antes de venir al mundo. La madre le quería llamar Ángel cómo si, adivinando sus “virtudes” de antemano, quisiera con ello alabar al Todopoderoso haciéndole una ofrenda para conseguir que el bebé se criara bien, fuese un buen niño. Para que de mayor fuera un “hombre de provecho”. Se impuso la autoridad del padre, que deseaba que su primogénito se llamase como él.

      Era un bebé largo y delgado, —no como su madre, más bien bajita y redonda—, Vicentito daba la impresión de estar enfermo, se movía poco para la edad que aparentaba. Al año medía noventa y cinco centímetros, su madre le llevaba en el cochecito y la gente, ignorando su edad, decía “pobre angelito… ¿está enfermo, verdad?”. ¡Qué va! contestaba la madre, es que sólo tiene un añito. “¿Cómo dice? ¿Un año? Pues porque lo dice usted, que si no fuera por eso”, y pensaban: “¡cómo mientes, mamaíta!”. Sus progenitores dudaban que hubiese nacido de sus entrañas ¿A quién se parecía el futuro pívot del equipo nacional de baloncesto?

      Su madre no intuía que el patito feo se convertiría en un verdadero torbellino. Mutó en un niño patilargo, atolondrado y movido. Como si, aquel cuerpo en formación durante los primeros años, tomara la revancha por la inmovilidad sufrida. El Altísimo no hizo ni puñetero caso a los padres. Fue un fiasco: no sabían cómo meter a Vicentito en cintura. “Es malísimo, no sé qué hacer con él” —decía a las vecinas de la escalera—: “esta mañana metió el reloj de su padre en la sopa, no lo encontrábamos ni a sol ni a sombra, mi marido pensó que lo había olvidado en el trabajo, y de repente, sentados a la mesa, casi se lo come”. “¡No me diga, doña Lola!”, —contestó—, y se puso la mano en la boca para abortar la carcajada.

      —Pero hijo de mi vida. —Y lo pescó con la cuchara junto con un trozo de chorizo.

      El embutido era del último envío de la tieta (tía) Angelina. La prima de su madre les mandaba un paquete de embutido con regularidad, desde la botiga (tienda) del Ensanche de Barcelona. El pobre reloj estaba más cocido que los garbanzos del segundo plato. Menos mal que lo vio, si no, el dentista hubiese tenido que arreglarle media boca. ¡Con el hambre que tenía! Eso sí, los padres pensaron que al menos conocían la hora exacta del fallecimiento del marca tiempos de muñeca, por si fuese menester declarar lo ocurrido en la comisaría, muy de moda por entonces.

      Cuando Vicentito Blanch cumplió los cuatro años la madre lo llevó a un colegio de monjas, especie de guardería de la época. No podía cuidar a su segundo—una niña de meses—, y estar pendiente de las travesuras del mayor. En uno de los recreos, jugaba a los indios y americanos con tanta pasión que confundió a una compañera con un indio.

      A pesar de estar separados los niños de las niñas—las señoras de hábitos negros intentaban evitar los embarazos no deseados—, no fue suficiente: a poco le tienen que poner un estanco a la criatura, a punto de quedarse tuerta, un golpe de cañón del revólver del niño tuvo la culpa; no se pueden ver tantas películas de tiros, las únicas autorizadas. El arma ojicida le fue requisada. Cuando pasados los calores la madre fue a matricularle para el nuevo curso, la superiora le dijo con retintín: “mire usted, Vicentito ya no es niño para nosotras”, devolviéndole el revólver.

      Parece ser que sus jugarretas eran de órdago. Las cosas que se le ocurrían nadie las esperaba. Una pena que los padres no cayeran en la cuenta de que su hijo iba para inventor. La primera casa que Vicentito recuerda era muy pequeña, un primero alquilado que les cedió su madrina Pilarín en el barrio de las Delicias, muy cerca de la estación de Atocha. Él iba mucho a casa de sus abuelos—su segunda casa, mucho mayor, era el nieto mayor y le querían una barbaridad. Siempre que pisaba aquella casa iba a un pasillo que, saliendo del recibidor, llegaba hasta la cocina, la recorría como el mismísimo Sherlock Holmes; a sus ojos, era más largo que un campo de fútbol. Tenía un zócalo de color marrón “merdé” con baldosas a juego, en él se jugaban los partidos oficiales de la liga de fútbol, al menos los de sus equipos favoritos, los de su padre y su abuelo, el Atlético de Madrid y el Barcelona respectivamente. Los partidos se disputaban