La ciudad en el imaginario venezolano. Arturo Almandoz Marte

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Название La ciudad en el imaginario venezolano
Автор произведения Arturo Almandoz Marte
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412337129



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aldeas a las metrópolis masificadas (2013 y 2017); Modernization, Urbanization and Development in Latin America, 1900s-2000s (2015 y 2017). Ha sido asesor de la exposición «The Metropolis in Latin America, 1830-1930» (Getty Research Institute, Los Ángeles, 2016-2018).

      Prólogo

      VUELVE ARTURO ALMANDOZ a su gran tema, La ciudad en el imaginario venezolano, del que he sido seguidora fiel desde que leí el primer volumen De los tiempos de Maricastaña a la masificación de los techos rojos (2002); continuando con De 1936 a los pequeños seres (2004), y De 1958 a la metrópoli parroquiana (2009), hasta este cuarto –y confiadamente espero que no último–, también signado por la rojez, Del Viernes Negro a la Caracas roja, pasando por algunos caminos colaterales: Urbanismo europeo de Caracas (1870-1940) (2006) y Crónicas desde San Bernardino (2011). Son muchos años los que este urbanista y escritor (¿o al revés?) ha dedicado al asunto, en medio de una vasta obra especializada. Sus libros me proponen siempre la misma pregunta, ¿hay algo que no haya leído Almandoz en cuanto al imaginario de la ciudad desplegado en la literatura venezolana? Seguramente, pero cuando creo estar a punto de reconocer un vacío se completa páginas después, y es que trabaja con la parsimonia y la prolijidad del investigador para quien todo puede ser de interés para ampliar, circundar, iluminar el objeto propuesto, y así, con una prosa detallada (y elegante) va poco a poco penetrando en los terrenos que ha decidido urbanizar literariamente. Los nombres de ensayistas, novelistas, cuentistas y cronistas saltan entre las páginas componiendo el retablo de la escritura venezolana del último tercio del siglo XX, pero no a modo de panorama o de recuento sino de voces que hablan desde la ciudad, y asimismo la ciudad –la polis, podría decirse– habla desde ellos. No es un crítico literario reescribiendo la literatura venezolana, ni un experto en ciudades describiendo a Caracas, ni un historiador recontando los tramos de nuestro pasado, ni un sociólogo estudiando la venezolanidad. Es la labor de entretejido la que verdaderamente cuenta aquí. Almandoz se coloca en ese mirador de varios caminos desde el cual interrogar el imaginario venezolano –concepto que a mí personalmente me apasiona, pero que no trae consigo definición fácil y desde luego no me propongo explicar.

      El período histórico considerado comienza en 1983, cuando el 18 de febrero, fecha conocida como «viernes negro», se decretó la devaluación de la moneda, cuya estabilidad había sido un signo de la economía venezolana desde las primeras décadas del siglo XX. Esa devaluación no era solo monetaria, hería también una de las narrativas esenciales del imaginario venezolano: somos ricos y siempre lo seremos porque el petróleo lo garantiza. Varias generaciones crecimos en esa creencia que de alguna manera los modos del progreso urbano y de la reciente democracia corroboraban. Venezuela era el país más moderno de la región; sus autopistas, sus puentes, sus represas y universidades estaban allí para asegurarlo. Era, además, el país con la democracia más confiable y la mayor movilidad social de América Latina, quedan las cifras para demostrarlo; de allí que la devaluación del bolívar no era un mero trámite cambiario, interrogaba nuestra identidad y nuestro futuro. La noción de que Venezuela avanzaba hacia la superación del subdesarrollo, para muchos quedó destrozada un viernes por la tarde. Sin embargo, el optimismo democrático del que estoy hablando venía siendo contradicho por voces muy disímiles entre sí, políticamente antagónicas en ocasiones, pero concordantes en su descreimiento. La primera que el autor nos trae a la palestra es la de Rafael Caldera en Reflexiones de La Rábida (1976). Allí sugería el debilitamiento de la fe en el sistema democrático y la insuficiencia de los mecanismos de participación de las masas, signos en los que presentía la búsqueda de fórmulas políticas más directas y quizás autoritarias (como, en efecto, ocurrió). Le sucedería en la presidencia Carlos Andrés Pérez, protagonista principal de la Gran Venezuela, y entonces la crítica novelada de la descomposición de la también llamada Venezuela saudita no se hizo esperar. La Caracas disco de los años setenta se convirtió en el blanco de los ataques. Desde Miguel Otero Silva, en la denuncia de los contrastes de la marginalidad, el ascenso social y la riqueza que representaban los tres Victorinos de Cuando quiero llorar no lloro (1970), hasta la mordaz y erosiva sátira con la que Luis Britto García irrumpe contra la picaresca crecida en los años de bonanza, todo parecía indicar que el imaginario literario tomaba la senda de la crítica social para convertirse en un vehículo de expresión política (no sé si antidemocrática pero sin duda anti democracia venezolana). No hay reconciliación en esta narrativa con el derroche y el lujo que marcaron este tiempo. En uno de los apartes encontramos la genealogía narrativa de la fiesta burguesa: desde El Cabito, de Pío Gil (1909); La casa de los Abila, de José Rafael Pocaterra (1921); Allá en Caracas, de Laureano Vallenilla Lanz (1948); Los platos del diablo, de Eduardo Liendo (1985); Ojo de pez, de Antonieta Madrid (1990); y El exilio del tiempo, de mi autoría (1990), a las que muy bien podría añadirse el capítulo inicial de Juegos bajo la luna (1994), de Carlos Noguera, o la posterior Morir de glamour (2000), de Boris Izaguirre; hay un regusto en la novela venezolana por el tema, quizás porque la fiesta sea un componente importante de nuestro imaginario.

      Pero no es esta la única visión de la ciudad. Otros seres, nuevos pequeños seres, dice Almandoz, la pueblan. Los noctámbulos de Luis Barrera Linares en sus Beberes de un ciudadano (1985) que reeditan La mala vida garmendiana (1968); el imaginario televisivo de José Balza en D (1977), los rescoldos de subversión relatados en las novelas de Victoria de Stefano (La noche llama a la noche, 1985) y de Carlos Noguera (Inventando los días, 1979). En suma, una «Caracas acechante y congestionada, adolescente y monstruosa, densificada y consumista, donde los malestares capitalinos laten físicamente, de noche y de día».

      Habría que plantear aquí un tramo generacional. Los autores antes citados hablan y describen lo que ocurre en su ciudad, que aman y odian a un tiempo, y que expresan en sus malestares capitalinos, pero hay otros que presentan un problema ideológico en términos de concepción de la ciudad, y de país. En cierta forma el tema planteado por los positivistas de la primera mitad del siglo XX venezolano parece mantenerse y el autor lo pone de relieve por si lo habíamos olvidado. Confieso que yo sí. Las polaridades cultura versus civilización, universalidad versus localidad, o ciudad versus terruño, quedaban localizadas en mi imaginario personal como pertenecientes a la ciudad de los techos rojos, pero la lectura obsesiva del investigador demuestra lo contrario; es más, pensando en el final (de este libro, no de la historia) no pocas premisas de la llamada Revolución bolivariana vuelven al mismo punto, o quizás no vuelven, siempre habían estado allí y las pasamos por alto. Dos voces resaltan en el capítulo «Entre cultura y desmemoria»: Juan Liscano y Arturo Uslar Pietri. Este último considera –y con esta opinión podríamos coincidir– que el gran aporte latinoamericano a la civilización occidental reside en su literatura de creación, pero luego –y aquí terminan las coincidencias, al menos las mías– arremete contra la ciudad de los centros comerciales, el metro, el Parque Central, el complejo Teresa Carreño. Toda esa ciudad que pretendía la universalidad, el cosmopolitismo, es en la visión uslariana una aglomeración cancerosa; para Liscano el símil es el mismo, Caracas es un cáncer urbano. Uslar piensa que París es París y los parisienses son parisienses, pero en su imaginario Caracas no es Caracas y los caraqueños han perdido su identidad. ¿La causa?, la transformación desordenada de la ciudad. No sería justo simplificar su argumento que, en un sentido amplio, dice Almandoz, obedece a una crítica política, urbana y urbanística basada en el reproche al populismo, por una parte, y a una falta de control y planificación, por otra; en suma, una incivilidad que rompe las formas culturales de Occidente y que en su descomposición natural y cultural conduce al caos. Para Liscano, en una suerte de «fundamentalismo ecologista», la desconexión con la tierra ha traído la deshumanización.

      Y es que asistimos a la reedición de polaridades nunca abandonadas (y que se reencarnan en los presupuestos «endógenos» de la Revolución bolivariana) entre lo propio y lo universal. Para Ángel Rosenblat, otra voz que irrumpe en el foro, en Venezuela la cultura es la herencia española, y la civilización y el progreso, cosmopolitas. Pero he aquí que para el poeta Liscano, creador de La Fiesta de la Tradición –espectáculo que organizó para la toma de posesión del presidente Rómulo Gallegos en 1948–, la cultura es sin duda el folclor,