En busca del amor perdido. Ricardo Bentancur

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Название En busca del amor perdido
Автор произведения Ricardo Bentancur
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789877983425



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a alguien bueno a la casa, porque lo necesitábamos. Ella jamás volvió a casarse.

      En esa orfandad, mi barrio fue mi familia, el lugar más cercano a mis afectos. Lejos de los tíos y los primos, los vecinos eran mis “seres queridos”. Sus casas eran el espacio donde consumí la mayor parte de mis horas infantiles. Mi barrio está en el origen de mis sentimientos más profundos. Ese fue mi mundo y mi punto de sostén en la Tierra. Porque la comunidad que nos rodea es, con nuestra familia, el horizonte originario donde comienzan a entrelazarse los hilos de nuestra historia. Y allí, muy cerca de mí, en aquel barrio, estaba la semilla que germinaría en la fe cristiana de mi madre, y a su vez determinaría mi destino.

      Enfrente de mi casa vivía el doctor Landoni, un médico de cabello cano, elegante, y de mirada serena. Su esposa, una mujer regordeta y simpática, se dedicaba solo a su familia. Tenían dos hijos, un varón y una niña, que era de mi edad. Verla salir cada mañana a la escuela era para mí un estreno. Su cabello rubio que caía inocentemente hasta la cintura, sus ojos azules y humildes, su paso de gacela, despertaban en mí un rugir de fuerzas interiores, el brío de la hormona tempranera. Pero era una princesa inalcanzable.

      El vecino de la izquierda contigua a mi casa era un tal Demarco, un italiano que cuando faltaba durante un tiempo a los lugares donde se lo solía ver, la esposa decía que estaba de vacaciones. Aunque los vecinos decían que estaba preso.

      Un par de casas más abajo, en la misma calle Pedro Campbell, había una pensión donde vivían dos prostitutas, Betty y Gloria, una especie de estigma para ese barrio de clase media. Los hijos de Betty y de Gloria eran mis amigos: Enrique y Boby, a quien, en nuestra hispana vocación desvalorizadora, le decíamos Bobo. Ambos eran buenos y solidarios.

      Más arriba de la calle, hacia la avenida Rivera, estaban los Bojorge, la familia de Guillermo, un amigo con el que aún tengo relación. Su padre era el director del British School. Guillermo jugaba al rugby con los Old Boys, el equipo del British, clásicos adversarios de los Old Christian, quienes protagonizaron “la tragedia de los Andes”. El 13 de octubre de 1972, el avión que los transportaba a Santiago de Chile cayó en plena montaña. De aquel equipo solo sobrevieron 16 chicos, que fueron rescatados el 23 de diciembre del mismo año. Fue un regalo de Navidad para las familias que esperaban un milagro, especialmente para el famoso pintor Carlos Páez Vilaró, que jamás abandonó la búsqueda de su hijo. Después de más de dos meses, toda la prensa los daba por muertos. Pero no Páez Vilaró. Aún recuerdo el rostro de ese padre cuando se estrechó en un abrazo con su hijo rescatado.

      Pegado a mi casa había un club deportivo, el famoso “Club de bochas Campbell”, que tenía en el fondo un pequeño departamento cuyas paredes lindaban con el mío. Era una especie de “aguantadero” adonde iban a pernoctar ciertos delincuentes que la policía andaba buscando. Allí pasó la noche antes de que lo mataran el “célebre” Mincho Martincorena, un criminal que asoló Montevideo en aquellos años. Los vecinos decían, no sin cierta ironía rimada, que a “Martincorena lo dejaron que daba pena”. Como un colador.

      Justo enfrente del departamento vivía Amanda, la profesora de piano. No sé si era realmente fea o si mi frustración con aquel instrumento hacía que la viera fea. El recuerdo tiene a veces algo de apócrifo. Pero era buena y de infinita paciencia. Allí pasé las horas más torturadoras de mi infancia. Odiaba sus clases, que mi madre pagaba con sueldo de empleada doméstica. Mi madre decía que la educación era la única manera de salir de la pobreza, que para entonces, luego de que mi padre abandonara la casa, ya se había instalado sin fecha de desalojo. Ella compraba libros con mucho esfuerzo y sacrificio. Solía decirnos que un niño que lee es un adulto que piensa.

      Se me va el recuerdo al departamento 2, contiguo al mío, con el que compartíamos un corredor común que iba a dar a un patio a cielo abierto de unos cinco metros de largo por cuatro de ancho. Una especie de cuadrado, de tierra, y con muros de ladrillos de unos tres metros de altura que nos separaban de las casas vecinas. En ese espacio había un pino, que vi crecer. Siempre hacia arriba, elegante, buscando la luz del sol. La naturaleza esconde siempre un mensaje esperanzador. Y había lugar suficiente como para que mi madre criara algunas gallinas cuyos huevos aportaban lo suyo en la economía familiar. Pero no me voy a detener ahora en la familia que vivía en el departamento 2. Quiero contarte otra cosa.

       “Que estás en los cielos”

      En la pared posterior del departamento que daba al patio común, alguien había construido unos peldaños de hierro que hacían de escalera para subir a la azotea. Cuando la cosa se ponía fea en la “tierra”, yo subía aquellos escalones y me refugiaba en ese espacio de cielo abierto. Pasaba horas en la azotea del departamento mirando el cielo. En las tardes azules, surcadas por las nubes que parecían moverse de acuerdo a un curso prefijado, y especialmente en las noches de verano tachonadas de estrellas.

      La tierra es nuestro lugar en el universo. Es nuestro punto de apoyo y sostén. Todo lo que se mueve sobre este planeta tiene como referencia la tierra: así como el fluido del río depende del relieve de la tierra, que le da cauce y dirección, todos nuestros movimientos los podemos hacer gracias a la firmeza y el apoyo del suelo donde pisamos. Además, la tierra es nutricia. El Creador dispuso que de ella mane la vida (ver Gén. 3:17), y que a ella volvamos en la muerte, “porque polvo eres y al polvo volverás” (vers. 19).

      Pero a veces se comporta de un modo extraño: se mueve debajo de nuestros pies para aterrorizarnos. Y esto es válido tanto literal como metafóricamente. Los terremotos no solo se dan en la geografía física, sino también humana. Y entonces nos percatamos de que el suelo donde pisamos no era tan firme como creíamos.

      En esos días cuando la tierra “se movía” debajo de mis pies, yo acudía al cielo, ese lugar que jamás se mueve. La “tierra” solía moverse bajo mis pies cuando se intensificaba “la guerra de los sexos”, los conflictos entre mi madre y mi padre. Y el cielo era una gran vía de escape.

      El cielo es el fundamento último de la tierra: en su lejanía y lontananza infinitas nos envuelve, y sus astros “fijos” nos guían hacia la gloria del Creador. Así como los astros guiaron a los magos de Oriente camino a Belén, el cielo también te guía cuando “te pierdes” en la tierra. Así en el orden natural como en el orden espiritual. El cielo es un mapa. En los días de angustia, la azotea de mi casa era mi refugio. En ese momento, la tierra no era más que una nave que se movía en el espacio, y el cielo un “lugar” infinito y seguro.

      La Biblia dice que “los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1). La profundidad abismal de una noche tachonada de estrellas revela la infinitud en la que nuestro mundo pareciera perderse. En su profundidad, el cielo nos arranca del encierro de la limitada existencia humana, y nos permite a su vez liberarnos de la atadura de la ansiedad de la vida. Para captar la huella del Eterno. ¡Cuando la ansiedad y la angustia del diario vivir te ahoguen, contempla el cielo tachonado de estrellas! Volverás renovado a tu mundo cotidiano.

      Hay a su vez otra característica esencial del cielo: de él dimana el tiempo como dimensión dentro de la cual ocurre nuestro pasado, presente y futuro. Mientras la tierra es el dónde ocurren las cosas, el cielo determina cuándo ocurren estas cosas, pues de él provienen los ciclos que demarcan el curso del tiempo. Al cielo pertenecen el día y la noche, la luz y las tinieblas, y el curso de las estaciones y de los años. El movimiento de rotación de la Tierra sobre su propio eje determina el ciclo del día, y el movimiento de traslación de nuestro planeta en torno del sol determina el ciclo anual. De este modo, el cielo marca el tiempo de nuestra existencia, y consecuentemente señala nuestra finitud y condición de seres mortales.

       Los cielos de los cielos

      Pero el Padre celestial está más allá y más acá del cielo que yo veía desde la azotea. “Nuestro” cielo fue creado en la primera semana de la Creación (ver Gén. 1). El relato del Génesis de la semana de la Creación no incluyó el cielo en el que Dios ha morado desde la eternidad: “Jehová está en su santo templo; Jehová