Название | El poder invisible del volcán |
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Автор произведения | Nidia Ester Silva de Primucci |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789877983371 |
Satu se fijó en el muchacho. Tenía ojos como los de su padre y cabello tupido, entre amarillo y rojo. Era el cabello más brillante que Satu hubiera visto alguna vez, más brillante aun que las plumas de cualquier ave de la isla. ¿Cómo podía existir un cabello así, y cómo podría haberle crecido en la cabeza al muchacho? Seguramente usaba alguna poderosa medicina encantada para que fuera de ese color.
La niñita también tenía cabello claro, pero no tan brillante como el del muchacho. La madre de los niños llevaba la cabeza envuelta con una tela, así que Satu no podía saber si tenía cabello. El vestido que usaba le llegaba casi a los pies. Observando ese detalle fue como Satu descubrió que no tenía los pies descalzos como las mujeres de la isla. Ambos pies estaban enfundados dentro de unas cosas de extraña apariencia, negras y brillantes. Miró nuevamente los pies del hombre y pensó que no podían ser naturalmente negros y duros. También debían estar enfundados. Sin embargo, los niños estaban descalzos.
Mientras el maestro apilaba prolijamente sus bultos en la playa, Satu miró al cielo. Sabía que pronto iba a llover. Durante esa estación llovía todos los días a esa hora.
—Rápido, muchachos —ordenó el capitán a los hombres—. Pongan todas las cosas del maestro en la pila y luego tápenlas. ¿No ven que se viene la lluvia? Rápido, o se mojarán.
El hombre grande pareció entender lo que el capitán había dicho. Abrió uno de los bultos y sacó una enorme pieza de tela gruesa con la que cubrió las cajas. Luego aseguró con piedras las cuatro esquinas de la tela. Mientras todos corrían a refugiarse en el interior del barco, el maestro aguardó el primer embate del chaparrón. Levantó una de las esquinas de la tela gris y se agachó junto a las cajas.
Satu no se fue. No le importaba la lluvia, pues usaba un taparrabos hecho de fibras vegetales que se secaba fácilmente. La lluvia fresca le resbalaba por la piel, y a propósito levantaba su rostro hacia el cielo. Entonces vio que el hombre grande, tapado con la tela gris, le hacía señas para que se acercara. Invitaba a Satu a que se guareciera junto con él.
De pronto Satu sintió miedo. Sintió la espalda recorrida por escalofríos. Echó a correr hacia su casa en medio de la lluvia. Corrió con todas sus fuerzas y al llegar irrumpió en la choza de su padre, donde estaban terminando de servirse el desayuno.
—¿Dónde has estado? —le preguntó su madre—. Te llamamos varias veces. ¿Qué estuviste haciendo?
—¡Hay un barco! —jadeó Satu—. Un barco que ha llegado con gente extraña.
Se tiró en el piso cubierto de esteras junto a su padre, el jefe Meradin. Este dejó de comer un instante y miró a su hijo. Luego volvió a inclinarse sobre la hoja de banana que usaba como plato. Tomó firmemente un trozo de pescado.
—¿Cuánta gente extraña ha llegado? —preguntó.
—Un hombre grande, una mujer y dos niños.
—Si no son nada más que esos, podemos quedarnos tranquilos. Son pocos y podremos manejarlos fácilmente.
—Ahora come tu desayuno —y la madre le extendió a Satu un “plato” de hoja lleno de comida.
La lluvia golpeaba sordamente sobre el techo de paja. Bajo la choza, levantada sobre pilotes, los cerdos gruñían destempladamente y peleaban entre sí. Satu miró hacia afuera y vio que las palmeras se inclinaban ante el soplo recio del viento.
—El hombre está sentado en la playa bajo una gran tela que cubre todos sus bultos. Tiene una gran cantidad de cosas que ha traído.
—Cosas para vender —musitó el jefe mientras masticaba—. Mercaderías...
—No, no. Estoy seguro de que no se trataba de eso —dijo Satu al tiempo que terminaba de comer y arrugaba la hoja que le había servido de plato—. El capitán del barco fue muy cortés con el hombre, y uno de los marineros me dijo que era maestro y que quería quedarse a vivir aquí. ¿Qué es un maestro, papá?
Al oír esto el jefe dejó de comer y se pasó las manos por el pelo duro y motoso. Se puso de pie y miró hacia la playa, hacia el muelle.
—¿Un maestro?... ¿Un maestro? ¿Y quieren quedarse a vivir aquí?
—Así me lo dijo el marinero.
Satu se acercó a su padre, que estaba junto a la puerta. Trataron de mirar a través del tupido aguacero. La lluvia descendía como en tandas, y era imposible ver el desembarcadero.
—¿Dónde se quedarán? —preguntó Satu, y se quedó estudiando el rostro de su padre.
—Pienso que es mejor que yo vaya y vea este asunto —y diciendo esto se internó en la lluvia, seguido por Satu.
Habían andado la mitad del camino cuando pudieron distinguir el muelle. En ese momento la lluvia cesó súbitamente y los rayos del sol hirieron con fuerza la arena húmeda. Las nubes se fueron y el cielo recobró su azul intenso. Había concluido el aguacero cotidiano. Padre e hijo vieron que el capitán del barco había soltado amarras y se dirigía ya al mar abierto.
Cuando llegaron junto al grupo de la playa, el barco se hallaba fuera del alcance de la voz humana.
A pesar de la lluvia, unos cuantos aldeanos estaban en el lugar. El maestro abrió una de las cajas y distribuyó galletitas y terrones de azúcar a los presentes. Cuando vio al jefe Meradin le sonrió y le ofreció, como también a Satu, galletitas y azúcar. El hombre tenía una actitud amistosa, no había duda, y poseía una voz sonora y llena de tonalidades.
Satu se preguntó si el maestro sabría que su padre era el jefe de esa aldea. ¿Estaría enterado de que el gran pez tatuado en el pecho y esos aros vistosos hechos de dientes tallados podían usarlos sólo los jefes de las islas?
Sí, el maestro miró al jefe y luego se