Название | Impuestos y cambio cultural en Bogotá, 1992-2011 |
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Автор произведения | Paul Bromberg |
Жанр | Зарубежная деловая литература |
Серия | |
Издательство | Зарубежная деловая литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789587756982 |
Figura 8. Recordación de tributos, comparativo ciudades, 2
Figura 9. ¿A quién prefiere pagar tributos? Comparativo ciudades
Introducción
Entre 1990 y 2011, Bogotá experimentó una transformación. Así se manifestó en el nuevo imaginario que difundieron sobre ella los medios masivos y en el interés de académicos y gestores públicos de diversos rincones del mundo por analizarla. Este imaginario se respaldó en el mejoramiento de la calidad del espacio público, en la prestación de servicios que lo impactan (recolección de basuras, siembra y poda de árboles, parques, Transmilenio, señalización vial, etc.), y en la cobertura y la calidad de otros servicios, como los domiciliarios, la salud, la educación, el bienestar social, entre otros (Bromberg Zilberstein, 2005).
La gestión que ha producido estos cambios tiene, para el ciudadano común y corriente, un lado oculto que es crucial: parte de esos cambios es fiscalmente sostenible. No se ha respaldado únicamente en ingresos contingentes1, sino especialmente en un mejoramiento sustantivo y acumulativo de la estructura fiscal de la ciudad. Este mejoramiento se hizo posible porque actores políticos (alcaldes) lo promovieron y lo ejecutaron desde 1993 en adelante. Incluso el gobierno de Samuel Moreno, cuestionado por corrupción en los años posteriores, tiene un balance muy positivo en su gestión fiscal. A lo largo de este periodo un sistema político que renegó durante años del cobro de impuestos, tasas y contribuciones, pasó a una condición en la que proponer aumentar los ingresos fiscales de manera sostenida no equivale a la muerte política.
La ciudad parecía orientarse hacia la sostenibilidad política y fiscal, es decir, hacia una condición en la cual el sistema político se propondría y aprobaría proyectos viables, considerando sus competencias y los recursos con los cuales puede contar. Esta condición puede verse amenazada desde los dos flancos: uno, decisiones y programas que son políticamente difíciles de revertir pero generan obligaciones recurrentes cuando no crecientes, lo que parece haber ocurrido durante el periodo posterior a Samuel Moreno. En el otro flanco, el regreso a aquella condición que se vivió durante muchos años, cuando el cobro y el pago de tributos cayeron en descrédito. Siempre está presente el riesgo de que vuelva a imponerse una cultura política de rebelión frente a los tributos. De hecho, dos acontecimientos del año 2007, durante la administración del alcalde Luis Eduardo Garzón, prendieron las alarmas: 1) un grupo de empresarios consiguió que el alcalde revirtiera el proceso de actualización catastral; 2) ese año, además, el alcalde aplazó y puso en cuestión los cobros de la primera etapa de una contribución de valorización aprobada por el Concejo dos años antes. En buena hora, ambas crisis fueron superadas durante el periodo de Samuel Moreno. Sin embargo, las dos crisis llevan a preguntar qué tan consolidados son los logros en aceptación cultural de los impuestos, eso que se ha venido denominando cultura tributaria.
A partir de 1995, como un capítulo de las acciones de cultura ciudadana que caracterizaron al gobierno de Antanas Mockus (1995-1997), la Secretaría Distrital de Hacienda inició un programa de acciones y un estilo de comunicación que adoptaron ese nombre. Este programa ha tenido continuidades y discontinuidades a partir de su nacimiento, aunque las acciones y el sentido de lo que se hace bajo el nombre de cultura tributaria cambian de gobierno a gobierno. Los alcaldes y los secretarios de Hacienda subsiguientes han conservado parte del discurso del tema tributario que comenzó en ese momento en la ciudad, con la excepción del alcalde Garzón, a quien durante la campaña incluso se le oyó el viejo discurso antitributario que tanto daño le había hecho a la ciudad.
La transformación fiscal de Bogotá generalmente se mira desde el lado del mejoramiento en tarifas y procedimientos, así como de la capacidad técnica asociada al recaudo y al cobro. Como se narra en el texto, esta transformación no se logró sin sangre de político. Pero como ella coincidió en parte con ese programa sistemático llamado cultura ciudadana, que sugería la posibilidad de adelantar un cambio cultural para acercar la cultura a la ley, también cabe la pregunta sobre la incidencia que pudieron haber tenido –o que pueden tener–acciones de política en el campo de la cultura tributaria.
En el año 2009, la Secretaría Distrital de Hacienda me solicitó conceptuar sobre la pertinencia de mantener un proyecto de inversión bajo ese nombre, investigación que realicé bajo el paraguas institucional del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia en su línea de investigación en Gobierno Urbano. Este libro es la adaptación del informe correspondiente, que respondía la siguiente pregunta para el caso específico de la Secretaría Distrital de Hacienda en 2009: ¿Qué incidencia tiene un programa de cultura tributaria en la aceptación y el pago cumplido de los tributos por parte de los ciudadanos?
Los técnicos tienden a subvalorar los programas de esta naturaleza: los impuestos hay que cobrarlos y punto, y los ciudadanos los pagan por la amenaza de sanción. Los culturalistas sueñan con hacer todo por las buenas, hasta el punto de que todos deberíamos ir con alegría a consignar nuestros impuestos, aunque al cobrador de impuestos casi ni le importe.
Dada mi intervención pública durante el primer gobierno de Mockus, cuando tuve a mi cargo el manejo de muchas acciones del programa de cultura ciudadana (no el de cultura tributaria, por cierto), abordé el estudio con la expectativa de mostrar que la razón estaba del lado de los culturalistas. La conclusión resultante fue la contraria, para el caso de Bogotá 2009. Para ello tuve que revaluar las acciones de cultura tributaria. No hay pago de tributos sin que la oficina pública a cargo desempeñe sus funciones con seriedad, continuidad y dé la imagen de competencia técnica (por supuesto, es mejor que además de dar esa imagen, realmente la tenga). Pero los técnicos tampoco tienen toda la razón, y lo cierto es que la invocación exclusiva a “dura es la ley, pero es la ley” ayuda a forjar resistencias políticas, y tiene poco impacto en el compromiso más importante de gobierno bajo una democracia: todas las acciones en un régimen democrático deben contribuir a reforzar el Estado democrático de derecho. Por eso, en la democracia, el fin no justifica los medios. Por ende no basta con técnicos, ni con razón burocrática. Hacen falta razones, y muchas razones. Hace falta “creación de sentido”.
La pregunta es difícil de abordar. La respuesta, este libro, contiene lo que se podía hacer dado el tiempo y la información disponibles. Creo que logra superar el enfoque basado en los deseos o en una deliberación que desde la filosofía es poco fértil para orientar políticas públicas en serio, esto es: si el ser humano es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe o si la sociedad (léase Estado, más bien) domestica la naturaleza salvaje de ese ser humano.
En el primer capítulo se aclaran los significados del término cultura tributaria. Allí se señala que la cultura tributaria puede entenderse como: a) una de las dimensiones de la cultura política de una sociedad, “el universo de representaciones sobre los impuestos y sus relaciones con el compromiso individual y la acción pública” (Rivera y Sojo, 2002, p. 458 ); b) un conjunto de acciones que se diseñan con el fin de mejorar la disposición de un sistema político a aceptar voluntariamente la carga y los procedimientos de impuestos, tasas y contribuciones; c) una definición ostensiva: el conjunto de acciones contempladas en los proyectos de inversión que han sido ejecutados bajo ese nombre a partir de 1995. Adopto la definición b debido al compromiso contractual con la Secretaría.
En el segundo capítulo se construyen varios modelos para responder a la pregunta “¿por qué los ciudadanos pagan impuestos?”, a partir de complejizar una imagen simplificada de una sociedad tomando decisiones, el modelo liberal ideal básico:
Una comunidad que alcanza a generar excedentes y que, en cambio de apropiarlos todos privadamente, decide imponerse tributos proporcionales a la riqueza de cada cual, y con ellos organiza su seguridad, su salud, su educación, se dota de servicios públicos y construye las obras que lubrican el crecimiento de su riqueza (Kalmanovitz, 2001, p. 261).
El proceso permite precisiones importantes para abordar la pregunta: 1. “La gente” es un concepto muy grande; supone comunidades homogéneas que no existen. Dividiendo el grupo en gorrones, dispuestos pero prácticos y kantianos se llega a un modelo mucho más fiel a la realidad que la supuesta comunidad