El cielo de los animales. David James Poissant

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Название El cielo de los animales
Автор произведения David James Poissant
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789876286077



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de adentro. Hay moscas y jejenes por todas partes. Algunos entran volando por la boca abierta y aterrizan en los dientes del caimán. Otros hormiguean en las llagas abiertas que tiene en el lomo.

      –¿Qué carajo hace aquí este bicho? –pregunta Cam.

      –Red era el Hombre Lagarto –digo–, aparentemente.

      Miramos al caimán. El caimán nos mira. Calibro la jaula y me pregunto si podrá darse vuelta de golpe.

      –Parece aburrido –dice Cam.

      Y es verdad. El caimán parece aburrido y enfermo. Cierra las fauces y sus ojos abiertos son lo único que me recuerda que está vivo.

      –No podemos dejarlo aquí –dice Cam.

      –Tendríamos que llamar a alguien –digo.

      ¿Pero a quién llamar? ¿Al gobierno? ¿A la protectora de animales?

      –No –dice Cam–. Lo matarían.

      Cam tiene razón. Ya lo vi más de una vez en el noticiero. Un tarado cría un caimán. El caimán se escapa. Le han dado de comer en la boca y no le tiene miedo a los seres humanos. La noticia siempre termina de la misma manera: lamentablemente hubo que eliminar al caimán.

      –No veo que tengamos otra opción –digo.

      –Tenemos la camioneta –dice Cam.

      Mi boca dice que no pero mis ojos deben estar diciendo que sí, porque antes de que me dé cuenta de lo que ocurre, estamos examinando la caja de la camioneta. Cam mide el ancho con los brazos abiertos.

      –No funcionará –digo.

      Cam me ignora. Saca una lona azul del asiento de atrás y la desenrolla sobre el suelo, al lado de la camioneta.

      –No va a entrar –digo.

      –Sí que va a entrar. Apretado, pero va a entrar.

      –Cam –digo–. Un momento. Espera un poco.

      Cam se apoya contra la camioneta. Me mira a los ojos.

      –Supongamos que conseguimos sacar al caimán de la jaula y subirlo a la camioneta. Supongamos que logramos hacerlo sin perder ni un solo dedo. ¿A dónde lo llevamos? Quiero decir, ¿qué mierda vamos a hacer, Cam? ¿Qué mierda vas a hacer con dos metros de caimán vivito y coleando? ¿Y el televisor? Pensé que querías llevarte el televisor.

      –Carajo –dice Cam–. Me olvidé del televisor.

      Miramos la camioneta. Levanto la vista. El cielo pasó del azul brillante al azul claro y el sol desapareció tras un manto de nubes. En el suelo, una esquina de la lona flamea con la brisa, guiñando una arandela dorada.

      Cam baja la cabeza, como con pesar.

      –Tal vez podamos poner el televisor en un rincón de la caja –dice.

      –Cam –digo–. Podemos llevarnos el caimán o podemos llevarnos el televisor, pero no las dos cosas.

      * * *

      –Lo más difícil será atarle el hocico con cable –decide Cam.

      –Todo será difícil –digo, pero Cam no está escuchando.

      Encuentra un bife de costilla en la heladera de Red. Está podrido, pero al caimán no parece importarle. Cam pone el bife cerca de la jaula y el caimán sale de la pileta anadeando. Apoya sus orificios nasales contra el alambre tejido. El olor rancio del caimán y el hedor a carne putrefacta me revuelven el estómago y tengo arcadas.

      –Si vomitas, te mato –dice Cam.

      Hemos arrasado el garaje de Red. A nuestros pies, tenazas, un rollo de cable, cinta de embalar, un pedazo de soga, otro de cuerda elástica, una docena de postes de madera, mi lona y, sin que yo sepa muy bien por qué, una motosierra.

      –Para protección –dice Cam, empujando la vieja motosierra con el pie.

      La cadena está oxidada y cuelga separada de la hoja. Imagino a Cam haciéndola funcionar, la cadena crujiendo, volando, aterrizando lejos en el pastizal. Intento imaginar la lucha entre el hombre y la bestia, Cam aplastado bajo doscientos cincuenta kilos de caimán, la cabeza de Cam en la boca del caimán, Cam arrastrado en círculos por el patio, un entrevero de extremidades y gemidos. En todas las escenas la motosierra no sirve absolutamente para nada.

      Cam tiene las manos enfundadas en agarraderas para horno, situación que aceptó a regañadientes cuando los guantes de box que encontró, si bien ofrecían mayor protección, no aportaban la habilidad de agarrar, levantar o sostener.

      –Es una estupidez –digo–. ¿Realmente vamos a hacer esto?

      –Ya lo estamos haciendo –dice Cam. Aleja una mosca de su cara con la mano enguantada.

      La cerca de alambre tejido cruje. Nos damos vuelta y vemos al caimán empujándola con el hocico. Resopla. Mira el bife de costilla, abre y cierra las fauces. Es sorprendentemente grande.

      Cam estacionó la camioneta en el patio trasero. Se quita los guantes. Abre la caja dejando a la vista el fondo ancho y desnudo y empezamos a clavar los postes en ángulo desde el pasto hasta la puerta rebatible. Colocamos encima los tablones y Cam los sujeta entre sí con las cuerdas elásticas. Las tablas son largas, miden casi un metro: la física está de nuestro lado. Tendríamos que poder arrastrar a la gran bestia rampa arriba.

      Volvemos a prestarle atención al caimán, que ahora intenta embestir contra el alambre tejido, salvo que no tiene capacidad de maniobra ni cómo tomar velocidad. Por encima de su cabeza, a la altura de las rodillas, hay una compuerta de alambre del tamaño de un puño cerrado con un candado con combinación. Con cada embestida del caimán, el candado salta y golpea contra la compuerta. Con cada embestida yo también salto.

      –No puede salir –dice Cam. Y agarra las tenazas.

      –Imposible saberlo –digo.

      –Si pudiera, ¿no te parece que ya lo habría hecho?

      Cam mete la tenaza en el grillete del candado, dobla las rodillas y se agacha. Aprieta con fuerza y su cara se pone roja. Gruñe, se oye un chasquido y el candado cae al suelo seguido por un movimiento rápido. Cam aúlla y cae. Las fauces abiertas del caimán asoman a medias por el agujero. Lo único que veo son dientes.

      –¡Hijo de puta! –grita Cam.

      –¿Estás bien? –digo.

      Cam levanta las manos y mueve los diez dedos.

      –Estoy bien –dice Cam–. Estoy bien

      Levanta el bife de costilla y se lo arroja al caimán. La carne aterriza sobre el hocico de la bestia, queda allí colgando, y luego se desliza por un costado.

      –No es un perro –digo–. No lo va a agarrar en el aire.

      Cam vuelve a ponerse los guantes y lentamente agarra la carne que está sobre el pasto a menos de un metro de distancia de los dientes. De pronto la jaula parece menos sólida, no parece un lugar del que el lagarto jamás podría escapar.

      La jaula se sacude, pero esta vez es por el viento que se ha levantado. Me pregunto si habrá tormenta en St. Petersburg. Cam tendría que estar en su casa con Bobby y estoy a punto de decírselo. Pero tiene la mirada fija. Está absolutamente decidido a hacer lo que estamos haciendo.

      –Voy a meterle la carne en la boca y, cuando lo haga, quiero que le envuelvas las fauces con cinta de embalar –dice Cam.

      –De ninguna manera –digo–. No pienso poner mi mano al alcance de ese monstruo.

      Y entonces ocurre esto: mi hijo aparece en mi memoria y en mis pensamientos, el brazo colgando laxo desde el codo. La enfermera pregunta qué pasó y él levanta la vista, dispuesto a mentir por mí. Hay algo hermoso en la pausa entre esa pregunta y la siguiente. Luego siento la mano del oficial sobre mi hombro y escucho: “¿Podría acompañarme afuera, por favor?”. Oh, lo escuché más de