Название | El cielo de los animales |
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Автор произведения | David James Poissant |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876286077 |
–No sé dónde carajo estamos –dice Cam.
Avanzamos un poco más. Pienso en Bobby solo en la casa, pienso que Cam le dio seis VHS antes de irnos.
–Cuando termines de mirarlos todos –dijo– nosotros ya estaremos de vuelta.
Después puso la primera película, una de Disney, y nos fuimos.
–Estará bien –dijo Cam–. Ni siquiera se dará cuenta de que nos fuimos.
–Podríamos traerlo con nosotros –dije. Pero Cam se negó.
–No sabemos con qué nos vamos a encontrar –dijo.
Unos kilómetros más adelante vemos a una niña parada a un costado del camino. Cam detiene la camioneta y baja el vidrio de la ventanilla. La niña da un paso adelante. Mira por encima de su hombro, después nos mira. Está descalza y tiene la cara manchada de tierra. Lleva puesto un vestido marrón y un moño verde en el pelo. Tiene una soga enroscada en la muñeca y en la punta de la soga flota un globo azul.
–Hola –dice Cam. Asoma la cabeza por la ventanilla con la mano extendida, pero la niña no la estrecha. Se queda mirando los brazos de Cam, los dragones enroscados. Retrocede.
–La estás asustando –digo.
Cam frunce el ceño, pero vuelve a meter la cabeza en la cabina y apoya las manos en el volante. Le sonríe a la niña con su sonrisa más cariñosa.
–¿Puedes decirnos cómo llegar a Cherry Road? –dice.
–Sí –dice la niña. Levanta el brazo y el globo flamea con el movimiento. –Es por allá –dice. Y señala en la dirección de donde vinimos.
–¿Está muy lejos? –pregunta Cam.
–No es el próximo camino sino el siguiente. Es un callejón sin salida. Hay una sola casa.
Sacude la muñeca y el globo le golpea el puño.
Cam le muestra la caja de cereales.
–Es ahí –dice.
–Ah –dice la niña. Y se queda callada un instante–. Van a visitar al Hombre Lagarto. Yo lo vi. Lo vi una sola vez.
Cam me mira. Yo me encojo de hombros. Los dos miramos a la niña.
–Bueno, gracias –dice Cam. La niña le pega un tirón al globo. Cam da una vuelta en U y la niña nos dice adiós con la mano.
–Linda niña –digo.
Ponemos rumbo a Cherry.
–Maldito monstruito –dice Cam.
* * *
La casa está oculta por los pinos y el jardín plagado de malezas altas hasta las rodillas. Huellas de neumáticos indican la entrada. Flamencos de plástico motean el jardín, los picos curvos asomando entre el pasto crecido, las patas de alambre oxidado, los cuerpos de un rosa pálido.
El techo de la casa está cubierto de agujas de pino y hay pilas de tejas donde alguien dejó un parche a medio hacer. El piso del porche está hundido y la baranda podrida, los tablones flojos. Clavo la uña en la madera blanda y entra sin dificultad.
Nuestra misión no es clara. No hay cadáver que identificar ni papeles que firmar. No hay nada que heredar y no habrá funeral. Pero yo sé por qué estamos aquí. Es la única manera que tiene Cam de despedirse.
La puerta del frente está cerrada con llave pero bastan dos patadas para hacerla ceder.
–Aquí –dice Cam. Toca la madera unos centímetros por debajo de la cerradura antes de romper la puerta con el taco de la bota.
Adentro, la casa espera el regreso de su dueño. La luz del vestíbulo está encendida. El extractor de aire hace temblar la ventana sobre la pileta de la cocina. El empapelado sepia de las alacenas cuelga curvado como corteza de abeto, dejando a la vista finos rastros de pegamento amarillo.
Escuchamos voces. Cam me apoya una mano en el pecho y se lleva el índice a los labios. Se manotea la cintura buscando un revólver que no existe. Ninguno de los dos se mueve durante un minuto entero, y después Cam suelta una carcajada.
–Carajo –dice–. Es un televisor –ulula. Se pasa la mano por el cabello–. Casi me cago encima del susto.
Entramos a la habitación principal. También está despatarrada, las pantallas de las lámparas cubiertas por una gruesa capa de polvo, la mesa ratona bajo un mar de periódicos y cartas sin abrir. Hay un sillón viejo de aspecto siniestro, los brazos sostenidos en su lugar con cinta de embalar. Un resorte asoma desde el almohadón, bañado en tétanos.
La excepción es el televisor. Hermoso. Setenta y dos pulgadas de gloriosa pantalla.
–Mira esa imagen –digo. Cam y yo retrocedemos para mirarla. El televisor está sintonizado en el Canal Militar, una de las tantas extravagancias del cable. Bombarderos B-24 cruzan el cielo blanco y negro, las hélices tienen el tamaño de mi cabeza. Sobre los parlantes hay una botella de Windex y un repasador mugriento junto con varios controles remotos de muchos botones. Cam agarra uno, lo examina, aprieta un botón y el sonido sube. El zumbido de los motores de los aviones y el fuego cruzado invade la habitación de un parlante a otro. Pego un salto. Cam esboza una sonrisa burlona.
–Nos lo llevamos –dice–. Nos llevamos esta mierda.
Aprieta otro botón y la imagen se reduce a un único punto blanco en el centro de la pantalla. El punto se desvanece y muere.
–¡No! –dice Cam–. ¡No!
–¿Qué hiciste? –digo.
–No sé. ¡No sé!
Cam sacude el control remoto, agarra otro, presiona más botones, agarra un tercero, toca todos los botones. El televisor zumba y rezumba y la imagen vuelve a la vida.
–Ahhhh –dice Cam.
Nos sentamos en el sillón, esquivando el resorte. Vemos asoladas las playas de Normandía, vemos cómo arrojan dos bombas y se gana la guerra. Estamos a mitad de camino de Vietnam cuando Cam anuncia: “Voy a revisar su cuarto”. No es una invitación.
Cam desaparece durante media hora. Cuando regresa tiene un aspecto terrible. Está mortalmente pálido y tiene los ojos enrojecidos. Trae una caja de zapatos bajo el brazo. No le pregunto nada y él tampoco dice nada.
–Carguemos el televisor y vayámonos de aquí –dice–. Voy a buscar la camioneta.
Oigo abrirse y cerrarse la puerta de vidrio a mis espaldas. Escucho algo parecido a un grito. Después, la puerta vuelve a abrirse. Me doy vuelta y veo a Cam. Si antes tenía mal aspecto, ahora da miedo.
–¿Qué pasa? –digo.
–Es enorme –dice Cam–. En el patio de atrás.
–¿Qué? ¿Qué es enorme en el patio de atrás?
–Gran. Puto. Caimán.
* * *
Es un gran puto caimán. Yo he visto caimanes antes, en el cine, en el zoológico, pero nunca tan grandes y nunca tan de cerca. Nos quedamos mirándolo. No sabemos si es macho, pero decidimos que lo es. Es enorme. Es una locura.
También es la cosa más triste que vi en mi vida. En el patio de atrás hay una jaula improvisada, un óvalo de alambre tejido con techo de gallinero. Adentro, el caimán chapalea en una vieja pileta de plástico para niños. El plástico de la pileta está resquebrajado por el peso del caimán. Con medio cuerpo llena la pileta, el vientre hundido en unos pocos centímetros de agua marrón espesa, las patas colgando a los costados. La cola, del tamaño de un hombre, sigue la curva