Название | El vendedor de pájaros |
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Автор произведения | Robert Brasillach |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789873736438 |
Durante mucho tiempo, Marie Lepetitcorps ignoró todo esto. Más tarde, cuando la maestra se lo contó, no le dio ninguna importancia. Para ella, el tío Arsène era un buenazo, no muy charlatán, pero dulce con ella, y que le golpeteaba las mejillas diciéndole: “¡Vamos, mi cielo!”. Ese “vamos, mi cielo” del tío Arsène representaba sin duda la forma más extrema de ternura. Claramente, la niña lo entendía de esa forma. Se colgaba de las piernas de su tío lanzando grandes gritos de alegría.
El año en el que tío Arsène murió, Marie ya tenía diez años. Es decir que ya no era feliz desde hacía mucho tiempo.
El pequeño bebé que jugaba con ella cuando era niña, en esa imagen de la vida feliz que, a veces, se le aparecía, estaba muerto, tras haber sido llevado, poco después de dejar atrás su segundo año, por una enfermedad misteriosa en veinticuatro horas. La madre había sentido un dolor muy fuerte. Dos meses después, había dado a luz a un niño que solo vivió ocho días y, al año siguiente, cuando nació una niña, comenzó a morirse de angustia, ya no durmió, no le habló más a nadie, loca de preocupación por la idea de que su última hija también pudiera desaparecer. Era una niña muy sabia; el mismo día en el que cumplió un año, y sin que se supiera por qué, murió.
La señora Lepetitcorps no lloró, siguió el cortejo fúnebre sin pronunciar una palabra. Pero por la noche, como Marie lloraba desconsoladamente el recuerdo de su hermanita, pareció despertarse de una pesadilla, abofeteó a su hija y la envió a acostarse sin cenar.
A partir de ese momento, la vida de la pequeña Marie cambió. Su madre no la maltrataba casi nunca o ya no como sus padres maltrataban a las otras niñas del campo. Pero se notaba perfectamente que ella la detestaba y que la hacía, inexplicablemente, responsable de la muerte de sus pequeños. Cuando le hablaba, lo hacía con su voz seca y alta, la voz de la que se servía para hablar con los vagabundos y con los mendigos. Durante un tiempo, el tío Arsène había intentado consolar a la niña. Luego, declinó por temor a las duras miradas que le arrojaba su sobrina.
De vez en cuando, la señora Lepetitcorps tomaba la decisión de no dirigirle la palabra a su hija. Esto podía durar dos o tres meses. Durante todo ese tiempo, e incluso para dar órdenes a Marie, no le hablaba: le pedía al padre, o a un sirviente, que le comunicara sus voluntades a la niña. Cuando esta elevaba la voz, la miraba sin verla, como si fuera de vidrio. Y la pequeña, levantando los puntiagudos hombros bajo una magra pañoleta, corría a darle de comer a las gallinas o a cargar los baldes de agua demasiado pesados.
Al llevar esa vida, se había vuelto bastante secreta y muy orgullosa. El cura se lo había dicho y también la maestra, que no la quería mucho porque no la respetaba. Sin embargo, logró alcanzar con dificultad su certificado de estudios y volvió de la capital del departamento con un gran orgullo. Su padre masculló algunas palabras indistintas, en las que ella no pudo advertir que ese hombre taciturno debía estar, sin querer confesarlo, muy satisfecho. Pero la madre se encontraba en la época en que no le hablaba a su hija. Sin dejar de revolver una cacerola sobre el fuego, declaró entonces a la pared, sin mirar a Marie:
—No es eso lo que le dará de comer.
Por más habituada que estuviera a la rudeza, la pequeña Marie se largó a llorar desconsoladamente.
A los dieciséis años, no se había vuelto más linda y sus padres no la trataban con más contemplaciones. Trabajaba mucho. Cuando estaba enternecido por la bebida, lo que sucedía al menos todos los sábados, el padre Lepetitcorps reconocía con mucho gusto (pero jamás en su presencia) que ella valía dos sirvientes vigorosos.
Ella tenía pocas amigas. Sin embargo, iba al baile, cuando era la fiesta regional. Su madre no se oponía a esto, pero tampoco nunca se lo había autorizado formalmente. No se hablaba de eso y eso es todo. Los bailes de esas regiones no se parecen a las fiestas del Midi: son tristes y siempre tienen lugar en un local cubierto, en el Mercado Central, en una granja o en un hangar, lleno de corrientes de aire o recalentado. Allí uno se asfixia, y el aire huele a vino, a aperitivos baratos y a sudor. Las muchachas sin gracia, cuyas extremidades rollizas estiran las polleras de velo rosa, se sacuden con gritos agudos del brazo de muchachos con gorra. El conjunto es triste y de una singular fealdad.
En esas sesiones, bastante raras, Marie encontraba un placer animal. Se distendía un poco y, como pese a todo era la hija de un granjero conocido —y la única hija—, encontraba unos “atrevidos” que la hacían bailar e incluso le ofrecían de beber. Tres o cuatro veces, fue invitada a bodas, a esas bodas de campo que duran dos días, con comidas interminables y diversiones dudosas. Naturalmente, intentaron en diversas ocasiones faltarle el respeto. Ella no se dejó, no por virtud, sino a causa de una feroz repugnancia y de un súbito temor que la hacían temblar de pies a cabeza y le cerraban la garganta de una extraña manera. El muchacho que la mayoría de las veces probaba suerte por medio de la educación, cuando estaba alegre luego de la comida, y que las parejas, como es la moda, se apartan hacia la ruta o en el establo, no insistía y llevaba a la recalcitrante al salón de baile.
Como era hija única, su matrimonio habría planteado cuestiones muy serias. En casos análogos, el yerno deviene, en general, una especie de sirviente de sus suegros. De esta manera, espera la herencia, de la que apura su llegada, no por medio de verdaderos asesinatos, sino por la negligencia o por el olvido de prescripciones médicas y, principalmente, de las que conciernen a la naturaleza y a la cantidad de alimentos. Cada región tiene sus costumbres, que son respetables. Pero, como los padres no se interesaban en Marie, no habían previsto nada respecto de ese asunto. El padre Lepetitcorps había sido, desde hacía tiempo, reducido a una especie de esclavitud quejosa, que satisfacía su pereza natural, evitándole pensar en lo que fuera. En cuanto a ella, era evidente que hubiera preferido cortarse las venas que mirar a su hija. Continuaba ocupándose de su granja y de la explotación, con una severidad muy hábil, pero para su satisfacción personal y por costumbre. Porque le daba lo mismo dejarle a su única heredera más o menos dinero y experimentaba incluso una sorda irritación. Por eso, se negaba enérgicamente a comprar la granja, como le habían propuesto varias veces: tal vez, esperaba que una fortuna vagabunda corriera más chances de desaparecer y de escapar a su hija. Lo que no le impedía seguir muy atentamente los consejos del notario de Sens, que ella iba a ver casi todos los trimestres.
Cuando su hija hubo pasado los veintidós años, declaró con un tono sin réplica que había que casarla. Lepetitcorps, que no era un mal hombre, por primera vez, intentó levantar la voz y quiso que una hija única no se casara al azar con el primero que apareciera. Fue una hermosa escena, donde no podía llevar la delantera. Marie comprendía muy bien que su madre quería deshacerse de ella lo más rápido posible y que nadie resistiría a ese deseo. La madre Lepetitcorps anunció que ya había comenzado los trámites y que un primo lejano, un tal Joseph Lepetitcorps, sobrino de los Poyet, los fabricantes de galette, estaría dispuesto a casarse con Marie con una dote extremadamente reducida. Dejó entender que este no estaba en buen estado de salud, que sin duda tenía una enfermedad grave y que no resistiría mucho. Por otro lado, tenía un almacén muy pequeño en París. Los viajes eran complicados y caros, y era poco probable que Marie pudiera venir a ver a su familia con frecuencia.