Название | El vendedor de pájaros |
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Автор произведения | Robert Brasillach |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789873736438 |
Desde hacía mucho tiempo e incluso antes de vivir en la Ciudad Universitaria, a Isabelle le había gustado ese barrio de París, por lo general desértico, con sus amplias avenidas, sus vías férreas, sus residencias burguesas y sus jardincitos de las afueras. Como muchos otros, lo había descubierto una tarde en la que se sentía un poco triste. Esos días eran para ella días de paseo y de azar, y más tarde, en un plano de París, encontraba sus penas del pasado, tan dulces ahora, circunscritas a algún distrito excéntrico, delicadamente rodeadas con una línea malva o azul, por geografías inconscientes y sentimentales.
De esta manera, se acordaba de haber paseado su fastidio, el día en el que había reprobado en la certificación de Griego, en las calles judías que están detrás del Ayuntamiento y que todavía deben conservar algunos fragmentos de aoristos, algunos restos de Tucídides. El día en el que su mejor y más cruel amiga la había abandonado, había partido para La Villette y el canal Saint-Martin, cubriendo en su periplo de desolación una zona de París más vasta en una tarde que en todo el año.
En ocasiones, en esas calles desconocidas, se detenía y hablaba con el panadero, con el niño caído en el arroyo, con los cardadores de colchones y con las tejedoras. Sabía hablar, encontrándose de inmediato al nivel de los que abordaba y capaz de interpelar con la misma calma al ángel disfrazado o al ropavejero. Por prudencia, no se acercaba en absoluto a las chicas, pero lo lamentaba: le habían dicho que eran violentas, susceptibles. Todavía tímida, sin embargo, se decía: tal vez es a mí a quien esperan para reconciliarse con el universo.
De esta manera, se hizo amigos, una vendedora de diarios en Montmartre, una paseadora de hermosos sloughis en Auteuil, un millonario argentino, el último sin duda, en Passy, unas vendedoras de mejillones en los Gobelins. No hablo de amigos más fieles, como la anciana rusa que lleva violetas en los restaurantes de la calle Le Goff y de la calle Royer-Collard, o esa niña inocente que vende Le Montparnasse en los cafés, a veces, los días de miseria y hasta en los comedores de las escuelas.
Entre esos amigos —para los más afortunados, ella ignoraba hasta los nombres de estos—, a ella le gustaba acordarse, ante todo, de los momentos de necesidad, de horticultores y de floristas de la calle D’Alésia. Los había conocido un día en el que estaba verdaderamente abandonada por la suerte. A la mañana había roto una cigüeña de vidrio que le servía de fetiche; su amigo Daniel, que debía llevarla la noche anterior al cine, la había dejado esperar sola una hora en un café y le había enviado, finalmente, unas palabras por el más imbécil de sus compañeros de la Sorbona; la amiga que venía a ver a la Ciudad Universitaria para pedirle ayuda no estaba allí. Isabelle era traicionada. Fue entonces que los vendedores de la calle D’Alésia habían comprendido. Le habían gritado sus verduras y sus flores, no para que ellas las comprara, sino como declaraciones de amistad. “¡Manzana!”, decía uno. “¡Naranja!”, exclamaba otro. Y aquel: “¡Rosa! ¡Violeta! ¡Flor fresca!”. E Isabelle sentía tan claramente, como si lo hubiera visto escrito, que no había s en todos esos sustantivos que se dirigían a ella. No había ni siquiera en los que gritaban “¡Coliflor!” o “¡Zanahoria!” alguno que no expresara ingenuamente su afecto y su deseo de consolarla. Pronto, además, esas declaraciones anónimas no habían sido suficientes y, de cada pequeño coche, una fruta, una flor habían sido tendidas a Isabelle, lapidada bajo los homenajes de amistad. Se le había pedido volver, mientras que uno deslizaba un huevo fresco en el bolsillo derecho de su impermeable y un cangrejo de río en el bolsillo izquierdo. Había tenido un atado de perejil para su revés, un ramo de violetas para su canesú, una naranja en su bolsa, una banana para comer de inmediato. Y cada uno gritaba mirando sus orejas: “¡Qué pena no estar en la estación de las cerezas!”. Una mujer rolliza empujaba hacia ella su carreta como un carro, le pidió elegir como si le hubiera ofrecido joyas sin nombre y le dijo:
—Cuando quieras volver, mi pequeña, solo tendrás que preguntar dónde estoy. Yo soy Alexandrine, llamada Sandrine, y he cantado en la Opéra-Comique.
Cuando ella volvió a su casa, colmada, Daniel la esperaba para hacerse perdonar, con una cigüeña de vidrio parecida a la primera, y su amiga lo invitaba a venir a verla.
Por lo tanto, un poco más tarde, ella había recibido con alegría la idea de ir a vivir a Montsouris. De vez en cuando, salía a pie para la Sorbona, de manera tal de encontrar a Alexandrine y decirle buen día. Y pronto había aparecido en su universo el vendedor de pájaros. Ella se hacía esa idea, poco a poco, de que el barrio había recibido una bendición especial y de que uno había enterrado, al pie del primer árbol plantado del parque (con la ceremonia conveniente, la Marsellesa, el Consejo municipal y el representante del presidente de la República o del emperador), que uno había enterrado un poco de tierra del paraíso. Ella no sabía que esa tierra la encontraría, sin duda, por todos lados por donde fuera.
Mientras que Isabelle volvía a subir hacia las Residencias Universitarias, su amigo el vendedor de pájaros bajaba los caminos en pendiente del Parc Montsouris y dejaba a lo largo de su paso una gran estela de admiración. Los niños, sobre todo, le seguían el rastro, los ojos fijos en las jaulas milagrosas, el dedo en la boca y sin ver las piedras y las temibles trampas dispuestas, alrededor del césped, para las rodillas. Si las cotorras, como lo hacen a veces, lanzaban un gritito, a ellos ya no les importaba: se precipitaban hacia sus madres, mostrando de la mano al hombre maravilloso, y lloraban, porque las maravillas hacen llorar a los niños. Sin ver las catástrofes que sembraba al pasar, continuaba su ruta, un poco preocupado, porque pensaba en el precio de los alimentos o porque por la noche refrescaba.
Nunca se detenía, y uno puede suponer que apenas se interesaba por los niños. Pero jamás sabremos lo que nos depara el futuro, y el vendedor de pájaros, que tenía el aspecto, sin embargo, de un viejo brujo, no lo sabía más que nosotros. Esa noche había sido una noche más como todas las otras, y había dejado a Isabelle a la misma hora. Y, no obstante, esa noche no era como todas las otras, y se podría arriesgar a decir que muchas cosas fueron cambiadas en su vida, simplemente porque caminaba más preocupado que de costumbre y que no había visto algún obstáculo que se levantara frente a él. Tropezó, casi pierde el equilibrio, arrojó un vistazo angustiado sobre sus jaulas. Las cotorras tenían ese aspecto extremadamente desconcertado que adoptan las personas importantes ante quien se ha dejado escapar un gesto incongruente. Murmuró algunas palabras y vio a un niño al lado suyo.
Ese desafortunado niño llevaba una gorra mucho más grande que le tapaba las orejas y casi los ojos. Su pantalón, claramente hecho para un hermano mayor, subía hasta las axilas: pero, por el contrario, le cubría los tobillos. Una pequeña chaqueta corta, prendida por un solo botón cerca del cuello, completaba esa vestimenta extraña. Vestido de esa manera, sin embargo, parecía seguro en su compostura y en sus dichos y, echando hacia atrás su gorra, le mostró al vendedor de pájaros gordas mejillas bien frías, esas mejillas sorprendentes y paradójicas de niño parisino y grandes ojos negros un poco burlones. Al mismo tiempo, señalaba las jaulas con el dedo.
—¿Es suyo eso?
—¿De quién quieres que sea? —gruñó el anciano.
—De otros, ¡por supuesto! Hay gente que roba, usted sabe. También hay otros que pasean animales. Conozco un viejo que pasea perros. Todos los días. ¿Por qué usted no pasearía pájaros?
El viejo se echó a reír, enternecido por esa idea descabellada.
—No se pasean los pájaros.
—¿Por qué?
—No sé.
El niño levantó los hombros, como si esa falta de lógica lo irritara profundamente. Luego, soltó:
—Los pasea bien, usted.
Vuelto humilde, el vendedor de pájaros no supo qué responder.
—En todo caso, no están mal —retomó el niño—. Me pregunto cómo hace para no volcar el agua de su bañera, al pasearse de esa manera.