Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini

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Название Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri
Автор произведения Franco Nembrini
Жанр Языкознание
Серия Digital
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418746086



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queda, en contraposición con «lo eterno» que es el alma): lo hace rodar, lo arrastra de acá para allá, hasta que termina sepultado en el fondo del río Arno; y esta es la razón por la que no se encontró su cuerpo (vv. 109-129). Pero es un consuelo muy pobre, ya que el alma está a salvo y, al final, Dios rescatará también su cuerpo.

      Sorprende el paralelismo entre el relato de Bonconte y el de su padre Guido, al que Dante encuentra en el canto XXVII del Infierno. En ambos casos, Dante sitúa en escena la llegada del diablo que quiere llevarse el alma del muerto. Allí el diablo venció porque, aun reconociendo sus pecados, Guido no se había arrepentido de verdad; aquí se queda con las manos vacías porque el arrepentimiento de Bonconte, aunque tardío, es sincero.

      Al final, casi para recuperar el aliento tras las horripilantes imágenes de la destrucción del cuerpo de Bonconte, Dante cierra con los dulcísimos tercetos de Pía de Tolomei, que resume su historia con versos que son un alarde de ternura (vv. 133-136):

      […] acuérdate de mí. Soy Pía. Siena me hizo y las marismas me deshicieron. Bien lo sabe aquel que, siendo ya viuda, me desposó poniéndome su anillo.

      La mató su marido, arrojándola desde una torre para casarse con su amante. La buena Pía tendría todos los motivos para arremeter contra él, y sin embargo no le recrimina nada. Una vida entera recogida en un único verso —«Siena me hizo y las marismas me deshicieron»— esboza la muerte en una pincelada —«bien lo sabe aquel» (obviamente su marido)— y, por lo demás, solo queda el recuerdo del bien: el anillo, el amor. Es el milagro que obra el perdón: consigue borrar el mal —«piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío» hemos citado—2 y conserva únicamente el bien.

      Por tanto, no es casualidad que Dante sitúe a Pía precisamente en el canto V, al igual que situaba a Francesca en el canto V del Infierno. Pía —parece sugerir— es la antítesis de Francesca: esta no se arrepintió, permanece ligada por toda la eternidad al mal que la perdió y maldice a su asesino, mientras que Pía lo ha superado, lo ha vencido, quedándose solo con el bien.

      Antes de proseguir el viaje en compañía de Dante, quiero detenerme en este pasaje tan decisivo, tan liberador, de los que se salvan «por una lagrimita», por un instante de lucidez al final de su vida. Y lo hago usando una imagen que me deslumbró cuando la vi por primera vez.

      Se trata de un bajorrelieve esculpido en la capilla del Rosario de la basílica de la Sagrada Familia, la obra maestra de Antoni Gaudí. La obra representa a un moribundo a cuyo lado se encuentra la Virgen, que con una mano lo consuela y con la otra sostiene al niño Jesús; Jesús mira al moribundo, mientras que María tiene los ojos fijos en Jesús.

      Es como si la Virgen, sujetando la mano del agonizante y mirando a Jesús, confiase el moribundo a su Hijo: «Mira, Jesús, este hombre fue un niño como tú, también él es hijo mío; y siempre le he mirado por el corazón que Dios le dio al nacer, un corazón deseoso de bien, de belleza y de cosas grandes y buenas. Luego se habrá dado cuenta o no, habrá cometido muchos pecados o pocos, habrá hecho tonterías, habrá traficado, en resumen, nos habrá puesto a prueba todo lo que ha podido. Pero lo que le movía era el deseo de alcanzar una felicidad plena, es decir, el deseo de Dios». Así que, cuando vi ese bajorrelieve, no pude evitar pensar que la Virgen nos mira a cada uno —joven, viejo, moribundo, pecador…— con esos ojos. Es impresionante pensar que uno pueda tener la gracia de morir bajo la mirada de María, que nos mira no por los pecados que hemos cometido sino por el corazón bueno con el que nuestra madre nos trajo al mundo, es decir, perdonándonos todo.

      Después alcé la mirada y me sorprendió aún más el contexto en el que se inserta esta figura. Encima está esculpida, en vertical, la última parte del avemaría («Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte»), que termina con la palabra «Amén» justo encima de la imagen. Entonces entendí por qué la Iglesia nos sugiere rezar el avemaría, con esta invocación final que se refiere justo al momento de nuestra muerte. Lo hace para recordarnos que en el momento del tránsito se juega todo, y cabe esperar que entonces la Virgen implore al niño Jesús que nos lleve consigo.

      No es casualidad que la palabra con que nos referimos a este momento, agonía, venga de un vocablo griego, agon, que significa «batalla». Ahí se vuelve a poner en juego, por última vez, de forma resolutiva, la vida entera. Ahí, por última vez, uno puede decantarse por la propia existencia con sus pecados y errores, uno puede reafirmarla, quedarse atado a ella; o puede decir que no a lo que ha sido hasta ese momento, puede rechazarlo, renegar de ello, reconocer el propio mal. Con un gesto último de libertad puede reconocer que, aunque haya sido un desgraciado, un delincuente, un bribón, estaba hecho para el bien, su corazón deseaba otra cosa. Y entonces la misericordia de Dios, «la bondad infinita» que «tiene brazos tan largos» (Purgatorio III v. 122), está ahí, preparada para recoger en ese último aliento el mismo deseo con el que había creado a ese hombre y para acogerlo en la felicidad que desde siempre había preparado para él.

      Sé que un cierto tipo de moralismo, propio del laicismo pero que puede ser también del cristiano, no digiere fácilmente esta idea. Pero ¿cómo es posible que uno que ha cometido en su vida todo tipo de tropelías se salve por una última mirada, por un último suspiro? Entonces, ¿dónde queda la coherencia? El problema es que desde el principio del cristianismo fue así. ¿Quién es el primero en orden cronológico al que Jesús se lleva consigo al paraíso? Aquel Dimas al que la tradición llama «el buen ladrón». El episodio es conocido por todos. Junto a Jesús se crucifica a dos delincuentes: uno sigue maldiciendo hasta al final, se burla de Jesús; y el otro, con el último aliento que le queda en el cuerpo, implora misericordia. Y Jesús no vacila en decirle: «[…] Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Además, incluso entre nosotros, ¿quién no le diría que sí a un hijo que, después de una vida malgastada, pidiera, en el último momento, volver a casa?

      1 Se refiere al Salmo 150, que comienza con las palabras: «Misericordia, Dios mío», en latín Miserere mei, Deus.

      2 O. Milosz, Miguel Mañara, op. cit., p. 44. Cf., más arriba, El cántico de la misericordia.

Io era già da quell’ ombre partito, e seguitava l’orme del mio duca, quando di retro a me, drizzando ’l dito,una gridò: «Ve’ che non par che luca lo raggio da sinistra a quel di sotto, e come vivo par che si conduca!».Me había alejado ya de aquellas sombras y seguía las huellas de mi guía, cuando detrás de mí, señalándome con el dedo, una gritó: «¡Mirad! No parece que brille el rayo de sol a la izquierda de aquel de más abajo y parece moverse como un ser vivo».
Li occhi rivolsi al suon di questo motto, e vidile guardar per maraviglia pur me, pur me, e ’l lume ch’era rotto.Volví los ojos al oír estas palabras y las vi mirarme asombradas a mí, solamente a mí y a la luz que yo interceptaba.
«Perché l’animo tuo tanto s’impiglia», disse ’l maestro, «che l’andare allenti? che ti fa ciò che quivi si pispiglia?«¿Por qué tu espíritu se preocupa tanto que el paso acorta? —dijo el maestro—. ¿Qué te importa lo que allí se murmure?
Vien dietro a me, e lascia dir le genti: sta come torre ferma, che non crolla già mai la cima per soffiar di venti;ché sempre l’omo in cui pensier rampolla sovra pensier, da sé dilunga il segno, perché la foga l’un de l’altro insolla».Ven detrás de mí y déjalos hablar. Permanece firme como una torre, que no se estremece nunca en la cima por el soplo de los vientos, pues siempre el hombre, en el cual un pensamiento bulle sobre otro pensamiento, se aleja de su meta, porque uno debilita el ímpetu del otro».
Che potea io ridir, se non «Io vegno»? Dissilo, alquanto del color consperso che fa l’uom di perdon talvolta degno.¿Qué podía yo decir sino «Ya voy»? Lo dije, aun cuando cubriéndome del color que hace al hombre, a veces, digno de ser perdonado.1
E ’ntanto per la costa di traverso venivan genti innanzi a noi un poco, cantando ‘Miserere’ a verso a verso.Entre tanto, a través de la ladera venían algunas almas hacia nosotros cantando el Miserere en versículos alternados.
Quando s’accorser ch’i’ non dava loco per lo mio corpo al trapassar d’i raggi, mutar lor canto in un «oh!»