Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini

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Название Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri
Автор произведения Franco Nembrini
Жанр Языкознание
Серия Digital
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418746086



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les amedrenta. Porque solo podemos levantarnos por la mañana y afrontar el día si estamos seguros. Y lo más seguro que tenemos es una relación que nos constituye. Si existe esta relación, entonces es posible estar en pie ante la realidad entera. Si dudamos de ella, se desdibuja la percepción de nosotros mismos, se suspende la relación con la realidad. Lo perdemos todo. Es como si un padre le dijese a su hijo de tres años: «Ve al sótano a por vino». Al niño le entraría miedo. Pero si el padre le dijera: «Vente conmigo al sótano a por vino», entonces así, de la mano de su padre, el hijo podría ir incluso a tirarle del rabo al diablo.

      En una relación como esta hay errores, límites. También Virgilio se equivoca, como cuando se entretiene escuchando a Casella. También él es un hombre y, como nosotros, sigue, se equivoca y aprende. Y también por eso Dante le mira con admiración (vv. 7-9):

      Me pareció que él estaba descontento de sí mismo. ¡Oh conciencia recta y limpia! ¡Cómo la más pequeña falta te produce amargo remordimiento!

      «Qué hombre cabal», exclama Dante —así es como podríamos expresar la frase «oh conciencia recta y limpia»—, que por un error tan pequeño experimenta un remordimiento tan grande. El guía no es un hombre perfecto, se equivoca como yo; pero es más capaz que yo de juzgar enseguida el error, de luchar y actuar. Por eso lo sigo.

      En los siguientes versos, Dante deja caer casi de pasada dos expresiones que requieren otras observaciones importantes (vv. 10-15):

      Cuando sus pies dejaron de caminar con aquella prisa que le quita la dignidad a todas las acciones, mi pensamiento, antes ocupado por aquella idea, desplegó de nuevo su atención, ansioso de novedades, y volví los ojos a mirar al monte más alto que se levanta al cielo sobre el mar.

      La primera expresión: «Aquella prisa que le quita la dignidad a todas las acciones», la prisa que estropea cualquier gesto. El hombre sabio, el hombre verdadero, no tiene prisa. Como escribe Emmanuel Mounier4: «De la tierra, de la solidez, es de donde brota el parto lleno de alegría y el paciente sentimiento de una obra que crece, de etapas que se suceden y que han de esperarse con calma, con seguridad».5 El hombre sabio sabe que solo se construye con tiempo y paciencia. «La gatta frettolosa fa i micini ciechi»6 dice el refrán: con prisa no se construye nada, se construye mal e incluso nos perjudica.

      La prisa linda con la mentira porque encubre la presunción de quien quiere escabullirse de la fatiga que implica cualquier trabajo. Un campesino no tiene prisa. Para él que la relación con la realidad es determinante, sabe que los tiempos de esta no son los mismos que los suyos, que debe esperar. Pero no se trata de una espera vacía, sino que sabe que debe esperar trabajando. Así que ara, se esfuerza día tras día, quita las piedras y las malas hierbas. Y después hay que cavar de nuevo y, más tarde, hay que regar, mojar, cubrir… Tiene que labrar con constancia una tierra que aparentemente está siempre igual. Pero el campesino sabe que, con tiempo y paciencia, con el tiempo que es de Dios y la paciencia que es la virtud que requiere su oficio, la semilla dará su fruto, siguiendo unos tiempos que no decide él.

      ¡Qué caridad y qué misericordia hemos de tener los humanos para ser pacientes entre nosotros! Qué paciencia deben tener una madre o un padre para que su hijo se haga mayor, para aguantar sus caprichos y errores sin pretender que cambie como les gustaría a ellos. Y, al mismo tiempo, cuánto cuidado deben poner para acompañarle en cada paso del camino.

      La vida es así, la paciencia se juega entre estos dos polos. Por un lado, evitar la tentación de la «prisa que le quita dignidad a todas las acciones», que estropea, ensucia e introduce una mentira en nuestros actos. «El amor y la precipitación no concuerdan, Mañara. Es la paciencia la que mide el amor. Un paso igual y seguro: esta es la andadura del amor», escribe mi querido Milosz.7 Por el otro, cultivar una paciencia diligente, que llena el tiempo de una obra continua, vigilante, incesante, como dirá Dante un poco más adelante: «Que perder el tiempo disgusta a quien más sabe» (v. 78). Es un planteamiento genial: cuanto más sabes, más entiendes el valor de la vida y de las cosas, más quieres aprovechar bien el tiempo en función del objetivo que persigues, en función del destino. Sin prisa y, a la vez, sin perder el tiempo. Esto es lo que da valor a cada instante. Como sintetiza la preciosa expresión festina lente, «apresúrate lentamente», atribuida al emperador Augusto, que más tarde retoma Cosme de Médici en la insignia de su flota, simbolizada por una tortuga con una vela inflada clavada en el caparazón.

      La segunda expresión es: «Mi pensamiento, antes ocupado por aquella idea, desplegó de nuevo su atención». La mente, que antes estaba ocupada, concentrada en algo concreto, de repente se ensancha. Y aquí siempre me acuerdo de la invitación a «ampliar nuestro concepto de razón» que lanzó Benedicto XVI en el célebre discurso de Ratisbona.8

      ¿Qué quiere decir «ampliar la razón»? Quiere decir mirar las cosas, juzgarlas, teniendo presente toda la amplitud de nuestro deseo, de nuestro corazón, es decir, nuestra grandeza, la altura del destino al que estamos llamados. Entonces sí que se razona y comprende. En cambio, si nos obsesionamos con algo particular y hacemos de ello el horizonte de nuestra vida, mortificamos ese deseo y ese particular acabará traicionándonos.

      De hecho, Dante concluye el verso con un inciso determinante, «ansioso de novedades», es decir, la razón se ha ampliado tanto como deseaba, conforme al propio deseo.

      El llamamiento de Dante y de Benedicto XVI a ampliar la razón es el presupuesto para afrontar adecuadamente el pasaje que sigue un poco más adelante. Dante se sorprende de que solo su cuerpo proyecte sombra y Virgilio intenta explicarle el porqué; prosigue de este modo (vv. 31-33):

      Para sufrir tormentos y calor y frío, la Virtud divina ha hecho aptos cuerpos semejantes; pero cómo lo hace, no quiere que nos sea revelado.

      No sé decirte cómo es posible —admite— que cuerpos de esa naturaleza, cuerpos inmateriales, sufran dolor y sientan calor y frío, porque Dios («la Virtud») «no quiere que nos sea revelado». El hecho es que no resulta nada fácil explicar la idea un poco contradictoria de «cuerpo inmaterial»; para ello, tendrá que intervenir mucho más adelante otro personaje, Estacio (cf. Purgatorio XXV).

      Pero la cuestión decisiva es la que viene justo después (vv. 34-39):

      Loco es quien espera que nuestra razón pueda comprender los infinitos medios de que dispone el que es una sola sustancia en tres personas. Contentaos, humanos, con los efectos; pues, si hubierais podido verlo todo, no hubiera sido menester el parto de María.

      Aquí Virgilio amplía la perspectiva del problema de las sombras a todo lo que no es comprensible para la razón humana, hasta llegar al Misterio de los misterios: el de la Trinidad, «una sola sustancia en tres personas», y su acción. Quien crea que puede abarcar con la razón la comprensión del Misterio de Dios está simplemente «loco».

      Pero, entonces, ¿dónde queda todo el elogio de la razón que hemos tejido hasta ahora siguiendo a Dante?

      Algunos textos y algunos profesores sostienen que Dante se estaría retractando aquí de su posición anterior con respecto a la razón, como si dijera: «¿Lo veis? La fe y la razón están separadas. La razón es una cosa, la fe otra». Es un disparate que deriva de la separación indebida de los dos tercetos, que es preciso leer juntos. Si los leemos así dicen: no esperéis llegar a acceder a la naturaleza del Misterio de Dios con vuestra razón porque, si así fuese, no habría sido necesario que María diera a luz. Es decir, María dio a luz justamente para que vosotros pudierais conocer el Misterio al que la razón por sí sola no puede acceder.

      No es que no podamos entender la verdad última de las cosas, porque la razón está hecha para entender, pero, por sí sola, con sus propias fuerzas, llega hasta la exigencia de comprender y se para en el umbral del Misterio. Es más, entiende justamente que la naturaleza de Dios desborda de tal modo la razón que, si no es Dios el que entra en el ámbito de la experiencia del hombre, en la historia, esa verdad última permanece para él oscura e inaccesible. Es decir, Jesús nació, murió y resucitó para que la razón tuviera por fin la posibilidad de reconocer el Misterio, el Infinito en términos adecuados a ella, es decir, mediante un acto completamente razonable. La fe como un