Название | Entre el derecho y la moral |
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Автор произведения | Paula Mussetta |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786077629900 |
Estas tareas son parte esencial del hacer político, y son partes constitutivas de la lógica estatal. Al respecto, Dube reflexiona sobre la idea de que la necesidad de una historia universal y la imagen de una modernidad siguen siendo un proyecto primordial en las postrimerías del siglo xx. La modernidad está plasmada y representada por un proyecto de progreso que funciona por sí solo y por una evidente encarnación del desarrollo. La modernidad impulsa a los estados y orilla a las sociedades a cambiar su pasado tradicional por un presente moderno y cada vez más por un presente futuro postmoderno cuyo camino andado es señal tanto de la trayectoria como del final de la historia universal (Dube, 2001). Estos autores nos muestran que es común que el Estado busque promover su sociedad deseada. Cuando un programa de gobierno está constituido principalmente por obligaciones y responsabilidades del deber ser, existe un supuesto fundamental: estas categorías no sólo son postulados universalmente planteados para todos y por igual, sino que además son un conjunto de preceptos y técnicas que pueden aprenderse y convertirse en objeto pedagógico (Chakrabarty, 2002). Al mismo tiempo, cuando los estados atribuyen un significado moral a ideologías políticas, lo hacen como un medio para sacralizar un determinado tema y quitarlo de la arena de lo cuestionable (Moore, 1993). Pensar que un proyecto de moralización puede ponerse en marcha desde programas políticos, es estar convencidos no sólo de que lo moral es un contenido que se puede enseñar como cualquier otro, sino que los sujetos pueden responder y apropiarse de éste en un proceso de formación asistida por el Estado.[5]
Pero el problema está en que los ideales que el Estado construye acerca del todo social no coinciden con los que la misma sociedad tiene para sí. Y a menudo esta modalidad de la relación Estado-sociedad se torna extremadamente difícil, llevando a muchos proyectos de este tipo hacia la inefectividad completa. Esto es, cuando el Estado procura crear moralidad por la vía de los programas políticos por lo general se frustra en el intento.
¿Qué sucede cuando el Estado define los parámetros morales por los que debe transcurrir la sociedad? Cuando los estados nombran y etiquetan como moral a una cuestión política, se envía un mensaje ideológico, pero esto no significa que las señales generen el efecto deseado.[6] Esta manera del hacer político, del modo en que funciona el gobierno de una sociedad, nos ubica en un escenario problemático que expresa la irrealizabilidad —o al menos la seria dificultad— de los ensayos para crear moralidad.[7] Expliquemos esta idea.
En la lógica que previamente describimos —cuando la moral se involucra en programas de gobierno— es posible identificar un Estado, una sociedad y un modo de vinculación entre ambos. El Estado pretende sostener una mirada investida de objetividad acerca de la sociedad, la objetividad superior del que mira desde afuera, y en algún sentido desde arriba. Así, el Estado sería un observador político que construye una mirada sobre su sujeto: la sociedad. En estos términos organiza la lectura del espacio público y de las relaciones sociales. El que mira desde afuera es un extraño, pero no por no pertenecer al lugar, sino por no habitar el marco conceptual o teórico del actor que es observado (Chakrabarty, 2002).
Esta objetividad ayuda a la racionalización y estandarización de la realidad social, que en parte se realiza con el fin de generar legibilidad administrativa, y como lo indica Scott, esto es una tarea de ingeniería social. “El orden social diseñado o planeado desde las instancias de gobierno, es necesariamente esquemático, y por lo tanto ignora rasgos esenciales de los órdenes reales en funcionamiento” (Scott, 1998: 7).[8] Sin embargo, no se trata sólo de un detalle técnico para hacer legible la sociedad. Puede ser muy práctico, e incluso casi la única manera factible de intervenir sobre una realidad social, pero esta objetividad —en términos del que mira desde afuera— lleva a que ciertas prácticas se transformen en rituales universales de la vida pública. No obstante, las personas —por diversos motivos— no necesariamente comparten y participan en estos deseos colectivos, por lo que esta universalidad difícilmente pueda tomar el estatus de hecho evidente tal como pretende ser postulado. Éste es uno de los puntos débiles que tiene la intención estatal en pos de generar un determinado tipo de sociedad.
Cuando las imágenes convergen en una sola y única forma de entender el modo en que la sociedad debe ser, se eliminan los visos de otras manera de ser de la sociedad, contradictorias y abigarradas que han definido nuestros pasados y que siguen constituyendo una presencia palpable (Dube, 2001). Aquí se gesta un sustancial escollo que si no es debidamente atendido puede desembocar en resultados no previstos y en consecuencias no sólo no esperadas, sino a veces completamente opuestas a lo aspirado. Las prescripciones sobre la definición de lo bueno, por lo general no coinciden con las formas de la comunidad y lazos sociales que dan forma a los espacios sociales. Como dice Chakrabarty, “en las raíces gubernamentales de la moralidad moderna, el problema no es tanto en relación a los valores morales en sí mismos, sino en cuanto a su carácter abstracto y pretendidamente universal” (Chakrabarty, 2002: 80). En esta lógica del quehacer político la sociedad y el Estado son pensados como ámbitos puros, opuestos y que funcionan independientes uno del otro. Esto hace que se pasen por alto las diferentes formas en que los símbolos y metáforas del Estado en el ejercicio del poder se explotan y se imbrican en la construcción de comunidades, cómo forjan sus nociones de orden y sus identidades, sus legalidades y patologías (Dube, 2001). Las reificaciones propias del hacer político dejan poco espacio a las formas en que la cultura va siendo constantemente construida, diversamente debatida y de manera diferenciada, elaborada en, a través y a lo largo del tiempo. La gente en general no considera estos llamados del Estado a la disciplina, al orden público, a la civilidad. Las materializaciones que realiza el Estado suelen pasar por alto el hecho de que las tradiciones y las modernidades sean producto de las energías combinadas de los grupos, de la fuente de recursos compartidos.
¿Cómo se relaciona este problema de orden conceptual sobre el quehacer político, con el caso que estamos desarrollando? Desde las primeras y más sencillas lecturas de la mediación se puede enunciar que ésta no tiene un desempeño favorable.[9] Este desempeño podría evaluarse en dos dimensiones. Por un lado, por su uso —en este sentido diremos que la mediación no funciona como se espera y la evidencia es su escaso desarrollo—. Por el otro, por su objetivo; aquí en cambio habrá que decir que lo que no funciona es la moralización y el fundamento de esto es parte del problema que estamos construyendo. El limitado uso de la mediación no es más que el primer indicio para plantear la imposibilidad de la moralización y realizar un estudio sobre el tema.[10]
Una aclaración más antes de seguir adelante. Este estudio no pretende probar con datos y argumentos que la mediación no funciona y que la moralización no es efectiva. Creemos que lo sustancioso de este problema no reside y acaba ahí, sino que desde allí se despliega. Este estudio toma estos enunciados como base, pero se interesa por dilucidar la compleja trama del proyecto moral de la mediación en Córdoba. Ahora bien, ¿cómo proceder en un estudio que se preocupe por llegar hasta el fondo de las complejidades de un programa político para generar moral? Necesitamos aclarar los términos en los que nos referiremos al Estado.
Pensar el Estado
Ante el panorama que hemos planteado surge la necesidad de definir al Estado. Comenzamos por dejar atrás la definición que destaca las dimensiones institucionales, legales y burocráticas, y proponemos