Название | El encanto podrido de Bogotá |
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Автор произведения | Fabián Martínez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585188037 |
Me abrí paso hasta el siguiente corredor. Retiraba a las personas de mi camino como neumáticos en una piscina. Llegué al siguiente pasillo y, tras la pared, encontré a un grupo de personas en el que te encontrabas tú, admirando una obra fotográfica organizada en trípticos. No había tumultos de gente congelada, y se podía caminar con libertad. Me acerqué y te tomé por la cintura. Tú giraste sobre ti misma, me besaste en la boca, y me dijiste:
—Fíjate en el cuadro de la vaca; es interesante.
Me concentré en el primer tríptico de fotos. Las tres mostraban edificios icónicos del centro de Bogotá. Bromeaste diciendo que te llevarías a la casa la fotografía del Hotel Continental y la pondrías en el estudio. Recordé que vivíamos juntos. Me impresionó la sorpresa con que lo recordé, como si lo hubiese olvidado definitivamente, o como si no pensara en ello hacía muchísimo tiempo. Recordé entonces que vivíamos en un apartamento en los cerros orientales de Bogotá, y –donde, por un tiempo, fuimos endemoniadamente felices– también vivimos frente al mar.
—¿Cuál foto escogerías tú? —me preguntaste. Y observé de nuevo el mosaico que ya no mostraba edificios clásicos del centro de la ciudad, sino imágenes tuyas y mías en distintos momentos.
En un plano general: tú y yo tomados de la mano, sonriendo a la cámara, con la línea de las montañas azules detrás. En un plano detalle: tu mano exhibiendo el anillo con la esmeralda la noche en que nos comprometimos. En un contrapicado: tú, asomada por la ventana, tocando la bocina de una camioneta Volkswagen que compramos antes de casarnos.
—¿Cuál escoges? —me urgiste; y, al fijarme de nuevo, las fotografías habían retomado su forma arquitectónica inicial.
Te miré con cara de no comprender el truco, pero tú torciste la boca y preguntaste de nuevo:
—¿Cuál foto escoges, y dónde la pondrías?
Me fijé en el segundo tríptico, y fue cuando vi la foto de la vaca. Era una imagen inquietante. Una vaca holstein, roja y blanca, miraba de frente a la cámara, en medio de una habitación vacía, de paredes descascaradas y pisos viejos de madera.
—Escojo la de la vaca —respondí.
—No podría ser de otra manera —y me abrazaste con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué lloras?
—No importa; abrázame —me ordenaste, y te apreté contra mí. Duramos así unos momentos; luego te separaste y me llevaste del brazo a la siguiente sala, detrás del corredor. Al superar la pared del pasillo nos encontramos con un espacio en tinieblas. Te perdiste en la oscuridad, te llamé, no respondiste, te volví a llamar y encendiste la luz. Estabas en medio de cuatro paredes blancas y altas. Detrás de ti, en una de las paredes se leía en relieve y en grandes letras negras:
H I P Ó F I S I S
Me acerqué, y junto a la letra S, a la derecha, había dos botones. Debajo de los botones decía audio y video. Oprimí el del audio, y una voz femenina, amplificada, dijo:
«Glándula de secreción interna del organismo que está en la base del cráneo y se encarga de controlar la actividad de otras glándulas y de regular determinadas funciones del cuerpo, como el desarrollo o la actividad sexual».
Cuando la voz pronunció la palabra sexual, el botón del video se accionó, y a nuestro alrededor un carrusel de imágenes, rondando en el aire de manera holográfica, proyectó nuestros momentos más íntimos. Los dos miramos, avergonzados, hacia todas partes para ver si alguien más observaba el espectáculo, y un grupo de gente, en la puerta del salón, reía y señalaba mi cara al borde del éxtasis, o tus piernas desnudas a la orilla del mesón de la cocina.
—¡Cómo se atreven! —grité—. ¿Cómo consiguieron estas imágenes?, ¿quién es el autor de esta instalación? —vociferé tan fuerte que mis gritos acallaron a los que reían y pausó de inmediato el loop de nuestras escenas privadas.
Tú me miraste y levantaste los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.
Una voz masculina, proveniente de quién sabe dónde, retumbó en la sala con la fuerza de un trueno: “Aprovechemos que ahí está la hipófisis y la extraemos”. Y una mano gigante, ataviada con un guante blanco y armada de un artefacto metálico, irrumpió en la galería de arte y tomó con las pinzas a uno de los hombres que reía en la entrada de la sala. El hombre gritó y se retorció en los aires hasta desaparecer por encima de los techos de la galería. Las demás personas huyeron espantadas. «Vea, esta es la hipófisis, tan pequeña como una arveja y tan importante para todo», continuó la voz que venía de todas partes y de ninguna: «Clasifiquémosla».
Te miré, y tus ojos no acusaban el terror que yo sentía. Movías tu cabeza de un lado a otro, como cuando te pones brava y quieres dejarme en claro las razones de tu enfado, como si tu pelo yendo de aquí para allá marcara el ritmo y la puntación de tus reclamos. Me tomaste de la mano y me llevaste a la siguiente sala, que resultó ser otro espacio blanco y vacío, mucho más grande que el anterior, con una blancura casi irreal que molestaba en los ojos. En la pared de la mitad se leía en grandes caracteres y en relieve:
G L Á N D U L A P I N E A L
Me acerqué al letrero, movido por algo que iba más allá de mi voluntad, asintiendo a una fuerza que me movía a su antojo. Debajo de la letra L estaba el botón de audio. Lo oprimí. Una voz femenina recitó:
«Es una pequeña glándula endocrina en el cerebro de los vertebrados. Produce melatonina, una hormona derivada de la serotonina que afecta la modulación de los patrones del sueño, tanto los ritmos circadianos como estacionales. Su forma se asemeja a un pequeño cono de pino –de ahí su nombre–, y está ubicada en el epitálamo, cerca del centro del cerebro, entre los dos hemisferios, metida en un surco donde las dos mitades se unen».
Te miré confundido.
—Quiero irme para la casa —te dije.
Negaste con la cabeza, y me señalaste el botón del video.
—No quiero oprimirlo —dije.
—Debes hacerlo —contestaste, con la voz quebrada y los ojos vidriosos.
Al tocar el botón, el holograma de un hombre apareció frente a mí. Vestía un esmoquin, y era una especie de aleación entre mi padre y Frank Sinatra. El hombre dijo:
—Sé que para usted este asunto debe ser muy difícil; por eso, lo invito a relajarse y a aceptar la situación.
—¿Cuál situación? Esta exposición es una mierda —le contesté.
—No se trata de la exposición. Si se fija, su esposa ha hecho un gran esfuerzo y ha estado al lado suyo hasta este momento para ayudarlo a aceptar. Lo que prueba, una vez más, la fuerza y el poder de las emociones. En todo caso, apreciado amigo, lo invito a que vea el siguiente video, está hecho de imágenes de sus propios sueños, ciclos y estaciones de la vida. Su propia vida, para ser exacto.
Y el hombre de esmoquin abrió sus manos, y de la mitad emergió un remolino que reprodujo una serie de instantáneas holográficas. Una de ellas me mostraba en algún cumpleaños de mi niñez. Otra me mostraba sobre el lomo de Azabache, mi caballo preferido de la finca de mi abuelo. Otra era de mi graduación universitaria, y enseñaba los rostros orgullosos de mis padres. Otra, del día en que te vi por primera vez, en el salón de clases de aquel curso final de la maestría. Otra, del concierto de Roger Waters; allí bailábamos, cantábamos y nos besábamos bajo la luna llena. Otra era un primerísimo primer plano de tus ojos cafés, con