Название | El amor es una cosa extraña |
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Автор произведения | Hebe Uhart |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878388267 |
–¿Por qué no le pagaste?
Se levantó para lavar la jarra, se sacó la corbata, la tiró por ahí y dijo:
–Llama para hacerse presente; no quiere decir que espera pago. Esas son cosas que saben los que están en los negocios; el que no está, no sabe.
Posiblemente ella no supiera y todo fuera como él había dicho; pero no la había convidado y ahora se había ido a tirar panza arriba a la cama.
–Si vuelve a llamar, ¿qué le digo?
–Que no estoy, que voy a pasar por allá, que ya vengo, que ya voy. Aparte es cierto: me voy por un tiempo para allá.
–¿Cuánto tiempo?
–No sé –dijo fastidiado–. El tiempo para arreglar mis cosas. Voy a dar un toque definitivo.
Ese “toque definitivo” sonaba a diversas cosas: podía ser que fuera a repartir botazos entre los paisanos, podría ser una especie de suicidio o que iba a clausurar la idea de “Madera Grandis”.
–Tengo que ir a tapar el tractor –dijo después, con voz de tonto.
–¿Cuándo te vas? –dijo Luisa.
–¿Hay mucho apuro? –dijo él–. Esta tarde.
Dijo “mucho apuro” con sorna, como si el apuro de Luisa no tuviera que ver con él. Ella no le habló; se quedó en la otra piecita, desde donde veía la cortinita de la alacena y se puso a estudiar al sabio Epiménides: hacía ayuno y purificaciones; comía malvas y asfódelos para transportarse liviano al lugar de la verdad y la justicia, donde permaneció durante siete años. Después volvió y comentaba a sus discípulos lo que había visto.
Luisa fue al baño; él seguía tirado en la cama. Cuando pasó cerca de él, evitó mirarlo; volvió a la vida de Epiménides; no decía en el libro lo que había visto en el reino de la verdad y la justicia; le dio bronca contra Epiménides: a lo mejor no había visto nada, era un impostor o había visto alguna estupidez. Cuando fue a hacerse un café, rompió una copa.
Beni dijo:
–Me voy.
–Bueno –dijo ella.
–¿Dejo los palos? –preguntó él muy vacilante, en voz baja como si se lo preguntara a sí mismo.
–Si querés –dijo Luisa.
Él se fue sin darle un beso ni un abrazo.
II
Cuando se fue, Luisa empezó a buscar algún indicio de él por la casa, alguna ropa o la revista de náutica, pero no había nada; sólo los palos junto a la heladera. Estaba rabiosa porque él pasaba por la vida y por su casa sin dejar huellas, como un inexistente. Ahora agarraría los palos y los iba a tirar a la basura, mejor los quemaría, pero no; no había piso de tierra y la alfombrita se iba a arruinar. Puso los palos sobre la alacena con cortina para acordarse y tenerlo bien presente: cuando volviera, se los devolvería y le diría así: “Llevate eso; no te quiero ver nunca más”. Cuando se decía “nunca más”, le daban ganas de llorar, pero no era un llanto abierto, eran unas pocas lagrimitas que no estaban de acuerdo con “nunca más”. ¿Se habría ido porque la vio enojada o para dar un toque definitivo allá, como él decía? Después de llorar, le dio tristeza no encontrar ninguna huella de él y además, ¿cómo se entendía que anduviera por el mundo sin una valija, un bolso, sin un pulóver, yendo y viniendo del campo para acá? Ahora le dio tristeza por él y lloró un poquito. Cuando se iba a hacer un té para consolarse, sonó el teléfono. Una vocecita conocida preguntó:
–Buen día, señorita, ¿el señor Boll está?
–No, señor, no está.
Era el viejito Larrandart.
–Ah, señorita, ¿cómo le va? (Decía “señorita” como si dijera “Querida amiguita”.) Ahora le paso con mi hermanito.
Una voz sorda y seca dijo acentuando la primera “o”:
–Hola.
–Buen día, señor.
–¿Cuándo viene Boll?
–No sé, señor, ha ido al campo y no sé...
–Dirección.
–No sé, señor; no la tengo.
Luisa temió que ese hombre creyera que ella lo engañaba. Ese hombre debía ser un vasco de dos metros de altura y debía pesar unos cien kilos.
–¿Dónde vive? Dígame dónde vive.
–No sé, señor –dijo ella casi llorando.
Del otro lado colgaron, abruptamente.
Entonces Luisa pensó, refiriéndose a Beni: “A este cretino lo voy a matar”. Ella no tenía la dirección del campo y recién se daba cuenta; no tenía ninguna dirección de él; tenía dos broncas al mismo tiempo: una, porque llamaban por el tractor y otra porque no tenía ninguna dirección. Aunque podía reconstruir el lugar por lo que Beni le había contado: primero estaba la laguna de los patos, que eran grises, después la casa del que fue seminarista, que sabía latín y ahora a veces hacía contrabando hormiga; un poco más lejos, el asilo para niños huérfanos donde Beni había dormido unos días en que lo agarró la lluvia. Primero, la hermana directora lo dejó estar tranquilamente; cuando vio que pasaban los días y él no llevaba ninguna contribución, le dijo: “O va a misa o tiene que traer por lo menos un colador; necesitamos uno”. Él se mostró extrañado de que pidiera un solo colador; él iba a donar cien coladores para asociar a los chicos huérfanos a la empresa del jugo de fruta. Pero después no fue más allá; iba al almacén de Ramos Generales, donde vendían licor Mariposa, rastrillos y cacerolas. La figura de él se le hizo muy fuerte; no podía ir con esa figura a la casa de su mamá. Siempre que él iba y venía, ella se quedaba con el fantasma de él, pero era distinto: ella conversaba, se peleaba y se amigaba con el fantasma casi igual que con él en la realidad; ahora Luisa se daba cuenta de que él estaba allá, en el campo, el fantasma la acompañaba de un modo doloroso; a lo mejor él siempre estuvo allá y no se movió, sólo mandó su fantasma, pero el de antes era más movido. Iba a caminar para olvidarse hasta el confín de la tierra; ahí encontraría una figura bondadosa que le diría “¿qué te pasa?” sin que Luisa hablara; la estaba esperando. No bien salió a la calle y vio al kiosquero acomodando los diarios, se dio cuenta de que ninguna figura bondadosa la estaba esperando; tomó un taxi para ir a la casa de una amiga. El taxista no parecía comunicativo; tenía cara de ser propenso a la ira y de enojarse si el tráfico era lento o si Luisa cerraba mal la puerta del taxi, cosa que sucedió.
–Cierre bien –dijo con pocas pulgas.
Luisa le dijo:
–¿Le puedo contar una cosa?
–Adelante –dijo él sin inmutarse y enseguida a uno que andaba lento precediéndolos: “Vamos, caminá”, y a Luisa:
–Anda cada salame por ahí.
Luisa se sintió un poco tocada y casi no quería contar nada pero el taxista dijo:
–La escucho.
–Mire, yo tenía un novio que iba y venía del campo para mi casa y...
–¿Tenía o tiene?
No era un hombre sutil, la ambigüedad creadora no era su fuerte, pero bueh. Luisa dijo:
–No sé, porque hace tres días que se fue, pero esta vez es distinto de otras veces.
–¿Tiene otra?
–No lo sé, cómo puedo saber.
–Usted hágase revisar también, ¿cómo es que no sabe nada?
No