Название | El amor es una cosa extraña |
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Автор произведения | Hebe Uhart |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878388267 |
–Lo que pueden, qué sé yo. –Fue al baño y escupió.
–¿Por qué te tienen miedo?
–Porque son gente asustadiza, que no ha tenido roce, no conocen el mundo, creen que todos los van a estafar.
Fue y se tiró en la cama. Respiraba profundo y después bufaba, como si arrojara algo malo, pesado, que tuviera adentro. Después, sin decir agua va se bañó con fuertes frotaciones que se oían desde la cocinita. Luisa se puso a hacer una torta. Cuando uno dice “manteca” la manteca viene y no hay duda; después “mézclense la manteca y el azúcar” y se mezclan; todo va variando progresivamente de color, de consistencia; cuando está en el horno, su color avisa “mirame a ver si estoy cocida”.
Beni salió del baño lustroso, con el pelo mojado y la expresión cambiada. Le dijo:
–¿Qué estás haciendo?
–Una torta.
–¡Oh!
Se sentó para mirar las operaciones de fabricación. Miraba atentamente todos los movimientos de Luisa sin hablar y cuando vio todo mezclado, dijo:
–Está bien. Voy a comprar un vino.
Contó el dinero que tenía en el bolsillo y dijo:
–No me alcanza. ¿Me darías cincuenta pesos?
–Sí –dijo Luisa y se los dio.
Había torta monda y lironda para comer, torta dulce y vino. Faltaba carne con papas o guiso de arroz, comidas que indican que la vida sigue. Algo andaba mal. Ella debía preguntarle si aquella era zona de soya, si había averiguado bien. Cuando volvió, le dijo con precaución:
–¿Esa es zona para plantar soya?
–Esa es zona para todo. Ahora casi todas las zonas son para todo. Los israelíes convirtieron un desierto en un paraíso y acá nosotros seguimos pensando en la zona del maíz y en la zona del conejo. ¡Qué mentes! ¡Qué mentes!
Luisa se sintió un poco afectada por el comentario sobre las mentes atrasadas y dijo con cierta violencia:
–No sé de agricultura, pero pienso que tiene que haber un estudio de factibilidad, de rentabilidad para prever gastos e ingresos futuros, una...
Él la miraba encantado. Le agarró una mano y le dijo:
–¿Vos sabés que yo cuando estoy allá me acuerdo de tus mandamientos?
–¿Qué mandamientos?
–Y, toda esa prédica tuya.
–Yo no soy ninguna predicadora –dijo Luisa, a punto de retirar la mano.
–Te quedaría bien una capotita violeta, con unas medias blancas y una trompeta. Vos tocabas en el coro y de vez en cuando salías a decir algunas verdades y consejos.
Luisa retiró la mano. Entonces él dijo, en otro tono:
–Cuando estoy allá, pienso ¿Qué estará haciendo Luisa? Y ya lo sé: está sentada, tomando mate y estudiando, con los papeles. Está desculatando algún problema.
Él se tomó otro vino y comió una porción de torta; no la terminó, hizo migas y las iba revolviendo, ponía algunas aparte, las tocaba con la yema de los dedos, les marcaba caminos alrededor. No la miraba, tampoco miraba a las migas; las reunía, las peinaba, las separaba.
–Yo –dijo–, ¿querés que te diga una cosa? –Dijo eso como si dijera: “Te lo voy a decir, porque lo sé desde hace mucho tiempo”–. Yo –dijo– me perdí en un ramal.
Luisa no dijo nada. En tono neutro y natural, como si hablara de otro, él dijo:
–Yo me perdí en la vida en uno de esos ramales de estación de tren de campo, donde hay un galpón chiquito y hay un letrero que dice por ejemplo: “Ramal San Vicente”. Pasa un solo tren por día, pero va a otro lado. ¿Y adónde va ese ramal? No se ve una vía que vaya para ningún lado.
Tenía la boca muy cerrada, como obstinado y al mismo tiempo como avergonzado de que sus padres, los dioses o los trenes, lo hubieran olvidado; seguía peinando sus migas, sin mirarlas.
–Siempre hay posibilidades, siempre hay algo –dijo Luisa y tuvo ganas de ir a darle un beso para que se pusiera contento, pero se dio cuenta de que no debía acercársele. Volvió a decirle:
–Siempre hay algo.
Él, como cuando uno se pone de acuerdo con alguien en algún asunto irrelevante para mantener la conversación, dijo:
–Sí, ¿no?
Se fue a lavar su camisa en silencio y la colgó, como si fuera un trapo cualquiera.
A la mañana siguiente llamó Alicia Z para preguntar si podía pasar un ratito a la noche. Iba a andar por el barrio, haciendo una nota sobre psitacosis para una revista agraria.
–Que venga, que venga –dijo Beni–. La invitamos a comer.
–Quién sabe si se queda –dijo Luisa–. No la he visto comer.
No parecía una muchacha que se sentara a comer. Era extraña; aunque pasaran meses en que no viera a Luisa, le decía con una vocecita mortecina: “¿Qué hacés, flaca?”, como si se hubieran visto el día anterior, y cuando decía “hasta luego” era como si fuera a volver en diez minutos o en la próxima reencarnación. Su papá había deseado más que nada en la vida que ella fuese una sabia como Madame Curie y que triunfara en la Academia de Ciencias de Moscú, pero él murió bastante joven y pobre.
Cuando su papá vivía y hablaba de ese tema, a ella le quedaba alguna esperanza o fantasía de que podía llegar a ser cierto; pero cuando murió con deudas, no por astucia ni por consumir demasiado, sino por pensar continuamente en la ciencia y en el futuro de Alicia Z, ella supo que debía aprender a cobrar sus trabajos con otros hombres que no pensaban precisamente en la ciencia ni en la academia de Moscú; y ahora, como ese empleador pagaba algo, si bien poco, por un artículo sobre psitacosis o sobre el ensanchamiento del cinturón ecológico, por ejemplo, ella decía de su jefe que era “un hijo de puta encantador”.
Beni quería escuchar algo sobre la psitacosis por dos motivos: primero, porque todo conocimiento nuevo es bueno; le ensancha a uno el panorama, y en segundo lugar, cuando fuera allá, al campo, iba a ir con las últimas novedades. Compró un vino fino para la noche, sacando dinero del ahorro para comprar la sierra electromecánica alemana, que era la última novedad en la técnica destinada a “Madera Grandis” y lo guardó solemnemente. Cuando vino Alicia Z a la noche, no estaba sola, vino con un muchacho de unos veinte años, que parecía no saber bien dónde se encontraba; estaba a la espera de lo que pasara, como si todo el bien y todo el mal dependieran de Alicia Z.
–¿Quién es? –le dijo Beni aparte a Luisa–, ¿el hermanito menor?
–No sé –dijo Luisa.
Y Alicia Z le dijo aparte a Luisa:
–Flaca, levanté la nota y a este ángel.
El ángel no sabía si sentarse, estar parado, si se quedaban o se iban.
–Ponete cómodo –le dijo Beni y le enseñó una silla.
El muchacho miró a Alicia Z. Ella dijo:
–No, era sólo una pasada. ¿No me guardarías estos papeles?
Era una cantidad de papel en blanco como para escribir toda la vida.
–Ay, me pesaba –dijo Alicia con su vocecita mortecina, sonriendo; se sentó en una silla, pero a caballo. Beni fue a buscar el vino fino que había comprado y trajo vasos.
–¿No se quedan a comer? –dijo.
El muchacho estaba mudo e inmóvil en su silla, como un postulante a algún empleo.
Alicia no decía ni sí ni no. Finalmente dijo:
–Otro