–Tenemos living-comedor, una cocina grande, una pieza para cada uno y ¡dos baños! –anunció mi papá.
–¡Dos! –gritamos Luna y yo al mismo tiempo.
Aunque el segundo baño resultó ser súper
diminuto, para nosotros era todo un lujo.
Después salimos al exterior y contemplamos el macizo árbol que crecía en la mitad del patio trasero.
–Es un membrillo. Florecerá en primavera –explicó mi papá.
La sonrisa ya no alcanzaba sus ojos. Luna le tomó la mano y yo tomé la de Luna. Y los tres nos quedamos en silencio contemplando el membrillo, recordando.
Después de un almuerzo improvisado (jugo, pan con queso y empanadas de pera), le dimos la bienvenida al camión de la mudanza. Por suerte no teníamos tantas cosas, así que no demoramos mucho en descargar. Pero los libros de mi papá, que es profesor, eran hartos y las cajas eran tan pesadas que tuvimos que entrarlas a rastras.
–Qué bueno que no se rompió nada –comentó mi papá, extrayendo marcos con fotos familiares de la caja que decía “frágil”.
Colocó la más bonita, de nuestra familia posando junto al enorme árbol de Navidad de un centro comercial, sobre el estante del living.
No recordaba quién había tomado esa foto con el celular, pero sin duda era la más bella de todas, con los ojos verde mar de mi mamá iluminando la imagen.
Alcé la vista y descubrí una mancha de humedad sobre el techo del comedor, justo encima de la mesa.
–No me había fijado en ese detalle. Habrá que llamar a un gásfiter luego –comentó mi papá, con el ceño fruncido, cuando se lo hice notar.
Pasamos a ocuparnos de cosas más importantes, como armar las camas y descubrir dónde habíamos guardado el tapete del baño. La mancha fea quedó olvidada, por el momento.
Luna se durmió temprano en su pieza nueva, pero le dejamos la puerta entreabierta por si acaso y un espantacucos en forma de erizo sobre el velador. Empezó a anochecer y mi papá se sentó bajo el dintel de la puerta de entrada a contemplar las primeras estrellas. Le llevé una taza de café con unas gotas de leche –como a él le gusta– porque sabía que se iba a quedar corrigiendo trabajos de sus estudiantes hasta muy tarde.
Mi habitación era un poco más grande que la de Luna. Como me carga tener que dormir en un sitio con las paredes peladas, pegué con chinchetas mi póster de Guardianes de la Galaxia, que había llegado un poco doblado.
Después agarré mi celular y le escribí a Ram.
–¡Hola, Ram!
–¡Hola, Pascual!
Lo de Pascual era un chiste interno, ya que nací cerca de la Navidad. Ram se llamaba en realidad Ramón, pero como era un fanático de la tecnología y la realidad virtual, el diminutivo le quedaba perfecto.
–¿Qué tal la casa nueva? –preguntó mi amigo.
–No está mal. Tienes que venir a conocerla.
–¿Vas a hacer una fiesta de inauguración? ¿La anoto en mi bitácora del capitán? –Sobra decir que Ram es también un gran admirador de Star Trek.
–Qué buena idea. No lo había pensado. Le diré a mi papá –respondí ilusionado.
–Y en una de esas te animas e invitas a la Dani. Antes de que a su papá lo vuelvan a trasladar a no sé dónde –sugirió Ram.
La Dani era una compañera de curso cuyo papá era funcionario bancario y siempre lo estaban cambiando de ciudad y de sucursal. Cada cierto tiempo, se iba lejos con toda su familia, pero por alguna extraña razón siempre terminaban volviendo.
Aunque la última vez habían tardado dos años en regresar.
–¡No te vaya a pasar de nuevo, Pascual! ¡Tienes que pedirle pololeo antes que algún gil se te adelante! –Ram a veces era como un brujo cibernético que leía los pensamientos ajenos.
–No te preocupes. Ya tengo preparada mi estrategia –mentí, por supuesto. La Dani era preciosa, con un cabello color miel que le llegaba hasta los hombros, y me sacaba como cinco centímetros de estatura (su papá era medio alemán). Me moría de vergüenza cuando estaba cerca de ella.
Conversamos un poco más. De las pruebas trimestrales que ya se acercaban y de la última versión de Descent, aunque ninguno de los dos había llegado al final del juego anterior con vida.
Me bajó el cansancio y empecé a cabecear. Se me cerraron los ojos. Escuché la radio en la pieza de mi papá tocando música de jazz y los resoplidos de Samo, que dormía a los pies de mi cama. No supe si dejé a Ram hablando solo en el chat.
La casa entera parecía crujir, como si se quejara. “No te preocupes, Noel. Es solo una construcción vieja que se sacude con el viento”, me dije.
Pero era una noche tranquila y no corría ni siquiera una brisa.
Abrí los ojos y vi el póster que coloqué frente a mi cama desprenderse y caer al suelo. Me incorporé y descubrí a Gran Samo sentado en sus patas traseras mirando fijamente la pared.
Una pequeña mancha de humedad se deslizaba por esta, como si fuera una lágrima.
Capítulo 2
Enid D estuvo aquí
Como el gásfiter que mi papá llamó no apareció nunca, decidimos arreglar nosotros mismos la filtración.
–Si ahora alcanzó tu pieza, no quiero ni pensar qué va a ocurrir el próximo invierno –dijo mi papá.
Era una exageración, claro, porque faltaban varios meses para eso.
En el pasillo frente a la cocina había una especie de puerta trampa casi invisible a primera vista. Pero mi papá hizo presión con un palo de escoba y levantó la cubierta que daba al entretecho.
–Listo. Ahora solo hay que subir y averiguar de dónde viene la humedad.
–Qué oscuro está. ¿Habrá murciélagos? –preguntó Luna, nerviosa.
Como no sabíamos si el piso del entretecho aguantaría y yo era más liviano, acordamos que a mí me tocaría la primera incursión, aunque con mucho cuidado al pisar y tratando de no tocar nada. Mi papá me puso un jockey de béisbol para que me protegiera la cabeza y me entregó su linterna amarilla.
–Cualquier cosa sospechosa que notes, bajas enseguida –me advirtió, arrastrando la escalera de tijera que le habían prestado para pintar la casa.
Me pregunté si habría guarenes; eso me daba más miedo que un montón de murciélagos medio ciegos.
Mi papá sujetó bien la escalera y yo trepé rumbo a ese cuarto oscuro lo más ágilmente que pude, blandiendo la linterna como si se tratara de una espada corta-sombras.
Asomé la cabeza, esperando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, y luego alumbré con la linterna en varias direcciones para conocer el lugar. Muchos de los travesaños de madera que sustentaban el techo parecían estar medio carcomidos y había bultos de arpillera regados por todas partes.
Tomé impulso y me introduje de cuerpo entero en ese lugar que en definitiva no era un entretecho. Alguien, hacía muchísimo tiempo, lo había utilizado como una buhardilla, o algo parecido.
Al ponerme de pie me di cuenta de que sobraba espacio, ya que el techo estaba inclinado en diagonal, lo cual no se distinguía desde fuera. Caminé y mis pasos produjeron un tenebroso crujido.
–¡Cuidado donde pisas, Noel! –gritó preocupado mi papá, desde abajo.
–¡Parece que