El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

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Название El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas
Автор произведения Óscar Hornillos Gómez-Recuero
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418230592



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muchos viajes a Ávalon para disfrutar de sus fiestas y torneos había conocido a la que era su esposa; una mujer que quedó prendada de él por su manera de manejar la espada en los torneos, y mucho más por su nobleza y gran corazón. Pero ahora solo cabía esperar, esperar lo inevitable. Y tener la esperanza de que el pequeño Byron pudiera sobrevivir a esta noche obscura que se había avecinado.

      Tuvo tiempo el joven Egon de narrar a lord Byron las andanzas sucedidas en el bosque de Brancos, pues todos los miembros de la familia permanecían juntos en uno de los calabozos del castillo. Las paredes aquí eran tétricas y llenas de telarañas, como las que les habían ido precediendo por los pasillos que les habían conducido a donde ahora se encontraban. Las puertas de las mazmorras no desentonaban con el lugar en absoluto; eran de un hierro antiguo, muy antiguo, que pareciera más antiguo que la propia fortaleza, y estaban también adornadas con tela de araña. Lord Byron rezaba ahora por su hijo, pedía a los antiguos dioses que lo protegieran, así como se lo pedía a los señores del bosque. «Velad por mi hijo», repetía incesantemente.

      No habían transcurrido ni unos minutos desde que la familia North llegó a los calabozos cuando varios guardias negros, que ahora se movían por el castillo como si fuera de su amo y señor, llegaron y sacaron de allí a Egon, pese a los intentos de los duques y sus hijas por impedirlo. Las espadas y lanzas de los hombres de Mork marcaban el camino entre lo que se podía y no se podía hacer.

      —Vamos, avanza —le procedía un guardia al joven, al tiempo que avanzaba por los pasadizos de la fortaleza.

      —¿A dónde me lleváis? —contestó Egon.

      —¡Lord Mork quiere verte, y te quiere ya! ¡No le hagas esperar y muévete! —le replicaron.

      Egon había llegado a una estancia muy lujosa, muy conocida por él, ya que se trataba del despacho de lord Byron. Era un lugar adornado con rojas alfombras de terciopelo, y en las paredes miraban al visitante numerosas cabezas de animales que habían sido abatidos en cacerías en otro tiempo: jabalíes, ciervos, corzos… Al fondo iluminaba la habitación un enorme ventanal, y otros dos a los lados de la estancia. Estos últimos más pequeños, y con la parte superior de forma circular, y no formando un rectángulo, como el primero. El mobiliario del despacho no desentonaba con el resto del decorado; eran muebles todos de roble, hechos por manos expertas, muy ornamentados con diversos dibujos y motivos. Todos los elementos metálicos eran de plata: cerraduras, tiradores, lámparas… Al final de la sala se encontraba una mesa y, tras de ella, sentado en una cómoda silla norteña de madera maciza y pieles de animal, lord Mork.

      —No me voy a andar con rodeos, chico. Quiero saber dónde está tu amigo —y, pausando la voz, prosiguió—, porque no es el futuro duque, lo sabes, no lo olvides nunca —la ronca voz retumbaba ahora en los pequeños oídos del niño norteño.

      Egon calló y miro al suelo, sin decir una palabra. Su emisor prosiguió:

      —De ti depende que sus padres sufran o no. Y que sus hermanas tengan una vida de esclavas en el sur, o se casen con hombres ricos que las mantengan bien.

      Egon miró ahora a Mork con indiferencia, y después volvió a poner la mirada en el suelo. Así trascurrieron varios minutos, hasta que, al fin, lord Mork dijo:

      —Supongo que tampoco me vas a entregar el objeto que le has robado al rey Ark. Tienes suerte de que el rey Blanco te quiera intacto. Si por mi fuera, te desollaría hasta oír tu versión —y añadió, en tono imperativo—: ¡Llevadle con el resto! —Volviendo a su tono ronco habitual, dijo—: Podrá ver la ejecución de sus padres desde un puesto privilegiado, al igual que sus hermanas.

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      Capítulo 3

      De lo que acaeció en el bosque

      Tres guardias de lord Mork se habían aventurado en el bosque de Brancos. La lluvia había cesado por completo, y el cielo estaba oculto por nubes obscuras. Algunas de ellas mostraban tonos azul amarinado, creando un ambiente puramente otoñal que solo dejaba sitio a la nostalgia. Los soldados habían vuelto a andar el camino hasta el punto donde habían encontrado a los hijos de lord Byron. Se sentían nerviosos mientras atravesaban el verdoso lugar, un bosque conformado por robles, nogales y pinos norteños que eran algo más chaparros y fuertes que los del sur y hayas, todo ello arropado por una frondosa vegetación de tipo bajo.

      Se respiraba un ambiente raro, el aire era muy espeso, y los hombres de Mork no hablaban entre sí. Ni siquiera emitían otro sonido que no fuera el de sus pisadas. Por momentos parecía que el bosque hubiera cobrado vida, una vida lenta, pero firme. Uno de los soldados, el que era más mayor, de unos 50 años, dijo, en voz muy baja:

      —Hay algo en el bosque. ¡Estad atentos, nos están acechando!

      Continuaron avanzando durante unos diez minutos a paso muy lento. Cada vez que avanzaban más, más lento proseguían. Era como si supieran que se acercaban a una muerte segura. Al fin llegaron al lugar. Todavía se podían ver las huellas del cuerpo de Egon, y de las pisadas de los guardias sobre el lecho del bosque. El hombre más mayor dijo de nuevo a los otros dos:

      —Tú mira por allí, y tú por allí. Yo lo haré por aquí. De esta manera, cubriremos todo el área.

      Los hombres de Mork miraban muy cuidadosamente por los entresijos de la vegetación de helechos y las bases y copas de los árboles. El soldado de edad más avanzada buscaba un nogal rojo, como había dicho lord Mork a su capitán. No muy a lo lejos, al fondo de la ladera en la que buscaban, se podía oír el relajante sonido del río Verde mientras atravesaba el bosque. Era una búsqueda pausada, nerviosa y a la vez relajada para los soldados. Todo se vio interrumpido por un sonido mezcla de gutural y bronco. Los tres hombres, que estaban separados unos 20 metros unos de otros, miraron al tiempo hacia el río, que era de donde venía el ruido que les interrumpió. Quedaron inmóviles y atónitos durante unos segundos y, al no oír nada más, continuaron con la búsqueda. Pero, en el fondo de su alma, sabían que había algo más allí con ellos, que no estaban solos, y que tenían que encontrar al chico cuanto antes para marcharse de aquel lugar.

      Uno de los hombres vio un nogal rojo, y alzó uno de sus brazos, el cual mostraba su brazalete negro. Era la señal de aviso a los demás, que lentamente, y procurando hacer el menor ruido posible, se acercaron a su compañero. Este, que ya había llegado al árbol en cuestión, lo inspeccionó. No tardó mucho en darse cuenta de su hallazgo.

      —¡Aquí estas! —dijo.

      Los demás soldados negros ya estaban a su espalda. La oquedad donde había quedado el joven lord Byron era muy pequeña y estrecha, y solo uno de los soldados, el primero que llegó al lugar, podía contemplar al chico. El soldado más mayor quitó de en medio, de un empujón, al que había llegado primero.

      —¡Aparta! —dijo. Se agachó para poder acceder donde estaba el joven y asirle. Al tiempo que lo hacía, notó cómo el hueco donde lord Byron se encontraba se hacía de golpe obscuro, tanto, que ya no podía ni contemplar la figura del niño.

      Los dos soldados negros que se encontraban a su espalda gritaban amargamente en el aire, mientras el viejo soldado observaba, con el rabo del ojo, cómo ocurría todo. Soltó su espada de golpe, y ni siquiera pudo articular ni un simple movimiento. Un sonido grave y estremecedor le llegaba al oído; había algo enorme y peludo a su espalda. Se giró, y observó una especie de hombre, desnudo, muy velludo y de un enorme tamaño, al menos de unos ocho o nueve metros. Su pelo era de color gris obscuro. Mientras miraba la escena atónito, la bestia le asió de la cintura con su enorme mano. Cuando el homínido comenzó a apretar su mano, el soldado estalló en pedazos, quedando sus vísceras esparcidas por todo el espacio boscoso que rodeaba al nogal rojo. La escena era dantesca, pues sus ojos habían salido de sus cuencas, aunque aún estaban unidos a su cara. El gigante soltó con desgana los pedazos que quedaban en su mano y se dispuso a agacharse para ver qué había dentro de aquel árbol.

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