Название | El anillo de Giges |
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Автор произведения | Joaquín Luis García-Huidobro Correa |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786079845919 |
Si a todos los hombres se les diera a elegir entre todas las costumbres, invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual, después de una detenida reflexión, escogería para sí las suyas; tan sumamente convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las más perfectas. [...] Y que todas las personas tienen esa convicción a propósito de las costumbres, puede demostrarse, entre otros muchos ejemplos, en concreto por el siguiente: durante el reinado de Darío, este monarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó que por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío convocó a los indios llamados Calatias, que devoraban a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, que por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. Esta es, pues, la creencia general; y me parece que Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo.20
Con esto parece mostrarse que no hay cosas que sean justas por naturaleza. Sin embargo, el ejemplo puesto por Heródoto cuando narra la historia del rey Darío y las diversas formas de tratar a los padres difuntos, no es suficiente para justificar el relativismo moral. Como lo ha señalado Guthrie, tanto quienes comían como quienes cremaban a sus progenitores “coincidían en el principio moral fundamental de que los padres deben ser honrados en vida y en muerte: la disputa giraba solamente en torno a los medios para realizarlo”.21 La historia que nos narra Heródoto es dramática no porque las dos partes estén en desacuerdo, sino precisamente porque están absolutamente de acuerdo en que existe el principio “hay que respetar a los muertos” y que éste tiene un carácter sagrado. El problema se da porque, en opinión de cada grupo étnico involucrado, este principio que ambos comparten resulta violado por el proceder del otro.
El ejemplo muestra que no es fácil emitir un juicio de comparación y que, junto con diferencias muy chocantes, hay también coincidencias de fondo entre las culturas. Además, nos hace ver que no basta con que las partes coincidan en aceptar el mismo principio, pues hay realizaciones de él que son mejores o más acertadas que otras. Es el caso de la superioridad que nos parece advertir entre expresar el respeto por medio de la cremación o mediante comerse los cadáveres. Pero esta materia entra ya en las cuestiones éticas particulares y, por tanto, va más allá de lo que estamos tratando.
§ 10. Por otra parte, sin pretender negar las diferencias, también es conveniente preguntarnos por el valor y alcance de dicha variedad, que quizá sea menor de lo que se piensa. En efecto, Robert Spaemann ha hecho ver que la alegada diversidad de opiniones éticas se funda en un equívoco. Es verdad que nos llaman la atención las diversas concepciones morales de los pueblos, como les sucedió, por ejemplo, a los españoles al ver que los aztecas ofrecían sacrificios humanos. Pero esa diversidad nos sorprende precisamente porque es excepcional. No nos llama la atención, en cambio, el amplio campo en que las diversas culturas convergen. En la generalidad de los pueblos se considera que los padres tienen ciertos deberes respecto de los hijos y que los hijos los tienen en relación con sus progenitores; todos están convencidos de que la valentía debe ser una cualidad del guerrero y la imparcialidad debe presidir las decisiones de un buen juez.22 Esto no significa negar que existan comportamientos divergentes, sino sólo reconocer que las personas razonables estarán de acuerdo en estimar que esas conductas son reprobables, si bien su acuerdo se referirá sólo a cosas fundamentales, como, por ejemplo, considerar que la traición no es buena o que no representa un ideal de vida el dedicar la propia existencia a la explotación de menores. Todo esto tiende a relativizar un tanto la alegada diversidad, a ponerla en su sitio y a no utilizarla como una premisa capaz de fundamentar conclusiones como la del completo relativismo moral.
Puntos débiles del relativismo
§ 11. Decíamos que el relativismo mitigado sostiene que los criterios morales dependen radicalmente de la cultura o el medio en que se vive. En esto hay mucho de verdad, porque la educación recibida y los ejemplos de los demás influyen en el hecho de que cumplamos o no con ciertas normas morales. Sin embargo, está lejos de solucionar el problema del alcance y valor de las normas éticas. Esto sucede, entre otras razones, porque las costumbres de una sociedad distan de ser uniformes, de modo que mal podrían decirnos que una persona correcta es la que guía sus actos por las pautas morales vigentes en su comunidad. Particularmente en nuestros días, resultaría una ingenuidad apelar a las prácticas o convicciones sociales cuando vemos que tenemos diferencias muy importantes en nuestros juicios acerca de lo que es la familia, de las obligaciones de padres e hijos, del papel de los padres y el Estado en la tarea educativa, del aborto, el divorcio y la eutanasia, etc. Por eso, si alguien dijese que en una materia hay que comportarse del modo que establece la sociedad o la cultura, uno de inmediato podría contestar: ¿a qué sociedad y a qué cultura se refiere?, ya que en los pisos de un mismo edificio o en un mismo curso de una universidad podemos encontrar actitudes y diferencias morales tan importantes como las que se daban entre las culturas (aparentemente más homogéneas) de la Antigüedad. Además, el recurso a los usos sociales o culturales deja en pie la cuestión de por qué estamos obligados a seguirlos. Es muy bueno que una cultura recoja ciertos principios morales, que los exprese en su arte y ponga como modelos sociales a quienes mejor los han encarnado, pero resulta difícil lograr una unidad de juicio en esas materias y, aunque se lograra, su fuerza obligatoria no parece derivar del simple hecho de que la mayoría, o los más influyentes, los proclamen. Si me dicen “usted debe seguir las normas vigentes en su sociedad porque la mayoría sostiene que usted debe seguir las normas que dicta la mayoría”, se estaría incurriendo en una petición de principio bastante elemental. El relativismo mitigado, entonces, no logra dar un fundamento suficiente para la existencia de las normas morales y su obligatoriedad.
§ 12. Aunque el relativismo extremo está menos difundido, es posible que tenga más fuerza desde el punto de vista intelectual. Al menos no se ve enfrentado a las múltiples objeciones que derivan del hecho de tener que seguir los criterios vigentes en una sociedad. Más coherente, entonces, resulta negar la existencia de esos principios intersubjetivos y decir que nuestras opiniones morales dependen simplemente de nuestros intereses. Es lo que hace el relativismo radical. A eso probablemente apunta Glaucón cuando, como vimos, tras narrarle a Sócrates la historia de Giges, le plantea la objeción que ha oído a los sofistas, que dice que nadie es justo de manera voluntaria, sino sólo por temor al castigo, y que de poseer el mágico anillo todos nos comportaríamos de la misma manera.23 Según esta postura, si apelamos a normas morales es porque, en ese momento, ellas resultan útiles para nuestra conveniencia. Dados ciertos intereses, elegimos o creamos los principios que los justifican. Pero los principios son solamente un disfraz que hace mejor parecidos a los intereses.
Este argumento tiene fuerza retórica, pero juega con un concepto unívoco de interés. Como, hagamos lo que hagamos, siempre tendremos un interés de por medio (de lo contrario no podríamos actuar), es fácil decir entonces que las acciones se llevan a cabo no por motivos morales, que en realidad no existen, sino por interés. Pero los intereses pueden ser tan distintos como alcanzar la vida eterna, servir a los desamparados o lograr el dominio político del planeta, y esta heterogeneidad de los motivos es tal que no basta con incluirlos bajo la genérica alusión al interés