Название | Ojos color del tiempo |
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Автор произведения | Edith María Del Valle Oviedo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878711287 |
CAPÍTULO 3
( villa nueva, provincia de cordoba — 1881)
El caballo estaba enterrado en el barrial de la zona próxima al río que se había desbordado. Era difícil avanzar y todos estaban nerviosos y cansados. Hacía mucho calor, tenían sed y hacía horas que estaban ayudando a sacar las carretas hundidas que no lograban avanzar y alcanzar la parte seca. Estaban acostumbrados a esto. Cuando el río desbordaba, había que esperar a que las aguas bajaran, pero también había que esperar a que la tierra mejorara; por impaciencia o por verdadera urgencia, la gente trataba de pasar igual y se quedaban empantanadas en el barro. Todos ayudaban empujando, ante los embates del mal tiempo aparecía la solidaridad ya que a todos les podía suceder.
Salvador (así lo llamaron desde que llegó al nuevo país) y Giulio habían llegado con una caravana de carretas custodiando una carga que iba para la ciudad de Córdoba. Embarrados los chambergos, la cara, la ropa y los caballos, después de haber sacado la carreta del fango donde estaba atascada, se bajaron a deliberar con los otros hombres y con don Rafael, el jefe. No habría forma de pasar hasta que el agua bajara más y el camino se secara un poco. La caravana se organizó, se prendieron los fuegos para la comida y para pasar la noche en el lugar. Los dos amigos se fueron a lavar al río y ya que el agua estaba linda se metieron y se dieron un baño, nadando un rato. Después se tiraron sobre los yuyos de la orilla a secarse, descansar y dormitar. El olorcito a carne asada los despabiló y con el cuerpo dolorido por los días de viaje desde Buenos Aires, rumbearon para el lado del fogón donde se estaban juntando los hombres.
— ¡Hey, gringos!— los llamó don Rafael.
Y allí fueron los muchachos, con hambre, a comer rodajas de pan mientras cortaban lonchas de carne con los cuchillos inmensos que todos tenían y devoraban la comida que bajaban con vino tinto. Mucho no se conversaba, porque estaban cansados y porque eran hombres parcos. Algunos se conocían más porque habían viajado otras veces con don Rafael, otros lo hacían como una changa cuando no había mejor trabajo. Salvador y Giulio viajaban por primera vez, pero como eran voluntariosos y tranquilos lo habían hecho bien. Seguramente los contratarían para el regreso a Buenos Aires con otra carga.
Esa noche, arropados con el poncho bajo un árbol, conversaron sobre el tema. Se habían unido a la caravana para alejarse de Buenos Aires. Algunos indicios de que buscaban a Salvador los habían alertado. Giulio no quiso saber nada de separarse de su amigo y emprendieron el viaje hacia Córdoba.
— ¿Y si nos quedamos acá, fratello? — dijo Salvador. — Córdoba es una ciudad grande y debe haber muchos italianos, algunos nos ayudarían pero otros podrían delatarme si me están buscando. ¿A quién se le ocurriría mandar mensaje a este lugar perdido?
—Yo te sigo, fratello. Si quieres nos quedamos acá. Mañana temprano demos una vuelta para conocer un poco y luego, si te decides, hablamos con don Rafael. El dijo que el viaje sería más fácil desde acá, no nos necesitará.
Al día siguiente, recorrieron el lugar. Al frente de la plaza estaba el almacén de Ramos Generales donde entraron a tomar una ginebra. El dueño, un gallego mal engestado, les sirvió lo que habían pedido en el mostrador y se fue hacia una de las pocas mesas del local, donde un hombre dormitaba con la cabeza caída.
—¡Despertáte, indio sotreta!— le dijo el gallego, mientras lo zamarreaba para despertarlo.
El indio se irguió como un resorte sacando un cuchillo que tenía en la cintura y el gallego se movió rápido para evitar el fintazo, luego corrió hacia atrás del mostrador de donde volvió con un palo grueso que descargó en un solo golpe contra la espalda del otro que aun trataba de despabilarse. Salvador se levantó y se metió en el medio de los dos, que se miraban furiosos dispuestos a seguir la pelea, hasta que el indio, caminando hacia atrás, salió del negocio y se fue.
Los gringos se miraron y se quedaron quietos y mudos. El gallego volvió tranquilamente a su lugar detrás del mostrador como si no hubiera pasado nada. Después de un rato, Salvador le habló y le preguntó si había trabajo para ellos en el pueblo. Don José le fijó la vista un rato largo evaluándolo y decidiéndose, le dijo:
— Necesito alguien que me ayude acá, si te animás�Hay que trabajar duro todo el día. Te doy pieza y comida. Pensálo.
Salvador y Giulio se fueron después de un rato. Hablaron con carreros de la zona y Giulio consiguió un conchabo, viajes desde Villa Nueva hasta poblados cercanos, que no le llevarían más de unos días cada uno. Al volver, podría quedarse en la pieza con Salvador hasta el siguiente viaje.
—¿Estás de acuerdo, fratello, nos quedamos? — le dijo Salvador y el otro asintió.
Solos en el país nuevo, se necesitaban mutuamente. Se sentían hermanos. Así que, aun sabiendo que no era lo mejor, decidieron quedarse, asentarse por el tiempo que el destino les deparase. Los dos tenían la mirada nostalgiosa del que no hace tanto que ha dejado su mundo atrás. Y en su caso, a la fuerza, sin decidirlo ni quererlo. Eran hojas que el viento llevaba.
El gallego José estuvo de acuerdo en que Giulio compartiera la pieza con Salvador. Los muchachos hablaron con don Rafael, quien les pagó su jornal al final del siguiente día, después que lo ayudaron a vadear el río con las carretas y los caballos. El buen hombre les deseó suerte y se fue hacia Córdoba, recordándoles que en unas semanas volvería a pasar por allí, por si no les gustaba y querían volver a Buenos Aires.
Salvador se quedó a comer con Giulio y los carreros con los que éste trabajaría y después se fue al almacén donde lo esperaba el gallego.
Don José García García era un hombre que vivía solo. Había tenido mujer que ya había muerto y tenía una hija que estaba casada. Hablaba poco, era muy desconfiado y llevaba una vida austera, a pesar de que le iba muy bien con su negocio. Era el único almacén de Ramos generales, les vendía a las familias del pequeño pueblo, a los pocos asentamientos rurales que había, a las caravanas que pasaban obligatoriamente por ahí para ir a Córdoba o a Cuyo y a los indios de la zona. Le enseñó a Salvador cómo atender el negocio y cómo anotar las cuentas. Salvador no sabía leer ni escribir y su castellano era poco y malo. Demostró sin embargo tener alguna facilidad con los números y anotaba bien las ventas. Fue allí y con ese hombre rudo y severo que aprendió también algo de las letras.
Una de las primeras noches de su estancia, cuando cerraron el boliche, salió a tomar aire. Hacía frío, al respirar se formaban nubes de vapor y sobre ellas ponía sus manos heladas tratando de calentarlas un poco. En la esquina de la plaza y bajo un árbol vio una persona acostada, encogida buscando mantener algo de calor. Se acercó y vio que era el indio que había conocido aquel día en que entró al almacén. Se puso en cuclillas y cuando quiso tocarlo, una mano como hierro le sujetó la muñeca:
— ¿ Qué querés? — se oyó la voz ronca y cavernosa.
Salvador no se sobresaltó, sino que con un gesto lo tranquilizó:
— Nada, hombre. Te vi tirado acá y quise ver qué te pasaba.
—Andáte o te mato.
—¿Te traigo algo de comer?
—¿No me entendiste?
—Hermano, yo sé lo que es el hambre y no tener dónde dormir.
—Vos no sabés nada. No sos indio.
—Esperáme.
Salvador le trajo comida y mate caliente. Como el indio ni se movió, se lo dejó a su lado y se fue.
Los días que estaba Giulio eran los mejores. Hablaban y salían a recorrer los alrededores. Las muchachas del pueblo los miraban con sonrisitas, coqueteándoles, pero las madres paraban las miraditas porque eran dos nadies que no tenían ni un lugar para caerse muertos. Ambos eran jóvenes, buenos mozos, de piel clara y seductores. Sabían la sensación que provocaban en las mujeres.
Salvador comenzó a repartir mercadería en las casas y quintas de los alrededores en el carro que tenía don José, cuando éste le fue