Название | Pedaleando en el purgatorio |
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Автор произведения | Jorge Quintana |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412178098 |
—Pues si a Valverde se le hace largo, imagínate a mí —le contesté.
—Tú no te preocupes. Rendirás bien. El trabajo está hecho. Hemos entrenado y, sobre todo, descansado. El hematocrito lo tenemos bien alto y los resultados llegarán. No sueñes con ganar la general. No es nuestro nivel. Pero vamos a cumplir. Seguro. José Luis dice que guardemos fuerzas para el final. Pero prefiero dejarme ver desde el principio. Lo que haga ahora, hecho está. Y nos generará confianza.
Y así afrontó el Tour. Enrique fue protagonista en la primera semana metiéndose en todas las escapadas que pudo e incluso subió al podio como líder de la montaña. Los jefes de Gigaset llamaron a José Luis. Incluso los delegados en Francia y el de Alemania se dejaron caer por nuestro coche para seguir la carrera desde dentro. Todos estaban eufóricos. Y eso relajó el ambiente y las dudas con las que nos habíamos presentado en la salida. En mi caso, aquello me permitió centrarme en un objetivo difícil: disfrutar. Es tanta la tensión y los nervios que son pocos los corredores que saborean la sensación de estar disputando la carrera más importante del mundo. Yo lo hice. Al menos, unos días.
Mis padres se habían decidido a venir a verme. Y también Clara. Habían tenido la feliz idea de alquilar una inmensa caravana y seguirme durante todo el Tour. Aquello me parecía extraño. No me imaginaba a Clara durmiendo en la misma caravana que mis padres, la verdad. Ella estaba acostumbrada a hoteles de cinco estrellas. Pero mi novia era una mujer de muchos registros y, cada vez más, se estaba integrando en nuestra estructura familiar y en un deporte, el ciclismo, que es más de alpargata que de Manolo Blahnik.
De todos modos, ver a la familia en el Tour es casi tan estresante como la carrera. Para empezar, la multitud se arremolina alrededor del bus todos los días y a todas horas. En cuanto sales de esa zona de seguridad en la que se han convertido los autobuses, tienes problemas para dar un solo paso, incluso con la ayuda de los auxiliares. En ese primer momento, buscas con la mirada una cara amiga hasta que localizas a la familia, vas hacia ellos, les das un beso y pronuncias un simple hola mientras estás nervioso pensando en que debes firmar.
Cuando vuelves del acto protocolario, ya más calmado, te detienes a charlar con los familiares. Es el momento de relajarte. Pero no puedes evitar que cada veinte segundos una persona se meta por el medio a pedirte un autógrafo o una foto sin respetar a nada ni a nadie. Así es imposible tener una conversación más o menos formal y, mucho menos, una charla profunda. Por eso no podía preguntarle a Clara por su padre y los negocios. Pero no me hacía falta. Sabía que ese verano la economía mundial estaba derrumbándose: el coste del petróleo andaba fuera de control y, al mismo tiempo, cada vez había más parados. Todo aquello debía estar golpeando a Magic Resort. No podía olvidar la última estadística que había visto en la prensa: las grandes constructoras españolas habían pasado de vender 500 millones de euros en el primer trimestre de 2007 a únicamente 20 en el primer trimestre de 2008. Solo viendo su cara y el tono de su voz sabía que tenían problemas en casa. Pero ni ella lo mencionaba ni yo hacía un gesto por saberlo. Aunque fuera egoísta, lo último que necesitas en el Tour son preocupaciones ajenas.
Los dolores llegaron por sí solos. No hizo falta ir a buscarlos. Y ocurrió de la forma más estúpida. En la quinta etapa, entre Cholet y Châteauroux, afrontábamos una jornada llana de 232 kilómetros. Todo debía resolverse al esprint. En principio, es lo que los periodistas llaman etapa de transición. Eso significa que ellos no tienen nada de lo que escribir y nosotros tenemos que darle a las piernas durante más horas de lo normal.
En el kilómetro 150 pasábamos por la zona del avituallamiento. Allí, un corredor del Milram recogió la bolsa y se puso a mirar su contenido. Delante de él, otro ciclista del Liquigas dio un pequeño bandazo hacia la izquierda y la rueda del ciclista de Milram quedó enganchada como por arte de magia, puesto que cada uno quería ir en una dirección y aquello era físicamente inviable. En ese momento, yo había guardado toda mi comida en los bolsillos y estaba atento. Así que mis ojos intuyeron el problema antes incluso de que se produjera lo que en el argot se dice hacer el afilador. Quise gritar. Quise avisarles. Incluso en mi garganta surgió el amago del grito. No me dio tiempo a nada. En apenas un segundo, el corredor de Milram estaba en el suelo y su bolsa había salido volando hacia el cielo. Y lo que es peor, yo estaba con mi rueda delantera pisando el cuerpo y la bicicleta del corredor de Milram. Había intentado esquivarlo. Había intentado frenar. Había intentado saltar por encima de él. En definitiva, había intentado muchas cosas y todas a la vez. Ninguna surtió efecto. El ruido del carbono de los cuadros partiéndose se quedó grabado en mi cerebro. Pero en un segundo, en un maldito segundo, no hay tiempo para más. Solo para que cuajase un fugaz pensamiento en mi cabeza: me caigo. Y eso es lo que pasó.
CAPÍTULO XI
Salí volando y contraje mi cuerpo en un inútil esfuerzo por no caerme o, al menos, pensando intuitivamente que así me haría menos daño. Era absurdo. El primer impacto fue demoledor. Pero, además, no fue el último. Apenas choqué contra el ciclista de Milram, salí rebotado hacia delante con más velocidad todavía. Era imposible frenar mi cuerpo mientras todo daba vueltas a mi alrededor. Llevaba el casco bien puesto y abrochado. Pero no llevaba protección para la piel. Solo maillot y culote. Sentí cómo se rasgaban con el segundo impacto y cómo el asfalto abrasaba hasta el último centímetro de piel del lado derecho de mi cuerpo. Me había arrastrado un par de metros sobre el suelo. Suspiré. Estaba mareado. De repente, me dolía todo el cuerpo y sentía incluso ganas de vomitar. Había perdido la respiración e intentaba recuperarla. Durante un segundo incluso perdí la conciencia. José Luis Calasanz estaba frente a mí. y no le había visto llegar.
—Lucas, ¿estás bien? —me preguntó con un tono tan nervioso en su voz que demostraba que ya sabía la respuesta.
Yo, por mi parte, me había sentado. Intenté incorporarme, pero sin éxito. Traté de sonreír. Quería tranquilizarle. Eso sí lo conseguí, pero mi gesto acabó convertido en una mueca. Un puñal atravesó toda la piel. Sentía incluso la sensación de que la sangre me recorría la pierna. Miré y, efectivamente, unas gotas de sangre iban cayendo con parsimonia sobre el muslo ignorando mi alarma ante lo que acababa de suceder. Aquello no tenía buena pinta. Pero en mi cabeza solo había una idea.
—Así no. Así no puedo irme del Tour.
Intenté levantarme y, de nuevo, regresó la sensación de mareo. José Luis se había agachado y me estaba pidiendo que no me moviera. Viendo su preocupación, sabía que el futuro era negro. Pero quise echar mano de la moral y pensé qué podía decirle a José Luis para cambiarle el gesto. En ese momento recordé una frase de Woody Allen. Las dos palabras más bonitas del mundo no son «te quiero». Son «es benigno». Aquel recuerdo me hizo sonreír. Es curioso y ridículo lo que puede pasar por tu cabeza después de una caída. En el fondo, son recursos mentales para desviar tu atención de lo único importante: las miles de señales de dolor que aparecen en tu organismo. De todos modos, no tenía energías para decirle a mi director lo de «es benigno». Y menos todavía cuando hizo acto de presencia el médico del Tour. En este caso, no se le veía la cara de miedo que tenía José Luis. Algo es algo, pensé.
—¿Cómo estás? —me preguntó en un castellano más que aceptable.
—No hay nada roto —le dije para tranquilizarle.
—¿Has perdido… la cabeza? —me preguntó demostrando que no manejaba tan bien nuestro idioma.
El silencio fue mi respuesta. No quería mentir, pero también sabía que decir la verdad significaba el adiós al Tour. El médico me miró de arriba abajo. Estaba hecho un Cristo, lleno de golpes y sangre. José Luis y el doctor se miraron. Luego me volvieron a revisar. En ese momento supe que iban a decidir mi futuro en segundos. Debía hablar. Tenía que convencerles. Pero era incapaz. El mareo no se había marchado.
—Lo siento, Lucas. Lo mejor es que subas a la ambulancia —me dijo José Luis mientras hacía