Название | ApareSER |
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Автор произведения | Víctor Gerardo Rivas López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876919302 |
Sin mayor preámbulo, expondré las dimensiones espaciales tal como las experimentamos con independencia de cualquier desarrollo artístico (por más que sea en él que se perciban en su justo dinamismo): “lugar, extensión y postura”.49 El lugar es la determinación existencial básica, pues corresponde al ser concreto o individual al punto de que, como nos lo recuerda el principio de impenetrabilidad, un lugar no puede contener más de un ser a la vez: si, por decir algo, estoy de pie en la esquina no hay modo de que alguien se ponga ahí a menos que yo me haga a un lado. Bueno, ni siquiera en el plano más “etéreo” (o inconsistente) de todos los de la experiencia, el de la libre asociación mental, es concebible que una representación (sea imaginativa o no) ocupe el lugar de otra aunque no tenga mayor determinación que la muy confusa de la ocurrencia y diga lo que diga el supuesto freudiano de un inconsciente que pondría tras de la representación de algo otra cosa que sería de lo que realmente se ocupa uno (como cuando en medio de un discurso cometo un lapsus porque lo que quiero expresar no es lo que de hecho expreso), y tanto es así que en un momento dado la representación deberá ceder ante la pulsión para que uno la viva como tal porque las dos no pueden ocupar el mismo espacio ni aun en el flujo emocional donde todo se traslapa o confunde. Todavía más, esta impenetrabilidad que, como vemos, trasciende la mera condición material de la realidad, se debe a que el lugar es donde el ser se realiza o se identifica de modo singular, que es a lo que apuntábamos al hablar párrafos atrás de que el dinamismo del sentido debe concretarse como una cosa cuyas cualidades, a su vez, harán que el lugar se ajuste para darles cabida, es decir, para mostrar la dimensión que ha alcanzado respecto, por ejemplo, a su punto de partida (como cuando en un grabado de Escher la forma de un animal se magnifica en el entramado de una banda de Moebio). O sea que el lugar no tiene nada que ver con una determinación topográfica o abstracta como sería la que ocupa cada número en una sucesión o un individuo en una fila que se forma de acuerdo con un orden en el que los miembros de ella no tienen nada que ver. Al contrario, cuando uno busca su lugar (¡máxime si la fila es muy larga!) lo que más le importa es que se le reconozca como quien tiene derecho a ocuparlo, no que simplemente se le ubique como alguien que está delante de o detrás de alguien más. Lugar y definición del ser coinciden así plenamente. Lo que me lleva de modo directo a la noción de “extensión”, que en esencia no es sino el desenvolvimiento del lugar en el espacio existencial: cuando digo, por ejemplo, que la poética que ahora escribo es “demasiado extensa”, tomo en cuenta todas las que se han propuesto de Aristóteles en adelante, y junto con ello aludo al provecho que el lector obtendrá en relación con el esfuerzo correspondiente (lo que, que como indica el adverbio, obligaría a concentrarse en muchos más temas que si fuese “demasiado corta”). La extensión equivale al valor que una cosa es capaz de alcanzar en el dinamismo dialéctico de la existencia, valor que por necesidad tiene que medirse en relación con otras de la misma clase o de alguna similar que se ofrecen como posibilidades de realización del ser en un espacio donde cada elemento pugna por sobresalir o más bien por ponerse a la cabeza de los demás, pues cuando lo logra dicta la medida de ellas, tomando en cuenta lo que acabo de señalar, o sea, que el espacio se determina de acuerdo con el tiempo que lleva conformarlo o mantenerlo (como cuando al decir que una finca es demasiado extensa me refiero a los cuidados que me exige tener para con ella y a mi capacidad de prodigárselos o a mi disposición para ello). Lo cual explica que la extensión se traduzca finalmente como “postura” cuando se trata de expresar la singularísima disposición de mi ser en relación con las condiciones indispensables para llevar a cabo algo: por ejemplo, si al escribir sentado me encorvo o me mantengo erecto en la silla hago patente en mi postura el ánimo con el que escribo; por otra parte, si cuando entreno para un maratón no adopto una postura idónea para alcanzar cierta velocidad, de entrada reduzco mis posibilidades de ganar la carrera llegado el momento. En la postura se percibe, pues, el modo en que cada elemento integra el espacio como esquema o estructura de mediación propia, de suerte que quien escribe sin encorvarse cuida su espina y al unísono expresa la disposición hasta física para mantenerse alerta respecto a los matices en la significación que le salgan al paso en un cierto pasaje y que quizá pasarían desapercibidos si no fuese porque la postura le permite darse cuenta de ellos pues los sitúa en una perspectiva adecuada.
Lo que se echa de ver en las tres determinaciones que acabamos de elucidar es el sutil juego que hay entre el espacio y la ambigüedad del ser: el lugar se identifica con la posición que cada cosa ocupa en un orden o escala mas también con la cosa misma, la extensión con lo que puede abarcar conforme con su disposición o su verdadera capacidad para hacerlo y la postura con la autoconsciencia que tiene al momento de realizarlo. En estos tres planos se ha hecho evidente la oscilación entre lo físico y lo simbólico o, mejor dicho, entre lo óntico y lo ontológico que viene a resolverse en lo estético merced a la configuración que, a su vez, requiere la intervención del tiempo cuyas determinaciones existenciales básicas son “transición, resistencia y fecha”.50 Al igual que el espacio, la temporalidad desarrolla en forma dialéctica lo singular pasando por lo general, que en este caso se define ante todo como la posibilidad de un ser o de una situación de integrarse en el curso del mundo por la acción de una circunstancia que asume por completo. La transición opera, pues, gracias a la apertura original de la identidad a lo incidental que por la estructura del proceso adquiere un nuevo sentido que de algún modo debe hacerse consciente (así sea con violencia): por ejemplo, cuando se dice que alguien se pone furioso “sin transición”, eso significa que no ha habido modo de que el nuevo estado de ánimo se relacione con el anterior para quienes participan en la circunstancia, por lo que esta se impone a costa de la respectiva capacidad de entenderla o integrarla anímicamente; por el contrario, cuando se habla de que “la transición se ha llevado a cabo sin problemas” la expresión es casi pleonástica, a menos que se refiera a las condiciones perceptivas de uno o de varios de los agentes que actúan ahí: “sin problemas para mi tío”. Por ello la transición apunta al límite que hay entre lo que un ser puede incorporar como un aspecto o característica propios y lo que de plano lo excede y que quizá lo destruirá, límite que es a lo que apunta la resistencia o capacidad de soportar el ejercicio de una fuerza sin perder la identidad propia o sin romper los vínculos que el elemento en cuestión tenga con la realidad en la que se define: como ideal de la cultura, un guerrero tiene una resistencia al cansancio y al dolor infinitamente mayor ya no digamos que la de cualquier soldado de carne y hueso y eso lo demuestra por el tiempo durante el cual bate a sus adversarios o los mantiene a raya, tiempo que a su vez se desdobla vía la configuración en el de la gesta histórica que consagra esa identidad por encima de lo empírico. La resistencia implica, pues, que uno sea consciente de sí a lo largo de la transición, de modo que al término de ella la nueva forma de ser exprese en cierta medida a la anterior y apunte a alguna nueva posibilidad en la que se notará la acción de la temporalidad, que allende el plano ideal termina por absorber la identidad o, mejor dicho, quebrantar la resistencia del agente para devolverlo al curso natural de las cosas: el guerrero se cansa en medio de la refriega y muestra la flaqueza ínsita a cualquier manifestación de lo humano como obra no de él sino del tiempo al que se ha sobrepuesto solo para hacer más obvio el terrible poder de lo circunstancial incluso cuando se traduce como disposición personal más que como determinación exterior: uno no aguanta más porque ha llegado a su límite y entonces el orden del mundo se impone ya sin resistencia. Lo cual abre la puerta a la siguiente y última determinación de la temporalidad, la fecha, que fija el tenso vínculo entre transición y resistencia justamente como un hecho singular o incluso único dentro de la en principio indiferente sucesión cronológica de la existencia: un día es como cualquier otro a menos que sea una fecha, o sea, un punto de inflexión del tiempo en relación con una forma de ser que a partir de ahí adquiere un nuevo sentido respecto a cierto plano de la existencia. Pensemos en el caso extremo: la fecha de nacimiento y muerte de alguien corresponden a su ingreso en la sucesión universal de los seres que aparecen como posibilidad de resistir el propio empuje de la sucesión hasta que esta acaba por vencerlos o, lo que es igual, por devolverlos al fondo del ser en el que reposarán per saecula saeculorum. Sin una fecha a la cual asirse no hay modo de mensurar la resistencia y entonces se difuminará el correspondiente sentido del elemento en el entramado situacional. De ahí que la fecha no solo indique la resistencia como respuesta al mundo