Название | Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad |
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Автор произведения | Alberto Olmos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412103465 |
Desde el Nobel hacia abajo, todos los premios literarios son perfectamente ridículos, eso es algo que me gustaría que tuvieran claro. Ningún verdadero amante de la literatura sabe quién ganó el premio Nobel hace dos años, hace tres o en 1984. Del mismo modo, la gente a la que le gusta de verdad el cine no hace aprecio alguno del Óscar, ni aquellos que llevan toda la vida escuchando y estudiando la música pop dan ninguna importancia a los Grammys. Estas cosas —Nobel, Óscar, Grammy— se hacen para la plebe, como el papel higiénico o las campanadas de fin de año.
Lo único que da prestigio en esta vida es ser leído, inmejorablemente por mí. Leía yo precisamente Prestigio, de Rachel Cusk, y lo hacía en un autobús en dirección a Usera. El placer puntual que recibí en ese viaje, pasando veinte páginas, fue en un momento dado tan insoportable que levanté la vista hacia el resto del pasaje. El autobús iba hasta los topes y miré a la gente, a ese 60% de gente que, según la encuesta falsa anual que hace no sé quién, lee libros en España (en el autobús no leía nadie, naturalmente), y quise decírselo: oigan, esto es realmente excepcional, como si hubiera recibido una buena noticia a través de mi móvil y, no teniendo con quien compartirla, optara por comunicársela a un extraño. Pero a la gente de camino a Usera no le interesaba Rachel Cusk; a lo mejor le interesaba un poco el premio Cervantes que se acababa de dar.
Entonces cabe preguntarse si ser leída (Rachel Cusk) con absoluta admiración en un autobús que va a Usera es mejor o peor que ganar el premio Cervantes, del que todos los que no leen en un autobús van a enterarse ese día, aunque luego no te lean y tu nombre lo olviden, y también tu cara y tu nacionalidad.
Prestigio es el cierre de una trilogía que empezó con A contraluz y siguió con Tránsito, trilogía que estoy leyendo al revés. Es difícil explicar la genialidad de esta trilogía si usted no ha leído absolutamente nada, pero lo intentaré.
En principio, Prestigio o Tránsito parecen un cruce de Joy Williams con W. G. Sebald: a lo mejor hay mil personas en España a las que esta frase les dice algo. De Joy Williams retiene la cotidianidad más grotesca, esas vidas ordinarias que de pronto caen en lo estrambótico. De Sebald toma el estilo indirecto, pues Rachel Cusk es una narradora testigo que recoge con aparente neutralidad las historias de los otros.
Enmarcada en el género de la autoficción, Rachel Cusk, sin embargo, deja hablar a todos menos a sí misma: ha inventado la autoficción modesta, que es como inventar el egoísmo generoso o la masturbación poliamorosa. Hay un momento muy apreciable en este sentido en Tránsito. Cusk asiste a un festival literario, da una charla junto a otros dos autores autobiográficos. Uno de ellos parece ser Karl Ove Knausgård. Los lectores asistimos a la intervención de ambos escritores durante una decena larga de páginas. A Cusk le ha tocado hablar la última y, después de mostrarnos lo que los otros han dicho, su propia intervención es elidida: «Leí en voz alta lo que había escrito. Cuando hube terminado, doblé los papeles y volví a meterlos en el bolso». Este hacer autoficción sin darse el menor protagonismo es lo que nos atrevemos a calificar aquí de genialidad.
Se habla mucho de literatura en Prestigio, aunque no sea un libro sobre el mundillo, sino un libro sobre la frustración y el victimismo: todos hablan para buscar al culpable de su infelicidad. Pero cerremos con esta curiosa reflexión:
Mientras tanto, el gigante imparable de la literatura comercial seguía triunfando, aunque tenía la sensación de que el matrimonio entre ambos principios —negocio y literatura— no pasaba por su mejor momento. Bastaría con un mínimo cambio en los gustos del público, con la decisión irreflexiva de gastarse el dinero en otra cosa, para que todo —la industria global de la edición de ficción y sus empresas auxiliares— se derrumbara en un instante, mientras que la pequeña roca de la auténtica literatura seguiría en pie, donde siempre había estado.
¿Eres lo suficientemente hijo de puta para triunfar?
Me gustaba esa frase de Henry Miller leída en alguno de sus trópicos, o en Primavera negra, que dice más o menos así: «Si un hombre dijera alguna vez su verdad, su auténtica verdad, creo que el mundo estallaría en pedazos». Ahora sé que un hombre o una mujer pueden decir su verdad y que no pase absolutamente nada.
Imaginemos, por tanto, un momento previo al escándalo, por ejemplo, al de Clinton con Mónica Lewinsky en 1998. Esa verdad, anticipada, nos habría hecho pensar que Clinton no duraría en la Casa Blanca más de veinticuatro horas. Lo cierto fue que completó su mandato, que su mujer ni siquiera se divorció de él y que, a día de hoy, aquello apenas resuena como un chisme palatino más a pie de página de la Historia. Grandes filtraciones como Wikileaks o Football Leaks, o los papeles de Panamá, parecían mover el suelo de lo real: ahora sabíamos cómo funcionaba el mundo. Pero al día siguiente íbamos a trabajar, hacíamos algunas compras y, en fin, nos olvidábamos.
Así, el libro de David Jiménez, donde todos los poderes de España quedan en entredicho, muy afeados y averiados, y donde se confirman los tópicos populares oídos desde siempre (los políticos roban, los periodistas mienten, los policías delinquen, los bancos estafan) nos hubiera parecido una bomba de haber sabido que se estaba escribiendo, pero, como ya está escrito y publicado, su detonación admite el adjetivo de controlada, como la de esos explosivos que los artificieros desactivan con mucho espectáculo, pero sin daños.
Quizá es la intuición que Baudrillard destiló en su concepto «exceso de realidad» la que explica que saber no suponga cambiar. O quizá es que esas llamadas de los hombres (y las mujeres) con poder para despedir a uno, poner a otro, detener una noticia o filtrarla interesadamente son las llamadas que nosotros haríamos si fuéramos hombres o mujeres con poder. También usted ha llamado alguna vez para que algo no se cuente, alguien no sea invitado, algo se sepa en perjuicio de otro. Quizá todo es cuestión de escala.
Hace tiempo que inicié un archivo con las miserias del mundo (ojito conmigo). De vez en cuando insto a gentes que trabajan en sectores que no conozco a que me las cuenten. No se salva nada, está todo mal. ¿Sabían que los camioneros (o algunos camioneros) tienen un aparatito que pegan al tacógrafo y que les permite conducir más de las cuatro horas seguidas a las que están obligados como máximo? ¿O que en los colegios públicos (o en algunos colegios públicos) el director informa de que ya no quedan plazas, aunque queden, para que no le manden alumnos conflictivos ni extranjeros? Lo de que en España todo el mundo paga en B una parte del precio de adquisición de su vivienda ustedes ya lo saben. Lo han hecho.
Y, sin embargo —he aquí mi pasmo—, la cosa funciona. España funciona, nos gusta, es (lo mires como lo mires) uno de los mejores países del mundo. En Breve historia de la corrupción, el italiano Carlo Alberto Brioschi lo explica muy sencillamente: sin corrupción no se hubiera construido el metro en Milán. La contradictoria consigna sería: para que haya progreso común, unos pocos tienen que recibir muchísimo más que los demás.
¿Quiénes son esos pocos? Pues los triunfadores. Y aquí tengo que meterme un poco con el feminismo, espero que me perdonen.
Pues resulta que hoy el feminismo, entre sus muchos mensajes, incluye uno que siempre me ha sorprendido: que hay que triunfar. Como hay pocas mujeres en el IBEX, tiene que haber más, y tiene también que haber más mujeres dirigiendo periódicos, y de ministras y de presidentas, y más millonarias. Que es como decir, según funcionan las cosas, que tiene que haber más mujeres hijas de puta.
«¿Era ya lo suficiente hijo de puta para ser director de un periódico?», se pregunta David Jiménez en su libro, mientras narra cómo un banquero contrata a un turbio policía para espiar a otro, cómo un constructor quita directores de periódico y tertulianos o cómo un ministro crea una