Название | A esa fea no se le abre la puerta |
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Автор произведения | Rubén Vélez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585281301 |
Dios cada vez tiene más poderes
En las afueras de Barichara, más allá de los perros, los gallos y los equipos de sonido, un matrimonio de pensionados americanos construyó una “casa inteligente”. Para mi gusto (y disgusto), demasiado inteligente, pero esa demasía no la advertí desde un comienzo. Me hospedé ahí cuando el esposo estaba en Miami. Él, el ausente, fue la persona más presente durante mi estadía de una semana. Desde Miami, por medio de un aparato invisible, me daba los buenos días y las buenas noches, me preguntaba cómo me había ido en el pueblo (yo vivía afuera, para librarme de la mirada del “Gran hermano”), me recomendaba destinos turísticos… El sexto día, por la mañana, el habitante más lejano y más cercano me dijo que no le parecía extraño que yo, al salir de la casa, pusiera cara de alivio, y que adentro, mi cara fuera de contrariedad. “Usted se siente incómodo en el futuro”. En vez de hacer la maleta y largarme, que es lo que habría hecho alguien en sano juicio, me dediqué a maquinar un golpe posmoderno, uno que desconcertara a la casa que se las daba de panóptico. Se me ocurrió en el inodoro (un invento como para incensar, el primer robot que tendría en mi casa). Animado por un propósito que habrían celebrado los poetas malditos, empezando por Rimbaud, desconecté al amigo japonés, y como este no pudo hacer su encomiable tarea, ni asearse ni cerrarse, una parte de mi vida interior quedó expuesta, oronda y olorosa, a la espera del cortejo de las moscas. No se disparó ni una sola alarma, no retumbaron palabras recriminatorias, no irrumpió la policía. Sorprendido y algo molesto por esa muestra de indiferencia de la inteligencia del futuro, me dirigí a la cocina, a prepararme un “batido verde” (la casa siempre alerta no permitía la comida que ella consideraba peligrosa). No bien abrí la nevera, se manifestó el dios que se encontraba en Miami. “Sus excrementos no huelen como deberían oler, lo que quiere decir que su digestión no anda bien. Consulte cuanto antes a un gastroenterólogo”. Fue lo primero que hice, ya en Medellín, esa ciudad que en diciembre aturde y en los demás meses no deja de ser decembrina. Mi gastroenterólogo de cabecera me encontró una hernia hiatal y tres pólipos. Desde entonces, he echado de menos el silencio de ultramundo que me deparó la casa paranoica.
El millonario místico
Al llegar a los setenta, el señor Cadavid resolvió comprar silencio y se fue para un pueblo de clima siempre benigno que invitaba a la quietud y la contemplación. En la parte más alta, donde todavía predominaba la naturaleza, levantó su hermosa y amplia casa. Para salvaguardar el tesoro que había comprado, se hizo con los terrenos adyacentes (por unas sumas someras, las únicas, que él, como comprador, encontraba razonables). Un vecino, sea o no colombiano, entraña la posibilidad de una grave contaminación sonora. Desde hacía diez años, el señor Cadavid era un hombre solo: estaba preparado para administrar exitosamente la soledad. Ese fanático de la calma chicha sostuvo varias guerras con su nuevo hábitat. Una de las más sonadas fue la que involucró al dios de los cristianos. Pese a que lo asistió uno de los mejores abogados de Medellín, las campanas de la catedral siguieron sonando, pues los peritos que nombró el señor juez determinaron que a tantas cuadras del corazón del pueblo no llegaba ni el más tenue tilín. Desde entonces, la parte derrotada odió a Barichara, y no quiso tener tratos con ninguno de sus habitantes, salvo con los que, en puntillas, le hacían fácil la vida. Caminaba a menudo, pero solo por sus predios. Su otro pasatiempo era la lectura de dos poetas místicos persas, Rumi y Hafiz, a quienes había conocido en su época de universitario. Él asociaba esa época con su primer amor, una hermosa muchacha iraní que se movía con soltura por New York, como si allá se hubiera levantado. A Rumi y Hafiz les habría parecido milagroso que en algunas de las paredes de la casa de campo de un rico infiel, brillaran, impresos en caligrafía persa, algunos de sus versos más celebrados. El señor Cadavid decía que esos mosaicos “eran lo único de su propiedad que trataría de salvar en caso de fuego”. Se habría visto en medio de las llamas, pues no estaban colgados, sino incrustados: el fuego no le habría dado tiempo para librarlos de la pared. Esa época de misticismo terminó el día en que un especulador inmobiliario de Bucaramanga se prendó de la casa de nombre persa y los terrenos que la rodeaban. El tiburón le hizo al ex tiburón una de esas ofertas que llamamos irresistible. Dios, qué mundo de plata. Dios, que final más terrestre. Donde se susurraban palabras sufíes, se levantaría una exclusiva unidad residencial. Rumi y Hafiz se habrían mesado sus largas y descuidadas barbas.
Tantas tintas tontas
Al señor K. lo acompañan día y noche tres guardaespaldas. Un gracioso local dice que esos hombres han sido entrenados para cerrarle el paso a la muerte. Eso tiene su lógica. ¿Para qué guardaespaldas en un pueblo donde no pasa nada y el único enemigo de cuidado es el tiempo? Aquí, todos los dueños de la situación mueren de viejos. A la más fea le toca armarse de paciencia ante esos mortales. Para comprender la paranoia del señor K. hay que considerar su pasado de abogado y confidente de una gente que domina el arte de enriquecerse de la noche a la mañana. Por más de medio siglo, él asistió a los ricos que los ricos de siempre no invitan a sus reuniones. Algunos de los últimos consolidan su fortuna gracias a los negocios que hacen con los primeros. “El dinero no huele”, decía el emperador Vespasiano. Un olor nada grato ha de despedir la plata de la gente azarosa, como la que frecuentaba el bufete del bienoliente señor K. (él nació arriba y arriba se mantuvo). ¿Qué se necesita para atrofiar el olfato, además de cinismo y pragmatismo?, ¿espíritu de la aventura? Tengamos en cuenta que ninguna ley les prohíbe a los abogados que se apiaden de las almas que prefieren sus propias normas a las de los códigos. Pero no convirtamos la página en un púlpito. No sigamos el ejemplo de los intelectuales.