A esa fea no se le abre la puerta. Rubén Vélez

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Название A esa fea no se le abre la puerta
Автор произведения Rubén Vélez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585281301



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al verlo, se salía de casillas. “Fuera, fuera, que usted no es violinista”. “Fuera, fuera, que me va a espantar a los huéspedes”. “Fuera, fuera, que lo suyo es andar por ahí”. Pero Floro no dejó de visitar el instrumento que lo había hipnotizado. El día en que la hostelera pasaba de las palabras a los hechos, otro turista, también italiano, se interpuso entre la gruesa mujer y el ingrávido hombre, y se fue con el último para una cafetería cercana, donde lo sometió a un interrogatorio de inquisidor. Era un escritor que andaba medio vacío: con plata, pero sin tema. Esta historia tiene un final feliz con notas disonantes. Floro recibió un apodo bonito, sublime (“El loco del Stradivarius”), y se convirtió en una de las principales atracciones turísticas del pueblo. No hubo visitante que no se hiciera una foto junto al violinista que no sabía tocar el violín y no se cansaba de articular palabras italianas que no venían a cuento, como vaffanculo y torrone di merda

      A una casa de setenta metros cuadrados llegó una lujosa invitación del señor Calle, un hombre solitario y ya viejo que necesitaba de los grandes espacios para sentirse a sus anchas (su casa más pequeña medía trescientos metros cuadrados). El capítulo destacable de la vida del destinatario de ese papel es su convivencia de veinte años con los huitotos del Putamayo. Del remitente destacamos su manera de enfrentar el tiempo. Cuanto más envejecía, más se esmeraba por verse impecable. Es lo que recomienda el manual de la vejez digna. Pero se le iba la mano. A los setenta y tantos, ya no parecía real, sino un muñeco de vitrina. Toda su ropa era de marca. En su casa de verano, donde pasaba los meses de diciembre y enero, no cabía un lujo más. No era una casa, sino un museo de la opulencia. Asfixiaba. Intimidaba. Ahí no provocaba vivir, sino posar (sube cuanto antes todas esas fotos, para que tus seguidores se queden sin aliento). El antropólogo y el coleccionista compulsivo de objetos hermosos y costosos tenían algo fundamental en común: la edad. Ambos estaban a un paso de lo absoluto. En la escueta casa del primero lo único valioso era su prodigiosa memoria. Mientras él hablaba de su vida entre los indios amazónicos, uno se internaba más y más en la selva. El maniquí era de pocas palabras. Los maniquís son así, medidos, atildados, educadísimos. En una palabra, tediosos. La invitación del hombre que no quería dar la impresión de decadencia (y, sin, embargo, la daba: saltaba a la vista que iba para los ochenta), no le planteó dilemas de ninguna naturaleza al hombre que tenía el tic de encoger los hombros. Ir o no ir. Comportarse de una manera occidental o de una manera selvática. Ser un mero espectador o un aguafiestas. Nada de eso. Al final de la exclusiva velada, que transcurrió sin contratiempos (los videos de veinte cámaras de seguridad podrían servirnos para corroborar esa afirmación), el anfitrión enseñó los objetos que había comprado en su más reciente viaje al Lejano Oriente. Amuletos, muebles e ídolos de Camboya, Laos y Vietnam. Los invitados posaron para la cámara junto a esas obras de arte. Uno de ellos, ante un pequeño Buda de teca, se hizo sentir en el dialecto de los huitotos. ¿Filosofía sobre la vida? Fríos. ¿Filosofía sobre la vejez y la muerte? Gélidos. Buenos chistes de la gente de la selva que podrían funcionar en español, ¿alguien querrá desbaratarse, estallar en carcajadas? El señor Calle dijo que por desgracia él ya estaba muerto y empezó a apagar las luces.

      Muchos alumnos de primaria de la escuela Manuela Beltrán todavía recuerdan la primera (y última) vez que el señor Restrepo acudió a hablarles de su vida de prójimo de los huitotos. El hombre llegó, estrelló contra el tablero, del todo extendida, su inmensa e incompleta diestra, y la calcó con una tiza. Los niños quedaron de una pieza. Ante ellos estaba un retrato fiel de la mano que el pueblo entero relacionaba con el canibalismo. Alcen la mano los que ahora no tengan en mente la palabra caníbal. Nadie la alzó. Niños, no piensen como todo el mundo, pongan a trabajar la imaginación. Una pista: los huitotos no comen carne humana. Otra: al principio, mi espesa y oscura barba les hizo pensar que yo era un demonio que les convenía tener de amigo. Y otra, muy importante: en la selva ya se imponían los enemigos de la selva. Como nadie dijo nada, el señor Restrepo borró de un tirón la mano que no había servido de musa y abandonó el aula. Varios días después, empezaron a lloverle historias infantiles sobre la vida de su diestra en la selva. Todas venían con un dibujo muy parecido al que él había hecho en el tablero. Todas, salvo una: la que hablaba de dos dedos que echan raíces y se vuelven árboles muy grandes y de aspecto feroz. Fue la que más le gustó.

      No era necesario ser amigo de doña Bibiana para que ella te permitiera visitar su finca de tierra caliente. Bastaba con que uno le cayera bien. “Usted me cae bien, puede ir a bañarse a los charcos de mi finca, pero necesitará un mapa y una carta de autorización. Hable con mi secretaria”. ¡Un mapa y una carta de autorización! Supuse que se me iban a abrir las puertas de una casona de la época de la colonia en perfecto estado. Tras un viaje de una hora y media por caminos destapados, me encontré ante unas ruinas parcialmente cubiertas con tejas de Eternit. Hice lo que había que hacer: eché chispas. El mayordomo me dijo que a todos los invitados de la señora les pasaba lo mismo y que en los charcos se les arreglaba el carácter. Como yo no quería que el mío se arreglara, cogí el camino de regreso con la intención de increpar a doña Bibiana y a su secretaria. No estaba la primera. A la segunda no la afectó en lo más mínimo mi pataleta y remató su indolencia con unas palabras de templo. “Despreció usted una piscina probática, sus demonios se lo agradecerán”. Al otro día, esos demonios me llevaron de vuelta a la hacienda con una casa fantasma, donde escuché, de labios de un mayordomo embriagado, cosas terribles acerca de su patrona. Un mayordomo que llevaba ahí diez años. Supuse que la piscina probática nunca se vería manchada de sangre.

      Según el señor Ospina, y no sólo él (cuarenta y nueve propietarios más), el paraíso queda en una pequeña franja costera del departamento de Sucre llamada Playa Bálsamo. Me gustaría tener la labia de un promotor turístico para describirlo como manda la época. Empecemos por su elemento fundamental, por el mar. Cálido y amable. El mar ideal para ahogar las malas energías que hemos acumulado a lo largo del año (estamos en la última semana del mes de diciembre). Sigamos con la playa. Por ella se puede andar descalzo. Ya se pueden ustedes imaginar la felicidad de los pies de uno de los reyes nacionales del hormigón. A la naturaleza que hay entre la unidad cerrada que consta de cincuenta casas y el mar se le debe dedicar, de una manera jubilosa, varios adjetivos. Frondosa, balsámica, intacta. A ver si también lo hago bien como promotor inmobiliario. Cincuenta casas que no maltratan su entorno. Cambie usted la palabra casa por la palabra cabaña, que la segunda le sienta mejor a la conciencia ecológica. Todas, con vista al mar. Ninguna, sin ojos electrónicos. En cada una de ellas hay cuatro habitaciones completas, lo que implica que para cagar u orinar no hay que atravesar un largo corredor o salir a la intemperie. Uno se levanta de la cama, avanza dos o tres pasos y asunto resuelto. Cuatro baños en cada casa, cuatro zonas de alivio. El inventor del inodoro moderno se merece un monumento. En vez de un caballo, el bendito asiento, donde los poderosos tienen que admitir que su naturaleza no es divina. El inodoro es el trono que nos baja los humos. Hagamos cuentas. Entre el mar y los árboles hay doscientos refugios que le convienen tanto a la fisiología como a la filosofía. El cuarto de baño es uno de los sitios ideales para concebir y ordenar pensamientos. Aquí, los seguidores de Borges deben indignarse. Ningún lugar como la biblioteca. Crecemos entre los libros. Leer, leer, leer. La bibliolatría, otra religión que debemos cuestionar. Como quien dice, otra guerra perdida de antemano. No podría decirse que los cincuenta propietarios del paraíso son leídos, pero no se puede negar que están muy bien informados. Para qué más datos, para qué más cifras. No son leídos y no están bien informados los habitantes del submundo de al lado (submundo, porque carece de algunos elementos modernos, como el acueducto y el alcantarillado. Se recomienda andar calzado por sus trochas). Acerca de esos tres mil quinientos vecinos, el señor Ospina, y no sólo él, dice que son demasiado ruidosos. Es lo único que dice de ellos. Oiga usted esa música, si es que semejante bulla puede llamarse música. El año pasado eran menos ruidosos, y como la policía sirve para tres cosas, esas que sabemos, ya se podrá usted imaginar el estrépito que nos espera. Playa Bálsamo, en el departamento de Sucre. Con guardia a todas