Para esta mañana diáfana. Daniela Alcívar Bellolio

Читать онлайн.
Название Para esta mañana diáfana
Автор произведения Daniela Alcívar Bellolio
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789978775134



Скачать книгу

un resto de la noche anterior. Salió a la terraza, aún en ropa interior, y abrazó de buena gana el frío de la mañana en Quito. El cielo estaba azul, el sol ya había salido.

      Miraba sin convicción el vuelo de las golondrinas en la mañana: se recortaban como pequeñas manchas sobre el cielo. Le parecían despreocupadas y dignas de compasión. Una de las golondrinas detuvo su vuelo en plena altura, como observando desde lo alto un mundo que debía parecerle pequeñísimo. Era una imagen inmóvil; las nubes que se empujaban tras la silueta nítida del pájaro ostentaban una quietud amenazadora. Ella imaginaba la fuerza que el viento debía estar ejerciendo sobre la golondrina y creía poder imaginar los trabajos que el pequeño cuerpo debía pasar para mantener el equilibrio y permanecer inmóvil en el aire. Le costaba entender las razones que podía tener el pájaro para llevar a cabo semejante esfuerzo, pero pronto se cansó de la escena y volvió a entrar.

      Hizo el desayuno distraídamente; pensaba en el avión y en despedirse. Era su último día en Quito. Dejó el agua calentándose en la cantina y volvió al cuarto. Nico la miraba acostado, reacio, distante. Ella lo miró un rato largo y le sonrió. De algún modo los unía algo más allá de los planes y las reciprocidades; de algún modo, pensó, Quito sería siempre la ciudad que se cansó de recorrer buscándolo. La dejaba un tanto perpleja que el encuentro lograra siempre devenir en equívoco. Llegado el contacto algo quedaba fuera de lugar, como descolocado. Tantos años más tarde de su partida, eso había dejado de molestarla; quizás, pensó ella, a él también. Había sido una acumulación de desencuentros, maltratos, distanciamientos y acercamientos, destellos de alegría, cartas, peleas, la muerte del amigo. Todo lo que ocurría en los años de ausencia producía una inevitable pérdida de brillo, una metamorfosis que, por mínima y ambigua, hacía imposible la adaptación. Cada despedida había parecido la última, y en un sentido así era, también, esta vez.

      Sin embargo, ella, apoyada contra el marco de la puerta, le sonreía con sinceridad; se concedió, por ser temprano y seguir aún un poco entumecida por el frío de la terraza, una nueva versión de esa larga supervivencia sentimental, ya sin el cobijo que siempre les daba la oscuridad de la noche. Ambos escucharon el silbido de la tetera en la cocina.

      Volvió al lugar de la terraza desde el que había visto a la golondrina, y miró hacia el punto en el que recordaba la figura mínima contra el cielo: ese lugar estaba vacío, doblemente desierto, azul y blanco, ajeno a todo. Conjeturó sin tristeza sobre el posible destino de la golondrina: algún rincón oscuro y suave, preparado por ella antes del vuelo para volver a morir. No está exenta de placidez esa muerte, pensó con las manos bien apretadas alrededor de la taza caliente para tolerar el frío y con los ojos entrecerrados, mirando aún el segmento vacío de cielo.

       Balcón al mar

      En viñedos donde el himno de las abejas ahoga la monotonía dormimos en busca de tranquilidad, sumándonos a la estampida.

      Él se me acercó.

      Todo seguía igual que de costumbre, excepto por el peso del presente, que arruinó el pacto que hicimos con el cielo.

      En verdad, no había motivo para alegrarse, ni tampoco necesidad de dar la vuelta.

      Solo por estar de pie ya nos habíamos perdido, escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.

       John Ashbery

      El amanecer se demoraba ese día en que yo miraba todos los matices del cielo desplegarse detrás del enorme vidrio de la sala de espera del aeropuerto. Se demoraba, pensaba yo, más de lo que debería. Los colores no terminaban de definirse, oscilaban interminablemente esa mañana, esa casi mañana, esa casi noche, entre el violeta y el negro, entre el azul y el rosa tal vez, un poco más cerca del horizonte. Es difícil decirlo. Yo llevaba unos días ya sintiendo un hueco en el vientre, ese espacio que sabía irse abriendo cada marzo, en lo más hondo de mi vientre. Aparecía como un punto, cuando yo me había olvidado casi de su existencia, y entonces trataba de ignorarlo, tan insignificante era. Me distraía con el trabajo, con las perras, con los libros. Pero había algo que no me dejaba, ante ese vacío mínimo en el centro de mi cuerpo, vivir en paz. Con los años aprendí, entonces, que ante la aparición del vacío, pequeñísimo en principio, cerca de febrero o marzo, debajo de mi ombligo, pero más adentro, lo único que podía hacer era fingir, hasta que fuera imposible seguir haciéndolo.

      En ese amanecer lento en el aeropuerto, aún trataba de fingir —tanto le temo— que el hueco no había vuelto a manifestarse tras meses de latencia silenciosa. Sin embargo esa división interior, esa suerte de espacio neutro, ese punto que había sido origen y luego fue puro desenlace, fue lo que me hizo comprar un pasaje de avión a la costa, que me imaginara tirada sobre la arena desierta, de cara al sol y escuchando el rumor del mar y actuara en consecuencia.

      Una noche nos habíamos echado en una planicie a mirar las estrellas. Es poco lo que recuerdo de todo eso, salvo la magnitud del cielo que nos cubría, su negrura profunda presionada débilmente por las estrellas que brillaban, sin embargo, con toda su fuerza. Yo le pregunté dónde estaría la luna, pero no recuerdo qué respuesta me dio. Y esa inmensidad nos trajo, creo, una certeza renovada del final de todo lo que veíamos y de nosotros mismos, y nos trajo también, o al menos a mí, paz, porque supe ante la vista de ese paisaje sideral, que ningún dolor podría ser tan duradero, y que si nada podía durar lo suficiente como para ser relativamente importante con respecto, por ejemplo, a la estrella más brillante que veíamos (luego me enteré de que las estrellas que vemos en el cielo fulgurando están casi siempre muertas y su luz ya no existe en su punto de origen), poco podrían importar nuestras vidas como construcciones individuales, y menos aun nuestra vida común. Reímos también esa noche bajo las estrellas, porque era lo que más hacíamos juntos, sobre todo de cara a la pérdida.

      Una voz dijo por el altoparlante que todos los vuelos estaban retrasados por las condiciones climáticas, los fuertes vientos que hacen que vuelos de treinta minutos duren cuatro horas o dos días. Yo tenía cierta expectativa de ver el amanecer desde el avión, pero ahora ya claramente eso no iba a pasar. No me moví de mi asiento ni reclamé nada. Cada vez que la vida me había tendido una trampa me había quedado paralizada, y no pretendía hacer más ante una trampa menor como esta. Solo me quedé mirando la claridad avecinarse sobre todo lo visible, iluminarlo todo y dejarlo expuesto, ineludible, desnudo.

      La luz de esa mañana, tan amarilla, me recordó una película francesa que vi hace unos años. Tiene un hermoso nombre: A nuestros amores. La protagonista es una muchacha de quince o dieciséis años que una noche, tras traicionar a su novio de adolescencia con un soldado, descubre que no podrá jamás volver a serle fiel a nadie. Llora entonces, amargamente, y a partir de ahí se enamora compulsivamente de un hombre tras otro, y luego los abandona. Su padre y su hermano, y quizá también ella, piensan que es incapaz de amar. Yo creo otra cosa: que ninguno de nosotros, ni yo ni nadie que conozca, puede amar tan sinceramente como ella. Que nadie que yo conozca, y mucho menos yo misma, es tan sabio que entienda de entrega y de desapego a tal punto que se conviertan, juntos, en amor. Al final, se va a Estados Unidos, abandonando a un hombre con el que había estado casada por un tiempo, al encuentro de un nuevo amor.

      Ahora yo empezaba a sentir otra vez el vacío en mi cuerpo, y sentí con su aparición también una necesidad imperiosa de entregarlo todo. Todo lo que tuviera quería entregarlo, para estar vacía por fin de todo y no solo de un segmento indefinible, inexistente, inmaterial, y por lo tanto incomprobable, de mí. Quería tal vez ser como la protagonista de la película. Pero enseguida me di cuenta de que no tengo nada que entregar, de que todo se concentra en el punto que había vuelto a aparecer, que volverá siempre a aparecer, intempestivamente, aunque de modo ritual, y a pesar de los momentáneos olvidos, duraderos o fugaces; de que por esa mínima porción de ausencia, anidada en algún lugar debajo de mi ombligo, pero mucho más adentro, pasaba también yo y todo lo que me trajera la vida. Esa certeza me tranquilizó: de algún modo todos los desconciertos, todos los desajustes y todo lo que no entiendo se cifró en un punto de mi propio cuerpo, resumiéndolo y explicándolo. Todo el deseo y el desaliento, y todo el silencio acumulado, en un exacto lugar que no puede ser alcanzado sino apenas rodeado, que solo