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que motivan nuestros propósitos, nos permiten planificar un proyecto que demandará, por ejemplo, siete años, y otros, más breves, que pueden llegar a un extremo en el cual nuestro aliento se interrumpe con angustia mientras intentamos recuperar el impulso y vislumbrar nuestra próxima hora, por no decir el siguiente minuto. Por eso una vez escribimos, recurriendo a una metáfora náutica, que cuando la tormenta arrecia y el horizonte se cierra dejándonos ver muy poco por delante de la proa, el objetivo es flotar, cuidando de mantener el impulso necesario para gobernar el timón y evitar proseguir al garete.

      En la cotidiana e inexorable disposición hacia ampliar el presente que trascurre entre lo que se re-siente y lo que se pre-siente, entre lo que se puede rememorar y lo que se puede prever, entre un ayer que se ha ido (y nos expulsa) y un mañana que viene (y nos succiona), es imprescindible proceder con esmero y mesura. De nada vale arruinar el presente con el intento desatinado e ilusorio de hurgar con nostalgia en el remoto pasado de un tiempo que ya se ha vivido, o de contemplar con anhelo un lejano futuro que nos complace imaginar tercamente como la única posibilidad aceptable, y que surge con el temor absurdo de que sin eso que nos falta, no se podrá vivir. El único pasado que vale es el que está vivo en el presente, porque no ha terminado de ocurrir; y el único futuro que vale es el que, igualmente vivo y actual, ha comenzado ya.

      Es necesario comprender, además, que no todo lo que ha trascurrido lo hemos vivido de un modo que nos ha dejado una huella, y que tampoco recorreremos todos nuestros caminos posibles. Recordemos a Antonio Porchia, cuando (en Voces) dice: “Me hicieron de cien años unos minutos que se quedaron conmigo, no cien años”, y también a Borges, quien, en su poesía “Límites”, del libro El otro, el mismo, escribe: “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, / sin saberlo, nos hemos despedido?”. La realidad, como el estrecho orificio de una aguja, deja pasar un solo sueño cada vez, por eso Paul Valery le hace decir a su Sócrates: “He nacido siendo muchos y he muerto siendo uno solo”.

      Cabe preguntarse ahora: nostalgia y anhelo sí, pero ¿de qué? El intento de responder a esa pregunta es uno de los motivos que me condujeron a escribir este libro y nos iremos ocupando de ella, de manera explícita o implícita, en los capítulos que siguen. Mientras tanto diremos que nuestras nostalgias y nuestros anhelos surgen en la consciencia (como surgen los recuerdos y los deseos) como productos –atinados o desmesurados– de una carencia actual. Si nada nos hiciera falta hoy, no añoraríamos lo que tuvimos ayer, ni sabríamos qué pedirle al mañana.

      Conviene que retomemos aquí algunas ideas que escribimos antes (en El interés en la vida), ya que describen situaciones que permanecen vivas en el trasfondo del para qué, y para quién, vivimos. Constituyen, por ese motivo, una adecuada introducción a una cuestión central, siempre presente, que reaparecerá con más fuerza en los últimos capítulos.

      A medida que pasan los años, nos enfrentamos de maneras distintas con ese sentimiento muy particular que denominamos “falta”. Una falta es la concreta carencia de algo que necesitamos y que sentimos que la vida o, peor aún, las personas y el mundo dentro del cual hemos vivido todavía nos deben. También “nos hace falta” disminuir la distancia que nos separa de nuestros ideales o de las normas que nuestro superyó establece, por eso una falta es también, en nuestro idioma, un acto indebido que nos genera una culpa. Sentimos esa especie de culpa frente a nosotros mismos, frente a la diferencia entre lo que somos y lo que quisimos ser, cuando nos parece que no hemos hecho lo necesario para realizarnos en una forma acorde con lo que ayer soñamos.

      La historia contenida en lo que sentimos que nos “hace falta” es una historia que viene de lejos, porque hunde sus raíces en los comienzos de nuestra propia vida, que es la continuación de la de nuestros progenitores. Reparemos en que durante la vida intrauterina la madre es el mundo completo que rodea al futuro bebé y le proporciona todo lo que le hace falta. Cuando, recién nacido, el bebé ingresa en el mundo extrauterino, habitualmente siente frío, ya que pasa de los 37 grados centígrados, que es la temperatura del cuerpo de la madre, a un ambiente que la mayoría de las veces no supera los 27 grados. El cuerpo le pesa, porque ya no flota dentro del útero como en una piscina, en el líquido amniótico; y le duele, porque ha tenido que usar su cabeza para abrirse paso en el canal del parto, que lo ha oprimido fuertemente. Tiene que respirar con sus pulmones y con un esfuerzo de sus músculos el oxígeno que antes recibía de la sangre materna a través de la placenta, y succionar de manera activa para obtener el alimento que también recibía de la sangre materna sin ningún esfuerzo.

      Esa situación del recién nacido (neonato) −que se revive cada vez que sufrimos un síndrome gripal− corresponde en su conjunto a un sentimiento para el cual, cuando se presenta en el adulto, suele utilizarse la palabra “soledad”. Es un sentimiento que, en realidad, queda mejor representado por el término “desolación”, el cual, por su origen, se refiere nada menos que a estar privado del solar, que es el lugar físico, anímicamente significativo, en el cual la vida de cada ser humano hunde sus raíces. De más está decir que la intensidad de la predisposición a ese sentimiento en el adulto dependerá de las compensaciones que haya encontrado en los primeros días de su vida extrauterina.

      Durante la lactancia, el bebé se reencuentra con su madre y tiende a pensar que ella es una parte de sí mismo que tiene que aprender a dominar, como lo hace con su propio cuerpo. Recordemos que esto sucede porque el bebé tiende a construir su propia imagen dejando fuera de ella todo lo que le produce malestar y apropiándose de aquello que le produce placer, y que en los primeros días de vida extrauterina, la madre –representada especialmente por el pezón que él succiona cuando mama– es una fuente inigualable de placer. Muy pronto el bebé descubre que la madre no le pertenece, ya que “va y viene” regida por una voluntad que él no domina. Agreguemos ahora que ese día, en el cual el lactante ha progresado en su conocimiento del mundo, quedará sin embargo registrado en una parte inconsciente de su alma como un momento malhadado en el que ha ocurrido una de las experiencias más penosas de la vida.

      Frente a la necesidad ineludible de renunciar a esa parte importante de lo que consideraba propio, se siente mutilado en su imagen de sí mismo, como si hubiera perdido una parte de su ego. La desolación que había disminuido entonces se reinstala, y se constituye de ese modo la primera y más importante carencia de nuestra vida después del nacimiento. Otra vez, la mayor o menor intensidad de esas vivencias neonatales influirá en el grado de predisposición a la desolación en el adulto. Se trata de una carencia que podemos considerar fundante, dado que constituye los cimientos de construcciones que, como los celos, nos acompañarán toda la vida.

      Una falta que nos hace sentir incompletos y nos deja, en el fondo del alma, una añoranza por un contacto de piel, una sonrisa y una mirada que “nuestro cuerpo” reconoce cuando nos enamoramos, pero cuyos orígenes no podemos recordar de manera consciente. Platón (en El banquete) simbolizó esa carencia fundamental en su mito de un ser humano primitivamente andrógino, completo en sí mismo, una mezcla de hombre y mujer, que el rayo de Zeus dividió en dos partes.

      A diferencia de lo que sucede en el amor, que se teje con las hebras de la realidad, el enamoramiento surge unido a las ilusiones necesarias para evitar el duelo por esa primera falta y conducir con rapidez a un reencuentro con el sentimiento de plenitud que se ha perdido. El enamoramiento, dado que repite la historia del sentimiento de plenitud cuyo colapso dio lugar a la primera falta, conduce de un modo inevitable a la desilusión que surge del contacto con la realidad y tiende a reinstalar la decepción que, para ser superada, exige realizar el duelo que se intentó evitar.

      El sentimiento de estar incompleto y de ser incapaz de conservar lo que es propio, que corresponde a la primera falta, constituye el origen de los sentimientos de envidia y de celos que todos llevamos adentro, a mayor o menor distancia de nuestras experiencias conscientes. La capacidad para tolerar y moderar los sentimientos penosos y “acostumbrarse” a una realidad inevitable se ejerce mediante el proceso que denominamos duelo. De ese proceso depende siempre, en alguna medida, la posibilidad de encontrar compensaciones que sean suficientes. La búsqueda de esas compensaciones transcurre dentro de una historia cuyos lineamientos generales compartimos todos los seres humanos, hasta el punto en que puede decirse