Название | ¿Para qué y para quién vivimos? |
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Автор произведения | Luis Chiozza |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789875994454 |
El ejercicio de una responsabilidad que no se refugia en la impotencia se acompaña, entonces, como inesperado regalo, de la cuota de alivio que surge del “tener algo que hacer”. No se trata pues de reparar el daño que hemos hecho, se trata en cambio de responder a cualquier daño, sea cual fuere su origen, con la actitud cariñosa que procura devolver a la vida su alegría.
Pero “hace falta” poder. Frente al to be or not to be de Shakespeare, y frente a “la oscura huella de la antigua culpa”, contemplando los conflictos entre el deber, el querer y el poder, no podemos dejar de comprender que la cuestión última no radica en el ser, sino que radica en “poder o no poder”. Aunque se dice, y algo de cierto tiene, que querer es poder, llegamos siempre a lo mismo: hay que poder querer.
De qué depende entonces el poder sino de Eros, la fuerza de la vida. Pero la vida, para decirlo con las palabras de Ingmar Bergman en Brink of life (En el umbral de la vida), “no admite preguntas; tampoco nos da respuesta alguna; la vida florece, simplemente, o se niega”.
No habrá vida, sin embargo, en que alguna de esas dos cosas no suceda. En nuestra vida se mezclan, de manera inevitable, lo posible y lo imposible. La vida, en el interjuego de nostalgias y de anhelos, se encontrará siempre con algo nuevo, pero lo intentará bajo la forma, engañosa, de querer otra vez lo que ya fue.
Goethe escribió: “Amo a los que quieren lo imposible”, y podemos comprenderlo; nada tiene de malo el intentarlo, lo malo reside en invertir en ello la vida por entero. Suele decirse que la política es el arte de lo posible, y me parece cierto en la totalidad de la vida. La posibilidad es prima hermana del duelo, y una vida saludable no descuida completamente lo posible en pos de una quimera.
El jardín del Edén
Los árboles del paraíso aparecen en el Antiguo Testamento en la historia del jardín del Edén. Uno de ellos es el árbol del conocimiento del bien y del mal, y el otro es el árbol de la vida. Estaba prohibido, para Adán y Eva, comer del primero, y luego de la desobediencia del mandato divino, son expulsados del paraíso para evitar que coman del segundo igualándose con Dios. Allí, en el Edén, Adán y Eva estaban desnudos sin sentir vergüenza; y cuando Eva, tentada por la serpiente, come, junto con Adán, el fruto prohibido, se avergüenzan, conscientes de su desnudez. Ya no tienen acceso al árbol de la vida, no podrán vivir para siempre, y lo mismo ocurrirá con su descendencia.
El conocimiento y la genitalidad aparecen estrechamente unidos en la historia bíblica del fruto prohibido, y la biología de nuestros días afirma (en ¿Qué es el sexo?, de Margulis y Sagan, por ejemplo) que el pasaje de la reproducción asexual a la sexual “se paga” con la decrepitud que conduce a la muerte.
Un episodio de mi infancia, que borrosamente recuerdo, simboliza (más allá de la curiosidad infantil por la “fábrica” materna de niños) la existencia de un dilema que procuro esclarecer con este libro, sabiendo que –por fortuna– mi intento siempre dejará un espacio abierto a indagaciones nuevas. Se trata de comprender en qué medida –o por cuánto tiempo– satisfacer la curiosidad que nos conduce hacia el conocimiento produce bienestar o malestar, o, inversamente, resistirse a la tentación beneficia o perjudica.
Me habían regalado un tentetieso que, en aquella época, anterior al plástico, era de celuloide. Un hermoso y colorido payaso que siempre sonreía y que, maravillosamente, recuperaba la vertical cada vez que insistía en inclinarlo. Me intrigaba comprender cuál sería la forma de la admirable maquinaria que, dentro de su voluminosa y opaca panza esférica, era capaz de volverlo tercamente a su posición original desde cualquiera de las situaciones a las que yo lo sometía. Un día, luego del tiempo que me llevó aceptar la idea de renunciar a mi juguete amigo, me decidí a despanzurrarlo, y me encontré, decepcionado, con un simple y apretado conjunto de bolillas de plomo.
Muchos años más tarde, Emilio Gouchon Cané, uno de mis mejores profesores en la escuela secundaria, me dijo un día algo que se quedó conmigo: antes de formular una pregunta, uno debe procurar saber si está preparado para asimilar la respuesta. Allí, en las bolillas de plomo, residía la maravillosa maquinaria, pero mi mente infantil no podía comprender que se trataba de un fenómeno dependiente de la gravedad, una fuerza que, a pesar de ser igualmente misteriosa, ya no nos asombra, porque “nos tiene acostumbrados”. Mi indagación en los trastornos hepáticos agregó un nuevo jalón a esa respuesta: que nuestros ideales funcionen como ángeles, o como demonios, depende esencialmente de las fuerzas que podemos disponer para lidiar con ellos.
II.
La vida nuestra de cada día
No sólo de pan vive el hombre
Cuando nos encontramos con la frase “la vida nuestra de cada día” –con la cual elegimos comenzar a indagar en el tema al que dedicamos el libro– recordamos, casi inevitablemente, la oración que ruega por el pan nuestro de cada día. Surgen entonces, enseguida, las palabras de Jesús: no sólo de pan vive el hombre, y estamos, íntimamente, de acuerdo, porque sabemos que para vivir necesitamos algo más.
La Biblia consigna que Jesús se refería a que necesitamos la palabra de Dios, y Ortega y Gasset (en Sobre el santo) afirma, a partir de Goethe, que la palabra de Dios –en ese contexto y en su mejor sentido– alude a la espiritualidad implícita en una emoción religiosa que puede categorizarse como un profundo respeto –antípoda de la frivolidad frecuente en nuestros días– por la forma en que se manifiesta la vida.
Valorar el respeto por la vida, como una virtud espiritual importante, que se opone a la frivolidad, nos ayuda, sin duda, a iluminar la cuestión, pero no nos alcanza para comprender cabalmente en qué consiste ese “algo más”. Postergaremos ocuparnos de lo que significa la espiritualidad, contemplada desde nuestro campo de trabajo, para señalar ahora que, en ese mismo espacio –el de la psicoterapia– nos encontramos con que el hombre vive mientras su vida está dotada de sentido. Tal como la sentencia dice: “El que tiene un ‘porqué’ para vivir soporta casi cualquier ‘cómo’”. En otras palabras: que la vida fenece cuando “se le acaba” el sentido.
El vocablo “sentido” reúne dos significados: es lo que se siente y, al mismo tiempo, la meta hacia la cual uno se dirige. Ambos significados, que constituyen mi intención y son lo que me anima, se reúnen en la palabra “motivo”, porque lo que siento es lo que me mueve hacia lo que voy. Solemos referirnos a la fuerza de ese motivo cuando decimos que una persona, o un equipo de rugby, tienen alta o baja su moral.
Las distintas amplitudes de la actualidad presente
El espacio –aquí, allí o allá– y el tiempo –ahora o entonces– se pueden caracterizar a partir de diferentes conceptos y con distintas precisiones. Puedo decir de muchas maneras distintas que estoy aquí, en el lugar en donde estoy ahora, diciendo que es un país de habla castellana, o que es la República Argentina, o la intersección de las calles Córdoba y Callao. Puedo, además, decir de maneras distintas que ahora estoy en el momento, “justo o injusto”, en que estoy aquí, en la era informática, en un día de invierno del año 2014, o en el instante en que ha comenzado a llover copiosamente. Pero también es claro que si mi vida puede trascurrir aquí, allí o allá, en el entonces de un mañana, como pudo trascurrir aquí, allí o allá, en el entonces de un ayer, ahora sólo puede trascurrir aquí.
Dado que el pasado ya fue y no es ahora, y el futuro tampoco es porque será, la vida se vive siempre en una curiosa especie de presente entre dos tiempos, cuya actualidad local –aquí– sucede en el único tiempo –ahora– en que la acción ocurre. Del mismo modo en que se vivió el pasado en un tiempo que en su momento fue un presente actual, se vivirá el futuro en otro tiempo que, en su momento, también será un presente actual. ¿Por qué, si es así, al pensar en el presente elegimos referirnos a la vida nuestra de cada día y no a la de cada hora, cada minuto, o cada segundo?
La respuesta es rotunda. Es absolutamente imposible atrapar el sentido que posee un instante. Vivimos en un presente inevitablemente