Suele decirse que, cuando se tiene un «porqué» para vivir, se soporta casi cualquier «cómo». ¿En qué consiste, de dónde surge, cómo se alcanza ese «porqué» que otorga a nuestra vida la confluencia de emoción e intención que denominamos «sentido»? No sólo se trata de que «el cuerpo pide» lo que le reclama el alma, ya que el alma se alimenta de la trascendencia que surge de nuestra pertenencia a la comunidad espiritual de una existencia colectiva. Así, más allá de lo que en un momento dado registre la consciencia, cuerpo, alma y espíritu participan siempre, de manera saludable o enferma, en la forma en que se configura nuestra vida. En nuestra relación con nuestros seres significativos y con nuestras obras, se constituye «la moral» y el interés de ser con otros (inter-essere) que nos mantiene vivos y nos aleja de la desmoralización que empobrece nuestro ánimo. Vivir nuestra vida es compartirla. Realizarla de manera plena es sentirla en el contacto y dedicarla a los propósitos que contribuyen a configurarla bien. Sólo en la confluencia de ambos avatares, los de nuestras nostalgias y los de nuestros anhelos, podemos asumir nuestra vida en su sentido auténtico. Sólo así es posible «desplegar» su destino en la plenitud de su forma. Es imprescindible, sin embargo, «ampliar» el presente con esmero y mesura. El único pasado que vale es el que está vivo en el presente, porque no ha terminado de ocurrir; y el único futuro que vale es el que, igualmente vivo y actual, ha comenzado ya.