Los muertos no tuitean después de medianoche. Diego Duque

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Название Los muertos no tuitean después de medianoche
Автор произведения Diego Duque
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164301



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el humo del porro que se desvaneció como sus recuerdos de niñez. En su terraza el mundo se adormecía y todo se volvía relativo, secundario, falto de importancia, incluso con la muerte de un asesino en serie un mes antes, su terraza le seguía pareciendo un oasis en pleno caos.

      Malasaña se había relajado, si a principios de los dos mil era el centro neurálgico del botellón y los conflictos asociados a él, ahora se había diversificado su ambiente. Si de día era el territorio de otakus, modernos y vintages, de noche, hipsters, punkys y ochenteros pululaban sus calles. Si en verano la ciudad apenas tenía vida y estaba casi vacía, en septiembre se notaba que muchos estudiantes y currantes habían regresado de sus mal pagadas vacaciones y que los turistas se habían vuelto a sus hogares. Las noches se empezaban a relajar y ese miércoles apenas había movimiento, eso, unido a la calorina que azotaba sus centenarias calles, hacían de Malasaña un barrio fantasma.

      El porro de Qino ardía lentamente, iluminando brevemente su rostro, dándole durante un segundo un aspecto aterrador, aunque nada más lejos de la realidad, porque si algo diferenciaba a Qino Montoya es que era sociable y encantador. Como buen oso era grande y peludo, su barba cada vez caneaba más y sus entradas se hacían más y más visibles. Su corpachón era compensado, un metro noventa flanqueado por largos brazos, Qino Montoya era lo que se esperaba que tenía que ser un osazo malasañero.

      Se empeñaba en creer que desnudo no ganaba mucho, algo con lo que no estaba nada de acuerdo su amante, Robert, que disfrutaba profusamente de sus carnes y de sus vellos. A Elvis, su otro amante hasta hacia un mes, le volvían loco su barriga y sus brazotes protectores. Algo innato en él. Qino Montoya había comprendido desde muy joven que no era como el resto de chavales de su pueblo, no solo porque le gustaran los hombres, sino porque física, mental y sobre todo, sentimentalmente, no encajaba con ellos. Qino asumió que le gustaban los hombres y lo calló, como muchos otros, hasta que no tuvo más remedio que decírselo a su padre en el lecho de muerte.

      Visto en perspectiva a Qino le parecía todo demasiado dramático, como en una tragedia griega, todos rodeando al cabeza de familia, en la penumbra de la alcoba, iluminado solo por velas, hasta que de sus labios expiraba el último resuello de vida. Una escena mortuoria, usual en su pueblo, pero que al Qino adolescente no le gustaba. Padilla y el resto de chavales del pueblo eran lo que se podía esperar de ellos, avispados, algo crueles y de ideas sencillas. Qino nunca les guardó rencor por que le llamaran mariquita, gordo–ballena o comehierbas, le resbalaban esos insultos. Sabía que quien hablaba era su ignorancia y que algún día se darían cuenta de su error. Si Qino hubiera querido les podría haber pegado una paliza, era grande y fuerte, sin proponérselo Qino tenía más músculos, y más inteligencia, que el resto de chavales juntos. Pero nunca se aprovechó de su corpachón, para qué, de qué le serviría demostrar que él era el fuerte y ellos los débiles, no conseguiría respeto, solo miedo, su tía Gloria siempre le decía «Qinito, que no te teman, porque del miedo al odio hay un paso muy corto».

      Qino dio un toque al porro con el índice y la cabeza, ardiente, salió despedida al vacío. Miró asustado pero no había nadie en la calle. Ni los gatos callejeros habían salido esa noche. Parecía que el único que estaba incómodo en la cama era él. Que el único que no soportaba ni el calor, ni la falta de compañía, era él. La pavesa de su porro descendió lentamente hasta llegar al suelo y se apagó. Qino había adoptado un incomoda postura para comprobar que no iba a provocar ningún incendio, tenía medio cuerpo fuera, casi apoyado en el tejadillo voladizo que sobresalía y que impedía que desde la calle se viera su casa. Dio un par de profundas caladas y tiró el porro a la calle, aunque sabía que no debía hacerlo, menos aun siendo inspector de policía, pero tampoco se iba a enterar nadie por lo que se concedió esa pequeña y absurda rebeldía.

      Una moto en la calle san Bernardo llamó su atención, era ruidosa, se podía oír perfectamente como recorría desde Gran Vía hasta Ruíz Giménez. Instintivamente giró la cabeza a la derecha, como si pudiera verla, y algo llamó su atención, subiendo por san Vicente, con la mirada perdida, sin fijarse en nada en concreto subía un hombre. Qino no le veía bien, a pesar de las farolas, la calle era oscura y estrecha, mal iluminada, como todo el barrio en general. Lo único que Qino acertaba a ver desde su azotea era una mancha borrosa roja y brillante. Entornó los ojos para intentar averiguar qué era lo que relucía entre la casi total oscuridad de la calle, pero su creciente miopía no se lo permitió. El hombre de la mirada perdida y la cintura brillante continuó avanzando, cuando llegó a la manzana de Qino, la 475, este le pudo ver perfectamente, joven, apuesto, barbudo, encajaba perfectamente en el barrio. Iba todo él vestido de rojo, aunque lo que más llamaba la atención era su cinturón, en concreto una gran hebilla roja con forma de corazón.

      CAPÍTULO 2

      Por octava vez esa noche el tren estrella Barcelona Sans-Madrid Puerta de Atocha paró en algún punto indefinido de su trayecto y por octava vez Daniela Quintana se maldijo a sí misma por no haber elegido el AVE de las 04:55 para ir a la capital. Se había dejado guiar por los buenos recuerdos, por los gratos momentos pasados veinte años antes en los convoyes nocturnos, cuando todo era mucho más sencillo, alocado y divertido, y el trabajo, el ocio y el amor cabían en el petate de la mili de su hermano… pero en pleno siglo XXI había sido una pésima y nefasta idea hacer un viaje tan largo, ya no tenía edad para dormir en un camastro mientras la cabina entera traqueteaba y se movía como una hormigonera. Incluso habiendo reservado una cabina para ella sola el viaje resultaba ciertamente incómodo.

      Cerró «Asesinato en el Orient Express» y pensó por un momento en las lánguidas damas inglesas que se recorrían medio mundo dentro de él… ¿Cómo lo aguantarían? Sin aire acondicionado ni calefacción, en un viaje de días. Sin duda alguna debían de estar hechas de una pasta diferente, una especie de raza superior que conseguía equivocar a todo el mundo con sus manguitos de zorro, sus tocados imposibles y su té de las cinco, haciendo gala de una falsa fragilidad que se volvía acero en las más duras condiciones.

      Definitivamente ella no habría sido una buena dama de alta alcurnia, alguna vez, por su trabajo, se había tenido que mover por las altas esferas y los resultados habían sido satisfactorios, sabía fingir muy bien, camuflarse entre señoronas y mandamases, integrarse con ellos para no dar la nota, aunque prefería el mundanal ruido, la calle y la gente más auténtica.

      Estaba ansiosa por llegar a Madrid, por eso cada parada, cada bache, cada frenazo inesperado del tren le ponía los nervios un poco más crispados. Alguien llamó a la puerta de su cabina.

      –Sí –respondió.

      –Estamos llegando a Madrid, señora.

      –Oh… gracias.

      Daniela sonrió, nunca se había sentido una señora, en su trabajo ser una señora era síntoma de debilidad. Se puso en pie, bajó la maleta del portaequipajes, metió el libro en el bolsillo exterior, revisó el bolso y miró por la ventana. A pesar de la oscuridad, Madrid era hermoso, casi mágico, y le recibía con un tímido vaivén de luces que caprichosas se encendían en las azoteas y buhardillas. Volver a Madrid era como visitar a una antigua amiga a la que, a pesar de no haber visto en muchos años, una siempre reconocía. Seguro que Malasaña había cambiado mucho, sabía que ahora los hípsters ocupaban el lugar de los punkis y que lo vintage y las pop–up stores estaban de moda. Sacó su cartera, desdobló un papel y releyó la dirección de su destino, cerca de la plaza del Dos de Mayo. Después se dispuso a salir del tren, zigzagueando entre un mar de viajeros somnolientos, asegurándose de que su pistola seguía bien sujeta a su cintura.

      CAPÍTULO 3

      El chico del corazón luminoso alzó la cabeza y sonrió a Qino como si le conociera de toda la vida. Era bastante atractivo, el oso devolvió la sonrisa aunque tenía serias dudas de que pudiera verle, ya que en su tejadillo apenas había luz. El chico continuó andando por san Vicente, cien metros después se giró y miró de nuevo a Qino. Aunque estaba lejos, aunque no veía su cara,