Los muertos no tuitean después de medianoche. Diego Duque

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Название Los muertos no tuitean después de medianoche
Автор произведения Diego Duque
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164301



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tan solo necesitaban alejarse por la A6, dirección A Coruña, para descubrir que lo que no les dejaba ver el bosque era una gruesa y oscura mancha que, como los malos presagios en las novelas gráficas, se cernía sobre una ciudad que amanecía ajena al sufrimiento o al dolor.

      El último coletazo de verano era seco y ardiente como el aliento de satanás. Después de unas tímidas lluvias en agosto, septiembre estaba siendo un verdadero suplicio para todos lo que regresaban a sus trabajos y estudios. En las últimas décadas, pocas veces se habían cumplido los tres meses de infierno que según la sabiduría popular tocaban después de los nueve de invierno y las noches se convertían en un verdadero acto de fe, incluso con aire acondicionado, conciliar el sueño era imposible.

      El inspector Qino Montoya rodó por la cama, como un gran oso pardo que no encontrara la postura. Era miércoles, realmente ya era jueves, y estaba solo. El cuarto miércoles que dormía solo en mucho tiempo, su enorme cama nunca había estado tan solitaria desde que Elvis, su pequeño amante lampiño, delgaducho y descarado, se había marchado. Le extrañaba, le echaba de menos de la manera más egoísta porque se había acostumbrado a estar con él aún solo concediéndole un escaso espacio en su vida. Qino Montoya era egoísta, no echaba de menos al novio, al amante, al amigo o al compañero, echaba de menos al no–novio, ese fastidioso término que había acuñado para eludir cualquier tipo de responsabilidad para con sus amantes.

      Qino Montoya no quería una relación estable y monógama. Era feliz con sus dos no–novios aunque ahora hubiera perdido a uno de ellos. Qino era sincero cuando conocía a un hombre, desde el primer polvo le dejaba claro que él no era de tener novio, mucho menos marido, siempre repetía, como si fuera un mantra, que él no iba a dar paseos por el Retiro, no iba a planear escapadas románticas a París ni iba a acompañar a nadie a bodas de hermanas ni similares.

      Buenos ratos, buenas cenas, buenos polvos. La única y verdadera Santísima Trinidad en la que creía Qino Montoya.

      Nada más.

      Qino rodó una vez más por la cama y buscó su teléfono. Estuvo tentado de llamar a Robert, su otro no–novio, pero se detuvo, supuso que estaría haciendo el amor con alguno de sus otros amantes, en alguna de las otras ciudades en las que vivía. Robert y Elvis eran los perfectos amantes, Qino era su punto de unión, los dos sabían de la existencia del otro, los dos aceptaban ser parte de un extraño triangulo, y los dos complementaban a Qino de manera que ningún otro novio monógamo podría hacer. Todo parecía ir bien hasta que un mes atrás, Elvis se fue. Hacía también un mes que tampoco veía al escocés, su trabajo en una pijísima e importantísima casa de subastas de arte le tenía retenido entre París y Berlín, Qino no quería, ni por un momento que Robert pensara que se sentía solo y que le necesitaba. En su no–relación no había necesidades, ni reproches, ni cuernos. Ambos eran libres de follar con quien quisieran. Pero esa noche Qino Montoya se sentía solo y eso le tenía jodido, pero bien jodido.

      Qino se sentía bien en soledad, tenía su ático en Malasaña, su televisión gigante con su Play 2, su trabajo en la comisaría, su madre en el pueblo, su vida perfectamente organizada día a día, pero las noches… las noches se le hacían eternas, solitarias y sobre todo vacías… de abrazos, de besos, de pelos y, más que nada, de sexo. Tal vez lo que más le molestaba a Qino de que Elvis ya no estuviera con él era que ahora tenía un novio casi formal, o todo lo formal que podía ser su relación con Robert. La subinspectora Córcega era tal vez la única que estaba feliz porque ahora Qino tuviera un solo amante, ya que siempre le había recomendado las bondades de una relación monógama y estable.

      Novio.

      Esa palabra le escocía en el estómago. Qino Montoya hacía mucho que no tenía novio. Siempre decía, y no era mentira, que había tenido dos novios y medio. Y solamente con uno, Niko, había estado a punto de llegar a algo más pero acabó irremediablemente mal, como todas sus relaciones, aunque en este caso concreto, visto varios años después, parecía que no había sido tan catastrófico. Niko se iba a casar con un tal Tomy, un chulazo andaluz, que nada tenía que ver con Qino, ni con sus kilos o su pelo.

      A Qino le sorprendió ver a Niko en la comisaría después de tanto tiempo y más aún cuando le dijo que se iba a casar, no esperaba que le invitara a su boda porque Qino pensaba que existía una ley que impedía a los ex invitarte a sus bodas, pero ahí estaba la invitación, sobre su mesilla de noche, como una prueba irrefutable de que era verdad. Tendría que ir a la boda de su ex. No se le ocurría nada más incómodo y menos apetecible, pero como para eso faltaban muchos meses ya se preocuparía de buscar una excusa creíble para no ir, lo cual no era difícil, una de las pocas ventajas de ser inspector de policía es que nadie dudaba de sus excusas, todos daban por supuesto que cuando decía que no podía ir a tal o cual sitio por una cuestión de trabajo, todos asentían y con voz baja y confidencial decían un «ah, comprendo» aunque en realidad no comprendieran nada. Ese era uno de sus mejores trucos, sobre todo para esquivar a su tía Gloria. Su madre le pillaba siempre que le soltaba una mentira, como cuando le ocultaba que era gay o vegetariano, como todas las madres le tenía cogida la medida a su hijo, pero su tía Gloria, que siempre le decía que era su sobrino favorito, picaba el anzuelo y se creía la urgencia de su sobrino a la hora de cazar maleantes. La madre de Qino vivía recluida en el pueblo, anclada en un reportaje de usos y costumbres populares. Su pueblo se había modernizado en lo imprescindible, pero para según qué cosas parecía un especial de Cuéntame.

      Definitivamente no iba a dormir nada. Ya había probado a comer unas galletas, a beberse una cerveza, a darse una ducha tibia, incluso a echar varias partidas al Street Fighter, pero jugar solo no tenía gracia. Qino tenía insomnio, en su fuero interno se decía que por culpa del calor, que porque desde que la inspectora jefe Arjona se había ido, la comisaría estaba manga por hombro, que porque había empezado algo parecido a una dieta depurativa y alguna excusa ridícula más. Pero más allá de las mentiras echaba de menos a Elvis y a Robert.

      Salió a la terraza de su pequeño ático malasañero y, desnudo como estaba, empezó a liar un porro recostado en el pretil. El barrio estaba dormido, aletargado. En verano Madrid se vaciaba de madrileños, pero se llenaba de turistas y visitantes ocasionales, amantes pasajeros para una ciudad que nunca, bajo ningún concepto, dormía. Lo que sostenía la ciudad eran sus ganas de diversión. Daba igual la crisis, los problemas o las multas, si en Madrid alguien quería pasárselo bien de seguro encontraría con quién y en dónde. Qino habría deseado tener una manguera y regarse a sí mismo, pero las amenazas de sequía y ser inspector de policía, cabecera de la Brigada Roja para más añadidura, le chafaban sus almodovarianas fantasías.

      Qino fumaba tranquilamente. Adoraba su terraza, cerró los ojos y por un momento deseó poder apagar todas las farolas, todos los carteles luminosos de los hostales y el silbido de los semáforos para poder dejar la ciudad a oscuras, sumida en el silencio y la tranquilidad, como cuando era pequeño en su pueblo, en la época en la que un tanto indulgentemente se permitía a los niños jugar hasta pasada la media noche en la calle y la máxima preocupación era decidir entre queso o Nocilla para el bocadillo de la merienda.

      En su pueblo nunca pasaba nada, eso lo sabían muy bien su madre y su tía Gloria. El único incidente llamativo en el pueblo fue la muerte del padre de Qino, pero eso ya había quedado solucionado hacía mucho tiempo, enterrado entre delantales arremangados y pucheros de sopa, como se hacía todo en su pueblo. «Si las cocinas hablasen, a más de uno se le caería la cara de la vergüenza» le decía su tía Gloria. Qino sabía que en los pueblos la vida tenía un tempo especial, un ritmo sosegado, como el río o el campo. Qino aspiró fuertemente el aire por la nariz y durante unos segundos regresaron a él la paz y la tranquilidad que le embargaban cuando de noche él y Padilla, el único de los garrulos de su pueblo al que podía llamar amigo, se tumbaban en las tierras del Paciano, a las afueras del pueblo cerca del río, y miraban las estrellas, la mismas que habían desaparecido del cielo de Madrid. Padilla no hablaba mucho, simplemente escuchaba a Qino, aunque a veces se quedaba dormido mientras el joven Qino soñaba despierto con dejar el pueblo, con salir de la tediosa rutina de sus sencillas vidas rurales. Qino no estaba hecho para la vida de pueblo, de alguna manera él sabía que su sitio estaba en la capital, en Madrid. Como tantos otros había soñado Madrid antes de vivirla y eso no tenía precio, esa