Los muertos no tuitean después de medianoche. Diego Duque

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Название Los muertos no tuitean después de medianoche
Автор произведения Diego Duque
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164301



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nos conocimos porque vine para una feria alternativa de arte y me dije coño si es este fin de semana entonces es nuestro aniversario.

      –No digas más eso.

      –El qué.

      –Eso.

      –Aniversario.

      –Ssshshshshhs –Qino chistó infantilmente a su no–novio.

      –Coño Qino no seas niño. Si es solo una chorrada no seas tonto.

      –No soy tonto, no soy… mierda quién me llama ahora…

      Qino cogió el móvil y saltó de la cama al ver que era Córcega.

      –Dime Córcega.

      –¡Donde coño estás!

      –¿En casa, por?

      –Como que por ¡Velasco está a punto de llegar!

      –¿Ya, tan pronto? Pero si no son ni las ocho y media.

      –¡Montoya! Hoy dice quién es el suplente de la inspectora Arjona, hoy llegará a las nueve menos cuarto, vente cagando leches.

      Montoya no tuvo que oír dos veces el consejo de la subinspectora. Saltó de la cama, se limpió con cuatro toallas húmedas los restos de la corrida de Robert del pecho y la barba y se puso ropa limpia, formal, que básicamente consistía en unos pantalones negros y una camisa a cuadros de H & M porque las de Zara mo le cabían. Montoya huía de las tiendas de ropa como de los gimnasios, solo entraba cuando era absoluta y rigurosamente necesario, y desde agosto no había ido ni a uno ni a otras. Su armario tenía eco y siempre que podía tiraba de sudaderas y vaqueros gastados.

      –Robert me tengo que ir. Luego hablamos. Si puedo comemos juntos, vale…

      –Vale, yo me quedo un ratito más. Luego nos vemos niño… y no te rayes.

      –No me rayo… es que… joder… –dijo, pero Qino Montoya se rayaba y mucho. Era una de sus especialidades, sobre todo en ese tipo de situaciones. Qué significaba regalo de aniversario, qué se suponía que tenía que hacer, comprarle algo, celebrarlo con una cena a la luz de las velas, un paseo en calesa.

      ¿¡Qué!?

      Qino bajó las escaleras a trompicones, tenía menos de diez minutos para presentarse en la comisaría, en el mejor de los casos llegaría sudando como un pollo, con el bazo fuera por el esfuerzo y resoplando como un san Bernardo en el desierto, una pésima imagen para un futuro inspector jefe. El aniversario le retumbaba en las sienes al ritmo de las zancadas que iba dando. Cuando llegó a la puerta, le esperaba Córcega.

      –¿Ha llegado?

      –No, tranquilo, tengo a Nerim vigilando Gran Vía –Córcega le sonrió. Normalmente la subinspectora asumía el papel de Rottenmaier en el equipo, era la madre, la adulta y responsable; Nerim el impulsivo, el que necesitaba madurar, el eterno adolescente. Córcega le arregló el cuello de la camisa, le dio un clínex para que se secara el sudor y le dijo –me alegro mucho. Te mereces ser el inspector jefe.

      –Bueno, bueno… todavía no es seguro –hablaba su prudencia rural.

      –¿Cómo que no? A quién vana aponer, a Otxoa.

      El paquete de Qino dio un respingo. La mezcla morbosa de alcohol, sudor y deseo que destilaba el inspector Otxoa, resonaba aún en su nariz, le seguía deseando y en breve se verían. Qué cara se pondrían, que se dirían, Si Qino era el nuevo inspector jefe, si ganaba él, estaba claro que Otxoa se quedaría jodido, pero si el elegido era Otxoa… sería absolutamente insoportable, y más aún después de haberle humillado y casi lamido la mejilla, por no hablar de haberle restregado la polla por el culo. Nerim apareció corriendo por la parte alta de la calle de la Luna, como de costumbre llevaba puestos sus vaqueros híper ajustados lo que le impedía dar grandes zancadas, aun así su cuerpo garboso y espigado llamaba la atención en la quietud de la calle.

      –Ya viene, ya vieneee.

      –Ok chico, tranquilo, que ya está aquí. Anda subamos todos.

      En el ascensor la sonrisilla feliz que llevaban los tres contrastaba con sus pensamientos. Montoya pensaba en el aniversario, en lo innecesario de ese asunto, él no lo quería, el solo quería que Robert cumpliera su parte del trato, de hecho estaba convencido de que el más proclive a tener una relación abierta era el escocés y ahora le salía con aniversarios.

      Nerim le daba vueltas a otra nota anónima que había aparecido en su mesa, era la segunda ese mes y la cuarta en ese verano. Un mensaje anónimo era divertido en el instituto cuando tenía quince años, pero ahora con treinta y siendo policía le parecía casi siniestro.

      Por su parte Córcega seguía rumiando su inminente traslado a Oviedo con su futura esposa. Lo iba a dejar todo por Nuria y en el fondo le preocupaba Nerim, su compañero era un buen policía, solo necesitaba un poco de mano dura y sin ella en la comisaría, no estaba segura de que alguien le enderezara correctamente.

      Cada uno con su tema, cada uno parapetado tras una insustancial conversación sobre esa noche de verano en la que al parecer Montoya no había sido el único en tener problemas para conciliar el sueño. La llegada a la cuarta planta fue rápida y cuando las puertas se abrieron era notable la tensión previa a una gran noticia, todos sabían que era el día, todos sabían que estaba entre Otxoa y Montoya.

      En el despacho les esperaban Otxoa y sus palmeros, Silva y Ruíz, los perfectos acompañantes de un perfecto capullo. Le reían sus gracias, le jaleaban en sus imbecilidades y le apoyaban en sus gracietas. Probablemente juntos sumaran un cerebro completo, pero no estaba demostrado. Otxoa no saludó, ni siquiera subió la vista del periódico. Montoya no pudo evitar fijarse en la mejilla, en los arañazos que le había dejado la pared de cemento. Eso le excitó.

      –Vaya –empezó a decir Ruíz –que prontito llega hoy la Brigada Rosa no.

      Nerim había aprendido la lección y no iba a picar. Ya había dado algún espectáculo con anterioridad. Pero esta vez no iba a darles ese gusto.

      –Cierto. Que puntuales… os habéis caído de la cama… los tres a la vez.

      –Qué cosas dices, la bollo no pinta nada ahí, no ves que los otros dos son muerde almohadas.

      Ninguno de los tres decía nada. Si había un día para aguantar estoicamente las gilipolleces de Ruíz y Silva era ese. Sus estupideces y sus tonterías no eran nada nuevo. Más allá de homofobia era simple y llanamente gilipollez. Si la brigada roja hubiera sido enteramente heterosexual los tres se habrían cachondeado del bigote de Nerim, de los kilos de Montoya o de que Córcega fuera mujer. Lo de menos, probablemente, era que fueran gay, bisexual y lesbiana, eran básicamente una evolución del matón de instituto, que ataca indiscriminadamente a todo aquel que se salga de la norma, sin una pizca de gracia, pero con placa y arma. Ruíz y Silva iban a comenzar de nuevo con sus chascarrillos y sus tonterías pero Otxoa les cortó.

      –Basta. Salid fuera, tengo que hablar con Montoya.

      Los palmeros bufaron ante la orden de Otxoa mientras que Nerim y Córcega miraron con cierto asombro a Montoya. Este con gesto tranquilo y un aleteo de mano les dio permiso para irse.

      –Bien, qué quieres –Montoya estaba preparado para todo, si Otxoa lo que quería era echarle en cara que le había aplastado la cara y rebozado el paquete le diría que si tenía miedo porque le había gustado, si lo que quería era darle una hostia por haberse propasado se la devolvería y si lo que quería era recochinearse porque él iba a ser el nuevo inspector jefe ni se inmutaría porque hasta que Velasco no le nombrara tenían las mismas oportunidades.

      Otxoa cerró la puerta del despacho común, bajó las persianillas, se giró y lentamente le dijo:

      –Si se te ocurre decir algo de lo que pasó esta mañana, te capo.

      Montoya le clavó la mirada en los ojos, Otxoa era moreno, atractivo, daba el tipo de chulito de pueblo, de los que juegan al mus, toman wiski y hablan en alto de las putas que se follan en el