Название | Dios y el hombre |
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Автор произведения | Fulton Sheen |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788432152825 |
Dirás: «¡Si yo fuera Dios, destruiría el mal!». Si lo hicieras, destruirías la libertad humana. Dios no destruye la libertad. Si no queremos dictadores en este mundo, menos aún los querremos en el reino de los cielos. Quienes culpan a Dios de permitir que la libertad del hombre se dedique a entorpecer y desbaratar su obra son como quienes, al ver los tachones y los errores de un cuaderno escolar, condenan al profesor por no arrancarle el cuaderno al alumno y ponerse a escribir él. Así como el objetivo del profesor es enseñar bien —y no conseguir cuadernos limpios y perfectamente escritos—, el objetivo de Dios es el desarrollo de las almas, y no la producción de entidades biológicas. Te preguntarás: «Si Dios sabe que voy a pecar, ¿por qué me ha creado?». Dios no ha hecho a nadie pecador: ¡pecadores nos hacemos nosotros! Ahí sí que somos creadores. El mayor regalo que Dios le ha hecho al hombre, aparte de la gracia, es el don de la libertad humana y la capacidad de corresponderle con amor.
4.
LA INVASIÓN DIVINA
EN CIERTA OCASIÓN ME ESCRIBIÓ una mujer hablándome de su hermano, que estaba muriéndose en un hospital y hacía cerca de treinta años que se había apartado de los sacramentos. Decía que, además de haber llevado mala vida, era un hombre malo y nocivo. Hay una diferencia entre ser malo y ser nocivo. Un hombre malo roba; un hombre malo mata. El hombre nocivo puede que no haga nada de eso, pero intenta destruir la bondad que hay en los demás. El caso es que este hombre era nocivo. Había hecho todo lo posible por corromper a los jóvenes y difundido entre ellos toda clase de folletos nocivos con los que destruir la fe y la moral. Esto es lo que escribía su hermana: «Han venido a verle unos veinte sacerdotes y los ha echado a todos de la habitación del hospital. ¿Podría venir usted?». ¡Y ahí va Sheen, el último recurso!
Lo visité esa misma noche y, sabiendo que a mí no me iría mejor que al resto, solo estuve unos cinco segundos; pero, en lugar de hacerle una sola visita, le hice cuarenta. Fui a ver a aquel hombre cuarenta noches seguidas. La segunda me quedé entre diez y quince segundos, y cada noche fui aumentando entre diez y quince segundos más. A final de mes ya pasaba con él diez o quince minutos, pero ni una sola vez saqué el tema de su alma hasta que llegó la noche número cuarenta. La noche número cuarenta me llevé conmigo al Santísimo y los santos óleos y le dije:
—William, vas a morir esta noche.
—Lo sé —contestó él.
Se estaba muriendo de cáncer, un cáncer facial: una de las visiones menos atractivas que se pueden contemplar.
—Estoy convencido de que esta noche querrás reconciliarte con Dios —dije.
—¡No! ¡Largo de aquí!
—No estoy solo —le dije.
—¿Quién ha venido con usted? —me preguntó.
—Me he traído al Señor. ¿Quieres que también se vaya Él?
No contestó nada, así que me quedé unos quince minutos junto a su cama de rodillas, porque llevaba conmigo al Santísimo. Le prometí al Señor que, si ese hombre daba alguna señal de arrepentimiento antes de morir, construiría una capilla para los pobres en la zona sur de Estados Unidos: una capilla de 3.500 dólares. ¿Te parece poca cosa para una capilla? Para una capilla sí, pero para mí era una cantidad ingente de dinero.
Después de rezar insistí:
—William, estoy convencido de que esta noche querrás reconciliarte con Dios.
—¡No! ¡Largo de aquí!
Y empezó a llamar a gritos a la enfermera. Para que se callara, corrí hacia la puerta haciendo ademán de irme. Luego volví rápidamente, recliné la cara sobre la almohada junto a la suya y le dije:
—Solo una cosa más, William. Prométeme que esta noche, antes de morir, dirás: «Jesús, ten piedad».
—¡No! ¡Largo de aquí!
No tuve más remedio que irme. Le dije a la enfermera que volvería si el hombre preguntaba por mí a lo largo de la noche. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando me llamó la enfermera para decirme:
—Acaba de morir.
—¿Y cómo ha muerto? —pregunté.
—Pues casi al minuto de irse usted empezó a decir: «Jesús mío, ten piedad»; y no paró de decirlo hasta que murió.
Como veréis, no fui yo quien influyó en él. Lo que se produjo fue una invasión divina en el interior de alguien que en su día tuvo fe y la perdió. Da igual si se tiene fe o no se tiene: esa intrusión desde fuera es invariable. Y nos ocurre a todos de un modo tan sutil que muchos la rechazan. A san Agustín le ocurrió por medio de una voz infantil cuando llevaba una vida turbulenta y desenfrenada. Entonces escribió esta frase: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1). Y tenemos el caso de Charles Foucauld, un conocido vividor que, en medio de su turbulenta vida, durmiendo al raso en el Sahara, padeció lo que Francis Thompson llamó «el descarado escrutinio de las estrellas». Foucauld se encontró con la gracia y dedicó su vida a ejercer el sacerdocio entre los musulmanes del Sahara, donde murió mártir: algo que ha sucedido prácticamente en nuestros días.
Podría seguir mencionando muchos otros casos de invasión divina. No obstante, vamos a dejar las anécdotas para pasar a la forma que adopta esa invasión divina. Se trata de una gracia, pero hasta el momento no sabemos qué significa exactamente la palabra «gracia». Quizá pueda anticiparme un poco y decir que hay dos tipos de gracia: la gracia blanca, que nos hace agradables a Dios, y la gracia negra, en la que notamos su ausencia. En el mundo de hoy son muchos los que notan su ausencia, incluidos los ateos. No es el hombre quien busca a Dios: ¡es Dios quien busca al hombre! Nos hace sentir inquietos. La primera pregunta que aparece en las Escrituras es esta: «Hombre, ¿dónde estás?» (Gn 3, 9).
No hay ningún poeta que haya expresado mejor esa invasión divina que Francis Thompson en su espléndido poema «El Sabueso del cielo». En su día Thompson estudió Medicina y prácticamente lo único que aprendió fue a consumir droga. Acabó viviendo como un mendigo, durmiendo en el Covent Garden londinense debajo de los carros de verduras, y se planteó suicidarse. El matrimonio Meynell lo acogió en su casa y en uno de sus bolsillos encontró un poema que, a los pocos años de morir, había vendido cincuenta mil copias. Treinta años después se estudiaba en japonés en la Universidad de Tokio. Es un poema que casa muy bien con el actual estado de ánimo, porque los hombres están empezando a notar ese movimiento del dedo de Dios. Thompson va explicando las distintas vías que empleó para escapar de Dios, el Sabueso del cielo; y la primera es el subconsciente o la inconsciencia de la mente. Pensaba que, sumergiéndose en el subconsciente, sería menos consciente del Sabueso que lo perseguía. Huía –dice– de Dios:
Huía de Él por la áspera pendiente
de las noches y días;
huía de Él, cruzando las arcadas
de los años sombrías;
y por los laberintos de mi mente
huía de Él; y en brumazón de llanto
de su faz me escondía con espanto,
y me aturdía en ondulantes risas.
Corrí tras vislumbradas ilusiones
con alocadas prisas,
hasta rodar por breñas y peñones
al titánico horror de negro abismo,
donde repercutían
esos Pies que implacables me seguían.
Mas en la cacería sosegada
pulsan los Pies con majestad serena,
urgentes en su prisa mesurada;
y, sobre el ruido