Название | Los pensamientos nocturnos de Goya |
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Автор произведения | Luis Peñalver Alhambra |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417786175 |
La estética y el gusto del setecientos no solo toleran, sino que alaban Los placeres de la imaginación, como reza el título del conocido estudio de Joseph Addison en The Spectator (1712). El propio Melchor de Jovellanos, que conocía bien este texto, ensalza la imaginación y reivindica al artista como hombre libre no sujeto a la obra mecánica o artesana. Es una época en la que algunos académicos, como, por ejemplo, Ignacio Núñez Gaona, entonan un Canto a la imaginación en el reparto de premios de la Academia de San Fernando el 14 de julio de 1787. No satisface la mera imitación, por lo que se suceden los elogios a la vis creativa de la imaginación: el conde de Teba, retratado por Goya, en la entrega de premios de 1796, o el propio José Luis Munárriz, en 1802, se muestran de acuerdo en no llamar «artista» al autor desprovisto de ingenio o fantasía4. El propio Goya, en el famoso informe que dirige a la Academia en octubre de 1792, defiende la libertad del pintor, convencido de que «no hay reglas en la Pintura, y que la opresión, ú obligación servil de hacer estudiar ó seguir á todos por un mismo camino, es un grande impedimento á los jóvenes que profesan este arte tan difícil». El artista moderno tiene la necesidad de asombrar, a diferencia del artista de otras épocas, cuya obra —ha escrito Paolo D’Angelo—:
… adquiere valor en la medida en que se adecuaba a los criterios estables y reconocidos de lo bello; pero el artista moderno, constitutivamente aislado, no tiene puntos de referencia a los que remitirse, está condenado a buscar la novedad, a destacarse como individualidad interesante.5
Qué duda cabe que dar nuevos giros a viejos temas o inventar otros inéditos supuso para Goya (muy consciente, como Novalis, de que «solo lo individual interesa»), además del goce puramente artístico de un pintor seguro desde muy joven de su valía e independencia, una forma de promoción social y consolidación del estatus de alguien que procedía de un nivel familiar inferior.
Antes de que se inaugurase de manera oficial el Romanticismo ya se había abandonado el principio de imitación y la estética de la recepción a él asociada. El arte, sobre todo a partir de Goya, ya no podrá entenderse sino como producción o «puesta en obra de la verdad»; como creación autónoma de la fantasía de una subjetividad que no es mero correlato o reflejo de una realidad exterior. Pero esta autonomía de una imaginación que sigue sus propias pautas se revela pronto engañosa, como no tardará en descubrir el pintor aragonés. Lo que parecía el fundamento y la garantía del arte como una producción libre del sujeto, acaba convirtiéndose en una pesada carga para este. Y es que la fantasía, cuando no está bien sujeta con cadenas, acaba enredándonos con sus fantasmas. La imaginación del Goya anterior a la enfermedad y a la guerra es todavía dócil y apocada, una imaginación pacata sometida a los límites de la razón, como la de los ilustrados ávidos de nuevas emociones y libertades. Más tarde el sordo solitario, aguijoneado por el dolor, ya no podrá conjurar esa fantasía desenfrenada que acabará estallando en los Disparates y las Pinturas negras, esa imaginación aterradora y gorgónica, hechicera y siniestra —en el imaginario de Goya, peligrosamente femenina y seductora— que abraza la cabeza de la diosa Razón para asfixiarla y ensombrecer sus Luces.
Cuando el cerebro está dañado por algún accidente —escribe Joseph Addison en Los placeres de la imaginación—, o desordenado o agitado el ánimo de resultas de algún sueño o enfermedad, la fantasía se carga de ideas feroces y aciagas, y se aterra con visiones de monstruos horribles, todos obra suya.
Pero estos monstruos no serían muy difíciles de ahuyentar o de domeñar si se dejasen confinar en el ámbito del cerebro o del sujeto. Addison no hubiera imaginado hasta qué punto la extraña enfermedad de Goya iba a profundizar en la memoria ancestral del dolor. Y es que en la estética goyesca no llegarán a calar aquellas «emociones sublimes» importadas principalmente de Inglaterra a través de Addison y Burke, ese «horror agradable» y civilizado descrito como un dolor o displacer placentero que, finalmente, se resuelve en la esfera del sujeto.
Sin conocerla, Johann Wolfgang von Goethe nos advertía contra una fantasía como la goyesca, la cual es como el dolor que nos avisa de un peligro o, más aún, como una premonición de desastre. La fantasía de un sordo que desoyó las admoniciones de Novalis, quien, en una carta a su amigo Friedrich von Schlegel, escribiría en 1799 que «el sueño y la imaginación están hechos para el olvido. No debemos detenernos en ellos»6. Goya, arrastrado por su vigorosa intimidad, no pudo dejar de hacerlo, aunque nunca llegaría a convertir estos sueños de la imaginación en una mera delicuescencia psicológica. En el pintor aragonés no encontramos esa autocomplacencia narcisista de Heinrich Heine o de Jean Paul Richter, o ese abandono deliberado de Ludwig Tieck al ensueño romántico, a la caza furtiva de sentimientos incitadores de estados oníricos. La incontinencia fantástica de Goya no se debió a la exasperación del yo, sino a su herida mortal, una herida por la que el sujeto (y con el sujeto el mundo entero) se desangra y vacía en una delirante hemorragia de imágenes.
Grabar el Desastre
No deja de asombrarnos el destino reservado a las imágenes. Por una parte, las imágenes son vicarias de las cosas en la medida en que las suplantan para que podamos seguir disponiendo de ellas cuando ya no estén. Por otra parte, sin embargo, tienen el poder de distanciarnos de lo real para abrirnos a un universo de invención en el cual cualquier capricho, libertad o extravagante combinatoria puede jugarse sobre el fondo azaroso de la nada. En las posibilidades que nos abre esta facultad descansa la vertiente lúdica de lo imaginario goyesco, el lado diurno de la ensoñación del pintor, esa dimensión traviesa que acaba siendo una explosión de imágenes luminosas; pero también ese otro lado de lo imaginario con el que no se puede negociar, ese lado ineludible que, como el dolor y la enfermedad, nos deja desamparados, fuera del abrigo de todo refugio moral y huérfanos de cualquier Principio, ya se llame Dios, Razón o Humanidad: se trata del aspecto nocturno de las imágenes que nos conduce de disparate en disparate, de ausencia en ausencia, para acabar enfrentándonos con el último de los disparates. Es el Goya de las clausuras y las oclusiones, los locos y las prisiones; el Goya que va a acabar precipitándose en la sinrazón de las Pinturas negras y los Disparates, imágenes de una lucidez delirante que se mueven como huecos fantasmas o rígidas sombras por el negro Hades del aguatinta y que van a sacar el mundo y al artista fuera de sí hasta abandonarlos a la Intemperie. Aquella imaginación móvil y fluida, aquella fantasía proteica incapaz de detenerse en ningún resultado, de pronto y abruptamente, nos pone al borde de un precipicio tras el cual ya solo queda la caída. De esta manera, en nuestro viaje por esa región de continua apertura y de inagotable novedad que constituye el reino de lo imaginario, acabamos topándonos con ese monstruo que la vida siempre ha querido conjurar, precisamente la madre de toda novedad, como llama a la sombra de la muerte Giacomo Leopardi, el más atormentado y pesimista de los poetas románticos. Diríamos que en los Disparates se ha consumado la oclusión del horizonte de sentido que se había iniciado en los campos de muerte y destrucción de los Desastres, si no fuera porque la muerte, como la vida, también es una imagen, la más sarcástica de ellas: una pura y simple imagen, pues no tenemos otra representación de ella que la del muerto, y este no se parece a nada salvo a sí mismo.
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