Название | Los pensamientos nocturnos de Goya |
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Автор произведения | Luis Peñalver Alhambra |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417786175 |
2 Juanes (2006): 17 y ss.
3 La idea de un Goya filósofo no es nueva. Ya Charles Yriarte afirmaba en 1867 que «debajo del pintor está el gran pensador que dejó huellas profundas», haciendo especial hincapié en los dibujos, que el artista «convierte en idioma con el que formular el pensamiento», y en los grabados, que tienen «el alcance de la más elevada filosofía» (Yriarte, 1997: 119). Autores como Bonnefoy (2006) han hablado del «pensamiento figural» de Goya. Por su parte, Tzvetan Tódorov ha reivindicado en un bello ensayo al Goya pensador, para el cual «la pintura nunca ha sido un simple juego, un puro divertimento, un elemento decorativo arbitrario. La imagen es pensamiento, tanto como el que se expresa mediante palabras. Siempre es reflexión sobre el mundo y los hombres» (Tódorov, 2017: 18).
4 El catálogo razonado que reúne los dibujos de Goya, desde el álbum italiano a los Cuadernos de Burdeos, quiere poner al día el anterior catálogo de Gassier (1973 y 1975), incorporando el inédito Cuaderno italiano, así como algunos dibujos localizados hace poco tiempo, como los del llamado Álbum de Beruete, que se creían destruidos en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y que han reaparecido en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. Véase Matilla y Mena (2018 y 2019). Sobre los dibujos que han reaparecido en el Hermitage, véase Ilatovskaya (1996).
5 Carderera (1996): 79.
6 Dieciocho cobres de los Disparates fueron vendidos al coleccionista y rico comerciante Ramón Garreta, pero en 1856 pasarían al poder de Jaime Machén, quien, a su vez, se los vendería seis años después al Ministerio de Fomento. Fue la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando la que en 1864 hizo una tirada de las láminas por primera vez, en una edición de trescientos ejemplares. Las cuatro restantes (es decir, el «Disparate puntual», el «Disparate de bestia», el «Disparate conocido» y el «Disparate de tontos»), que al parecer fueron vendidas o regaladas al pintor Eugenio Lucas, serían editadas en París por François Liénard para la revista L’Art en 1877. Sobre la fortuna de esta serie, véase el «Estudio preliminar» de Casariego (1974), Carrete Parrondo (1979) o, más recientemente, Carrete Parrondo y Glendinning (1992). Véase también el Apéndice II de este libro.
7 Tomlinson (1989): 47.
8 Durante un tiempo se llamó a estas láminas «Caprichos»; en concreto su segundo propietario, Jaime Machén y Casalins, se refería a ellos como «Caprichos fantásticos» antes de que se impusiera la tradición, gracias sobre todo a Cardedera, de considerarlos «Sueños» o «Proverbios», debido a algunas leyendas alusivas a lo que parecen refranes. Finalmente, se impuso el término Disparates para toda la serie, por el título que el propio Goya dio a algunas de las pruebas de estado. Cf. Glendinning y Carrete (1992): 23.
9 Cf. Tódorov (2017): 180.
10 Blanchot (1999): 55.
11 Malraux (1947): 20.
12 Las iniciales GW y el número corresponden al catálogo de referencia de Gassier y Wilson (1970).
13 Véase el interesante ensayo de Stoichiță y Coderch (2000).
El aire: las imágenes
El vuelo de las brujas
El aire: el elemento a través del cual se desplazan esas esfinges hechiceras que vuelan (o caen) hacia sus aquelarres y que constituye la materia prima de sus bebedizos y sortilegios imaginarios. No podía ser de otro modo: como vehículo y vínculo mágico universal de todo lo que vive y muere, el aire siempre ha sido el medio natural de los demonios, aquellos prestidigitadores temibles y burlones conocidos desde antiguo por su natural inclinación a adueñarse de la fantasía de los hombres. Porque —los más ilustres teólogos e inquisidores dan fe de ello— el aire que respiramos está cuajado de diablos, tan sutiles como el elemento que los sostiene. San Agustín, Tomás de Aquino, Suárez, Calvino o el propio Lutero, sin olvidar a los famosos autores del Martillo de las brujas, coinciden en afirmar que somos prisioneros del «príncipe de este aire»1.
¿Qué es lo que no puede realizar el demonio?, se preguntan nuestros mayores conocedores y (a su pesar) admiradores del señor de los pagos mundanos. Desde luego, este insuperable ilusionista se las arregla para persuadir a nuestros crédulos ojos infectados por la imaginación de que lo que no realiza ya lo ha realizado; no en vano, los demonios pueden adueñarse de nuestro humor «fantasmático» y hacernos ver, merced a las maquinaciones de la fantasía, las transformaciones más inverosímiles, mudando las apariencias de hombres y animales, mutilando miembros o transmutando a la vieja en moza o a la hembra en varón. Estas potencias demoníacas son tan amorfas y ubicuas, tan dúctiles como el aire: sin forma propia, pueden adoptar y llenar todas las formas; son tan sutiles y poderosas como la fuerza de la imaginación, gran maga universal que rige el mundo de lo visible. Y todo ello porque los demonios son los reyes y señores del universo manifestado y pueden, como los pintores —que en esto los siguen muy de cerca—, transformar cualquier apariencia en la contraria, hacernos creer en la realidad del vuelo de la bruja o, por el contrario, persuadirnos de su carácter imaginario en nombre de esa otra ficción de la fantasía que es la razón. ¿Eran las brujas realmente transportadas a los sabbats por el aire a lomos de chivos o de palos de escoba, tal vez «sobre una especie de hombre forjado del aire por el demonio» —se pregunta Martín del Río, el mayor demonólogo de su tiempo, en su Disquisitionum magicarum (Lyon, 1612)— o simplemente se trataba de fantasías e ilusiones del espíritu? Las sesudas mentes de teólogos e inquisidores hicieron que esta cuestión se convirtiese durante siglos en el quid del problema de la brujería y de la postura oficial de la Iglesia sobre el mismo. Pero, en el fondo, daba lo mismo: auténtico o imaginario, el viaje por el aire era fruto del poder perverso de Satán.
La fantasía es siempre viciosa. De hecho, la historia de la imaginación (o de la phantasia, palabras de problemáticos aconteceres de traducción que aquí tomaremos, sobre todo por su común vocación de irrealidad, como equivalentes2) se encontraba en todo momento ligada al relato de la caída3. Ya san Agustín (Enarrationes in Psalmos, CXLIII, XC y en De Trinitate, XII) reconoce la sombra de la Imaginación en la serpiente que tienta a Eva: la primera mujer, la Concupiscencia que despierta el Deseo de Adán y que, como objeto de la potencia apetitiva («la que nos mueve», según Aristóteles una facultad inseparable de la potencia imaginativa), no se puede desligar de la fantasía; tampoco de la fantasía de Goya, que siempre fue pintor y hombre fascinado por el misterio de la mujer y de la imaginación, esa imaginación seductora y al mismo tiempo aterradora y siniestra que, para él, pertenecía al género femenino.
Se trataba de viejas polémicas sobre el carácter real o ilusorio del vuelo de las brujas que, como la creencia en las brujas mismas, ya no estaba de moda en tiempos de Goya. Y, sin embargo, nunca la gente había gustado tanto de las historias de hechicerías como en la segunda mitad del siglo XVIII. Precisamente en ese momento, cuando ya nadie podía tomárselas en serio o cuando solo podían ser toleradas como ficción, será cuando Goya, tomándolas completamente en serio como