Название | Primera instancia |
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Автор произведения | Almudena Fernández Ostolaza |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417895853 |
Al pasar por delante del despacho de Julián, se asomó a la puerta entreabierta y vio que él también estaba recogiendo para marcharse. Era un hombre físicamente enorme, atento y calmado. Cuando la acompañaba en las diligencias más desagradables, su presencia le hacía sentir mucho más segura, pero sobre todo le gustaba su buen juicio, igual era porque solían coincidir en sus opiniones.
—¿Nos vamos ya? —le preguntó—. Mañana tenemos un montón de testigos.
Fueron apagando las luces y bajaron, prácticamente a oscuras, las escaleras. Inmaculada creía que Julián no se había dado cuenta de que estaba llorando.
En la puerta, le cedió el paso y, saliendo detrás de ella, le apretó un hombro con su manaza preguntándole:
—¿Miedo, impotencia?
—Solo cansancio.
MARTES CUATRO DE MAYO DE 2006
Cuando Lucía se despertó, Jorge, ya vestido, observaba un mapa de carreteras con una taza de café en la mano sentado apaciblemente en la terracita de su habitación.
Ella se acercó, le abrazó por la espalda y le besó apreciando su olor a recién afeitado. Luego se fijó en el mapa y le preguntó:
—¿Qué estás buscando?
—Hoy vamos a hacer turismo. Ponte guapa que nos vamos a Córdoba.
—¿A Córdoba? Pero si está a más de tres horas.
—¡Qué más da, estamos de vacaciones! Vamos a la Mezquita y pasamos el día juntos, lejos de todo este lío.
A Lucía le pareció bien la idea: el día entero para ellos solos.
—¿Sabes una cosa? —le dijo cariñosa—, te quiero tanto que me gusta todo de ti.
Y lo pensaba sinceramente. Le daba lo mismo que tuviese veinte años más que ella, era el hombre más atractivo que había conocido.
Él no respondió. Sonrió complacido e hizo un gesto de asentimiento que lo mismo podía significar «yo también» que «a mí que me cuentas».
Ella recordó la escena de Star Wars en la que la princesa Leia le confiesa su amor a Han Solo a punto de morir y él responde: «Lo sé».
***
Nada más llegar a su despacho, Inmaculada se disponía a llamar al Instituto de Medicina Legal donde habían llevado el cuerpo de Lola, pero Julián le avisó de que estaba allí Mariola Domínguez, la mujer de Álvaro, y solicitaba hablar con la jueza. Colgó el teléfono sin llegar a marcar e hizo pasar a Mariola.
La mujer se sentó muy rígida en el borde de la silla repasando con la vista el despacho con tal gesto de desaprobación que se diría que le daba asco: las paredes, con tantas capas de pintura que, a pesar de que la última era muy reciente, no tapaba los desconchones; los muebles de oficina baratos y desgastados; las ventanas, que no encajaban bien... Inmaculada, que había sentido auténtica desolación el día que vio por primera vez su lugar de trabajo, en ese momento se ofendió por el desprecio de Mariola. En décimas de segundo se convenció a sí misma de lo irrelevante que era la decoración en esas circunstancias: una mujer había sido asesinada y ella era la encargada de la instrucción. No se iba a dejar intimidar por mucho botox, mechas y ropa fashion que llevara la testigo.
Mariola comenzó a hablar perdonándole la vida, sin disimular el menosprecio que sentía por ella, que no pertenecía a su clase social. Se tomaba todo aquello como un trámite burocrático, terriblemente pesado y desagradable, dejando muy claro su punto de vista: todo ese asunto no era más que un ataque personal contra su marido y, por extensión, contra ella. Pero había tomado la determinación de armarse de paciencia y colaborar para terminar cuanto antes. Por eso se había presentado en el juzgado para que le preguntaran «todo lo que tengan que preguntar y a ver si termina todo esto de una santa vez».
A pesar de semejante declaración de intenciones, cuando comenzaron las preguntas Inmaculada se dio cuenta de que no iba a sacar nada en limpio sobre los movimientos de Álvaro, que era lo que le interesaba, ya que Mariola se limitó a decir que su marido volvió tarde a casa, aunque no podía precisar la hora porque ya estaba dormida. Ella nunca iba a la feria porque «allí no se le había perdido nada».
Entonces la jueza se acordó de que el propio abogado le había dado una idea cuando demostró, sin querer, que el tema de las infidelidades era pantanoso.
—¿Sabe usted si su marido le es infiel o tiene alguna sospecha en ese sentido?
—Mi marido es un hombre excelente. En todos los años que llevamos casados jamás le he sorprendido en algo así —respondió Mariola mientras colocaba y recolocaba los flecos de su pañuelo de seda.
—Entonces, ¿puede asegurar que su marido jamás le ha sido infiel?
—Ya le he dicho que nunca he tenido ninguna prueba de eso.
—Por favor, conteste a lo que le pregunto. ¿Ha sospechado usted o ha encontrado indicios o alguna vez le ha podido parecer que su marido tenía una amante?
—Bueno claro —contestó con voz chillona—, sospechas las puede tener cualquiera. Que yo me imagine algunas veces cosas, no quiere decir que sean ciertas si no tengo pruebas, ¿no? Si no me equivoco, creo que es eso lo que dice la Constitución.
«Vale, tenía una amante», pensó Inmaculada y despidió a Mariola con toda la amabilidad que pudo.
En cuanto cerró la puerta marcó el número del Instituto, pero la forense estaba practicando una autopsia y no podía ponerse al teléfono. Colgó dando las gracias y preguntó a Julián si habían localizado a Ana. Necesitaba aclarar su contradicción con la declaración de Álvaro.
—Llegará en media hora —le contestó—. El que está aquí es Jesús, era el primero que teníamos en la lista de hoy.
—Vale, dame un minuto y le haces pasar.
Leyó rápidamente su esquema sobre las personas cercanas a la víctima: «Jesús Estrada López. También conocido como Chus. Dueño del hotel. Novio de la víctima en el pasado. Posible padre del niño, según los rumores. Primo de Álvaro, pero, a diferencia de él, es muy amigo de Lola, se les ve juntos a menudo».
Inmaculada y Julián coincidieron en que ese hombre parecía hundido. Era evidente que la muerte de Lola le había afectado profundamente. Llevaba la ropa arrugadísima, con aspecto de haber dormido con ella puesta. Desde que se sentó, fijó la mirada en sus propios pies y respondió a las preguntas con desgana, como si la investigación le pareciera una tontería comparada con la inmensidad de su dolor.
Declaró, en tono apático, que había llegado muy tarde a la feria, serían más de las once, y no sabía a qué hora se había marchado, quizá a las tres o las cuatro. Iba con una pareja de amigos que se hospedaban en su hotel y regresaron los tres juntos. No había visto nada extraño ni cuando estaban en la feria ni cuando se fueron. Tenían el coche aparcado en la explanada de enfrente y allí estaba todo normal.
Sí, había hablado con Lola y la había visto marcharse con Ana y con Álvaro, todo el mundo les había visto. Se había despedido de ella con un saludo a lo lejos. —Cuando pronunció la palabra «despedido», se le saltaron las lágrimas. Inmaculada le tendió un pañuelo de papel, pero lo rechazó y se limpió los ojos con la mano.
Chus no creía que Lola tuviera ningún problema grave ni le había extrañado nada en ella en los últimos meses y pensaba que era imposible que tuviera enemigos. Respecto a la gente que se había quedado en la feria hasta última hora, su lista coincidía más o menos con la del churrero, aunque añadió dos nombres más, los de sus amigos de Barcelona: Jorge y Lucía.
Le contó a la jueza, respondiendo a su pregunta, que había tenido una relación sentimental con Lola hacía ya muchos años. Y que la había querido muchísimo, añadió espontáneamente.
Cuando