Primera instancia. Almudena Fernández Ostolaza

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Название Primera instancia
Автор произведения Almudena Fernández Ostolaza
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417895853



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      Mientras esperaba al detenido aplacó los nervios escuchando las excusas de un primo de la víctima, Francisco Aguilera Ramos, que se presentó en el juzgado para disculpar a su tía, Remedios Aguilera González, que no estaba en condiciones de testificar. Explicó que la mujer era muy mayor y le habían tenido que administrar sedantes, por lo que su declaración tenía que aplazarse.

      Álvaro —ya en calidad de imputado, en presencia de su abogado y sin perder un ápice de su aplomo— insistió en negar rotundamente cualquier participación en el asesinato. Aseguraba que, como ya les había dicho antes, llevó a su casa a Lola y a Ana por pura casualidad, porque los tres se iban en el mismo momento y hubiera sido una grosería no ofrecerse a acercarlas, y que, desde luego, había dejado primero a Lola y después a Ana. No tenía ninguna explicación para el hecho de que la víctima hubiera aparecido en la carretera, ya que él la había llevado hasta la puerta de su casa, pero, en cualquier caso, creía que eso no le convertía en un criminal. Justificó la abolladura del coche explicando que se había dado un golpe en el aparcamiento de la fábrica hacía más de una semana, pero, como estaban de feria, no se lo habían podido arreglar en el taller del pueblo. Además él prefería llevarlo al taller oficial de la Mercedes, en Cádiz.

      Cuando pasaron al tema del hijo de Lola, dijo que no sabía quién era el padre, pero que, con toda seguridad, no era suyo. Reconoció que sí había mantenido con Lola una relación sentimental en el pasado antes de casarse con Mariola. Y, al preguntarle si esa relación había continuado después, lo negó. Inmaculada fue más explícita y le preguntó si alguna vez había sido infiel a su mujer. Él se quedó pensativo un segundo y contestó:

      —Con Lola, no.

      Su abogado le interrumpió para ordenarle, más que aconsejarle, que no contestara a ninguna pregunta de esa índole y la jueza la formuló inmediatamente:

      —¿Con quién?

      —A esa pregunta no voy a responder, señoría —dijo Álvaro muy solemne.

      Respecto al chantaje, lo negó todo. Aseguraba que, en primer lugar, él no era el padre del niño. Y, en segundo lugar, aunque lo hubiera sido, Lola no era esa clase de mujer. Que estaban muy equivocados, porque Lola era una buena persona. «A mí nunca me pidió un duro, ni yo se lo di», dijo textualmente.

      Por último, Inmaculada le preguntó si pensaba que Lola tenía enemigos o alguien que pudiera tener algo contra ella, y él contestó:

      —Lola volvía locos a los hombres. Era una bellísima persona que nunca hizo daño a nadie, pero también era una bellísima mujer y más de uno ha perdido la cabeza por ella. Estoy convencido de que esto, si no es obra de un psicópata, lo ha hecho alguien desesperado por tenerla.

      —Y, usted, ¿perdió la cabeza por ella?

      —A esa pregunta no voy a responder, señoría.

      Pese a las protestas del abogado, el fiscal se opuso a la libertad bajo fianza. Consideraba que Álvaro tenía un móvil más que probable, ocasión de cometer el crimen, era la última persona con quien se había visto a la víctima con vida y, por si fuera poco, había mentido en su declaración. Además, la brutalidad del atropello lo desaconsejaba.

      Ella se vio obligada a mantener la detención, aunque eso le valiera la enemistad de los habitantes de ese pueblo para el resto de su vida. Y es que Don Álvaro, como le llamaba todo el mundo, era una persona muy respetada y, por lo visto, bastante querida, dada la indignación general que había provocado su detención. Era una suerte que allí nadie se callara nada. Se sentía más segura sabiendo que, en cuestión de minutos, le llegaban todos los rumores y comentarios, que el sargento Ramírez le transmitía sin necesidad de preguntarle.

      ***

      Después de una larga siesta, Lucía salió con Jorge a dar una vuelta. Fueron paseando hacia el centro del pueblo por el camino de tierra junto al arcén de la carretera. Al pasar por delante de un cortijo con un jardín muy cuidado, recordó que Chus había comentado que aquella era la casa de su primo Álvaro. No se detuvieron, pero se quedaron mirándola con aprensión. Era como si a cada paso aquella atrocidad les calara más hondo.

      Jorge caminaba cabizbajo con las manos en los bolsillos y los hombros un poco levantados con un gesto que Lucía sabía que no era de frío, sino de malestar. Intentó reconfortarle abrazándolo por la cintura, consiguió que la mirara y le sonrió cariñosa, pero él solo le dio un beso distraído en la frente y siguió andando en silencio.

      Subieron por la calle principal, larga y empinada, y terminaron en el Casino. Era un local con sillones corridos de terciopelo rojo, veladores de mármol y carteles de toros de hacía más de veinte años. Estaban tan cansados que no tenían ganas de andar para buscar un sitio más acogedor.

      Intentaron, sin éxito, leer el periódico: los detalles del suceso se comentaban a viva voz. El camarero, un hombre mayor que secaba vasos con parsimonia sin hacer mucho caso a la clientela, criticaba a la jueza encargada del caso:

      —Mandan a una niñata de Segovia que no se entera de nada y se ponen a hacer fotos en plan CSI. Dicen que ha vomitado varias veces al ver el cadáver.

      El corrillo que le escuchaba dejó de prestarle atención cuando llegó una pareja que acaparó el protagonismo con la última noticia: don Álvaro estaba detenido como sospechoso del asesinato de Lola. La señora, con muchas sortijas y una voz muy chillona, contaba indignada que le habían detenido como a un criminal y que la pobre Mariola estaba deshecha porque no le habían dejado quedarse con él.

      En medio de aquel drama, sonrieron por primera vez en el día. ¿Cómo pretendía que le acompañara su esposa mientras estaba detenido?

      ***

      A las doce y cuarto de la noche, Inmaculada todavía estaba en su despacho. A solas y con la única iluminación de la lamparilla de la mesa, se fijó en el resplandor que entraba por la ventana y se dio cuenta de que la luna llena había sido precisamente la noche anterior. «¿Y si ha sido un psicópata?», pensó. El olor del cadáver se le había quedado incrustado en el cerebro y cada vez que lo recordaba volvía a sentir la sensación de náusea.

      Llamó por el móvil a su novio, Luis, pero no contestó. Se imaginó, con un poco de envidia, que ya estaría durmiendo. A ella le iba a costar conciliar el sueño.

      Para calmar su angustia necesitaba hacer algo útil que le devolviera la sensación de control. Lo mejor era seguir trabajando. La llegada de Ramírez le sacó de sus pensamientos, parecía que aquella noche nadie tenía la intención de irse a casa.

      Venía a informarle de que dos de sus hombres habían inspeccionado el camiónchurrería y no habían encontrado nada extraño. Descartaban que hubiera podido circular la noche anterior porque era imposible mover ese trasto sin desmontar toda la instalación de la churrería y estaban seguros de que el desmontaje había sido esa mañana. Él mismo lo había visto cuando fue a citar al churrero para declarar. No obstante, la inspección había sido solamente in situ; si la jueza creía conveniente registrarlo más a fondo, podían traerlo al juzgado para que lo vieran los técnicos de la brigada científica.

      Como se fiaba totalmente del criterio de Ramírez, no lo consideró necesario y le dio las gracias por atender a tantos frentes en un día tan difícil.

      Cuando se marchó, ella se puso a revisar el material que Paco y Ángel habían recogido en el registro de la vivienda de Lola. Echó un vistazo y eligió una carpeta con documentos médicos. Había una mezcla de todo: informes, análisis, ecografías e incluso volantes con horas de citas. Leyó detenidamente un impreso en el que constaban todos los datos del recién nacido: fecha y hora, peso, talla, etc., pero no encontró ni la más mínima referencia al padre.

      Entonces se centró en varias cajas de bombones llenas de cartas y postales guardadas sin ningún orden. Empeñada en encontrar alguna de Álvaro, comenzó a clasificarlas según el remitente, pero una hora más tarde desistió. Ordenar y examinar todo aquello le podía llevar toda la noche.

      Guardó las cartas. En sobres etiquetados las que ya estaban clasificadas