El hombre nacido en Danzig. Guillermo Fadanelli

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Название El hombre nacido en Danzig
Автор произведения Guillermo Fadanelli
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078667918



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En fin, me suicidaré por el bien de Elisa y el mío. Es más, por el bien de todos aquéllos que no son yo.

      Rusó: ¡El pueblo quiere su bien, pero no siempre lo comprende. Jamás se corrompe al pueblo, pero a menudo se le engaña! –Rusó comenzaba a alterarse, sus ojos eran ya dos bolas perdidas en un mar blanco y agitado. Teresa, el pueblo, el Estado y la Voluntad General, todo se enredaba en su mente.

      Yo: Estimado amigo Rusó, lo siento pero no entiendo nada. ¿En todos los pueblos hay mujeres como Elisa?

      Rusó: No sé quién es la pinche Elisa, pero lo que sé es que quien atenta contra su propia vida atenta también contra el Estado. Tú no eres dueño de tu vida.

      Yo: El Estado lo inventamos los idiotas que no podemos dar paso sin destruirnos unos a otros.

      Rusó (pensativo): Es verdad, pero, ¿y quién eres tú, hombre arruinado, para discutir conmigo?

      Yo: Pues yo jugué basquetbol y leí a Schopenhauer.

      Hasta aquí llegó el intercambio de frases. Y después del sueño las mismas penas de siempre.

      CONTINÚA LA PRESENTACIÓN FORMAL QUE, COMO PILÓN, INCLUYE A SÉNECA

      No tengo intenciones de afirmar que existen “las mujeres”, porque de ninguna forma es así, tan simple: la maldad cuenta con tantos rostros como abetos hay en un bosque, y cada rama ondea en el aire siguiendo la batuta de un ritmo invisible y soportando la carga de su peso único. Andar en “malos pasos” es la naturaleza íntima del vivir, es el moverse de una ola, o el lagarto que se come a un ñu entero a las orillas del Nilo. Lo que sí afirmo, ¡claro que lo afirmo!, es que debe existir un hilo que une entre sí a cierta clase de mujeres: un hilo invisible a los ojos humanos que las hace formar parte de una misma especie. Yo he perdido a Elisa Miller, mi mujer; ella se ha marchado de nuestra casa, se ha largado sin dejarme ningún aviso en la mesa o en la pared. Los avisos en la pared son indispensables si en verdad hay tragedia. Y no me afecta tanto el hecho de que se haya marchado, sino la forma en que se manifestaron los acontecimientos. El esclavo no domina, ¿quién dio pie a que creamos esa tontería? ¿Fuiste tú, Hegel? Ahora dramatizo, sí, me disculpo, pero si no lo hiciera traicionaría a las letras, al arte y a los ñus africanos. En el transcurso de este relato aflorarán anatemas, insultos y demás formas gramaticales anacrónicas que me ayudarán a narrar mi historia y a lanzar piedras contra las aves y en dirección a un cielo abierto cuyo espacio infinito sólo es comparable al horizonte de mi reciente desazón. En pocas palabras: estoy bien jodido.

      Ya he dicho que me causa vergüenza contar esta historia, sin embargo me gustaría tener vanidad de acero para anunciarla con tanta contundencia y garbo como lo hiciera el hombre nacido en Danzig cuando impartió sus primeras lecciones de filosofía en Berlín: “Arthur Schopenhauer disertará sobre la totalidad de la filosofía, es decir, sobre la doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano”. Así se anunció este hombre. Qué magnífica y rotunda manera de hacerse publicidad a sí mismo y también de enterrarse en vida, pero si yo hubiera estudiado en Berlín durante el verano de 1820 me habría instalado, con mi lunch sobre las piernas, en una de las primeras butacas de su salón de clase.

      Decía, palabras atrás, que en mi opinión ninguna mujer se parece a otra, excepto quizás en que no toman en serio los pactos de lealtad, no acostumbran respetarlos, los miran con curiosidad y cierto desprecio y, en pocas palabras, suelen parecerles tonterías arcaicas, comunes en los hombres ingenuos que nunca crecerán lo suficiente para hacerlas felices. Los hombres y sus pactos de lealtad y cortesía no despiertan su respeto, sino momentáneamente y cuando ellas condescienden y llegan a comprometerse a un acuerdo lo hacen con el único propósito de que el mundo continúe girando. Lo sé y nadie me lo ha contado. En mi tristísima opinión y según mi escasa experiencia, la emoción de las mujeres palpita y crece cuando escuchan palabras de amor, es verdad, y se conmueven hasta las lágrimas cuando su amante jura pasión y fidelidad eterna, pero en cuanto secan sus lágrimas y los días pasan regresan a su cotidiana eternidad y ninguna palabra de amor las convence de que no están frente a un estúpido. Algún oportunista no tardará en alzar la voz para acusarme de machista y patán. Y argumentará que, en todo caso, las mujeres quebrantan los pactos al mismo ritmo que lo hacen los hombres. Ambos somos animales y vivir significa romper los pactos. ¿Habría vida humana sin pactos que pisotear? Es posible que sea de tal manera, pero además de que Rousseau está de mi parte, la diferencia consiste en que para tales mujeres ese pacto no es original, sino impostado, un mero fenómeno que intenta engañar a la Voluntad, una cosa de la razón y no de la esencia: una rotunda y vil pendejada. De allí, sospecho, viene la risa femenina, cuando las señoras mujeres presencian la solemnidad con que los tontos deseamos hacer un contrato que posea validez para siempre y por encima de todas las cosas. Ahora que he perdido a Elisa Miller comprendo esta verdad y no encuentro consuelo ni siquiera a la sombra de los libros o de los árboles, a quienes considero desde ahora mis únicos amigos.

      La amistad de un árbol tendría que considerarse la bendición más preciada a la que un hombre es capaz de aspirar. ¡Esas sí que son amistades! Y los árboles, sin humano que los mire, deben darse una verdadera buena vida. Si este relato se encuentra habitado por algunas referencias a los árboles es porque un escritor debe honrar a sus amigos, alabar su amistad y de ninguna manera escatimar elogios a su paciencia. A mí poco me avergüenza repartir halagos y zalamerías, con la condición de que no me sean devueltos de ninguna forma. La devolución de halagos es mal recibida de mi parte e incluso puedo tirar un golpe que sea capaz de dar justo en el blanco. El servilismo no se paga con más servilismo. Eso, sencilla suma, equivaldría a aumentar el servilismo en el mundo. Quiero que algo se mantenga desde ahora en claro: yo sólo he tenido dos amistades en mi vida, los árboles y el hombre que nació en Danzig. El resto de las personas que he conocido han sido buenos y malos accidentes, pero creo que podrían haberse evitado si no hubiera hecho tanto calor en abril de 1963. Y ni el mismo deporte al que me entregué de manera desaforada y acrítica despertó en mí el llamado de la amistad: mis compañeros de equipo son ahora el vacío repartido en veinte cabezas que no frecuento y de cuyo destino no conozco el menor rastro. Frecuentar a los amigos de la juventud: ¡Vaya soledad! ¡Vaya tristeza! Practicaba el basquetbol, sí, porque tenía un cuerpo espigado y la Voluntad hacía presa de ese cuerpo tal y como Schopenhauer lo describió en su primera consideración de El mundo como voluntad y representación: “En definitiva, todo resulta del hecho de que la voluntad ha de alimentarse a sí misma, porque no hay nada al margen de ella y se trata de una voluntad hambrienta. De allí la caza, la angustia y el sufrimiento”. Y yo añadiría: “De allí también el basquetbol”.

      Me defino como un hombre prudente, aunque un poco terco y quizá colérico e iracundo. Demasiados adjetivos concentrados en una sola persona. Que soy colérico lo he comprobado porque cuando más enojado me encontraba, Elisa se aprovechaba y se burlaba de mí, hacía mofa de mis gestos coléricos y repetía mis palabras e insultos añadiendo a su voz un tono irónico que solamente ella sabía administrar. Se burlaba de mí, claro. No lo hacía de manera ordinaria, y si no tuviera yo un sentido excepcional para reconocer sus hábitos ruines es posible que ni siquiera me percatara de ello. Séneca me lo había advertido ya hacía muchos años en una tarde roja y lejana en un café en el centro de Córdoba, Veracruz:

      –La ira es fácilmente ridiculizable. Busca la tranquilidad y deja de preocuparte. Y si te preocupas, que no sea a gritos ni deformando el rostro –me dijo Séneca. Sus manos huesudas hablaban por sí mismas y su barba descuidada y escueta le daba el aspecto de un músico nihilista.

      –La ira es lo único honrado que soy capaz de expresar –le dije. ¿Por qué hablaba yo como una bestia trágica y solemne? ¿Quién carajos me había enseñado a ser yo?

      –Es obvio que no posees ningún talento para la vida, aprende a sufrir el desprecio de las mujeres y de los emperadores. Tarde o temprano ellas te salvarán, su inteligencia es casi divina, no es de este mundo. Mi experiencia en eso es tan profunda como mi asma.

      –No he tenido la mala fortuna de conocer a ningún emperador. Ni siquiera conozco a una reina de belleza.

      –Es suficiente conocer a sus mujeres, los emperadores son uno más de sus