Название | Colección de Alejandro Dumas |
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Автор произведения | Alejandro Dumas |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788026835875 |
Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de D’Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos, despreocupación.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.
-¿Es mi equipo? - preguntó Porthos.
-Sí y no - respondió Mosquetón.
-Pero ¿qué es lo que quieres decir?…
-Venid, señor.
Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.
-¿Para qué me queréis, amigo mío? - dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.
-Un hombre espera al señor en casa - respondió Bazin.
-¡Un hombre! ¿Qué hombre?
-Un mendigo.
-Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.
-Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
-¿No ha dicho nada de particular para mí?
-Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.
-¿De Tours? - exclamó Aramis-. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae noticias que esperaba.
Y levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron Athos y D’Artagnan.
-Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D’Artagnan? - dijo Athos.
-Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo - dijo D’Artagnan ; y en cuanto a Aramis, a decir verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a hacer?
-Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
-¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
-¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
-Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.
-Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.
-Os he dado mis razones.
-Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.
-¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la señora Bonacieux.
-Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo, pero el más divertido.
D’Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D’Artagnan se quedaron ahí.
Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para seguir a Aramis.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la cane Férou a la calle de Vaugirard.
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.
-¿Sois vos quien preguntáis por mí? - dijo el mosquetero.
-Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis así?
-Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
-Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.
-Helo aquí - dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar-, helo aquí, mirad.
-Está bien - dijo el mendigo-, despedid a vuestro lacayo.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio que obedecer.
Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:
«Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días de la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos negros.
¡Adiós, o mejor, hasta luego!»
El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Aramis releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un post scriptum.
«P. S. - Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España. »
-¡Sueños dorados! - exclamó Aramis-. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos días felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le permitió entrar.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D’Artagnan, que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.
Pero como D’Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba anunciarlo, se anunció él mismo.
-¡Diablo, mi querido Aramis! - dijo D’Artagnan-. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours, presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.
-Os equivocáis, querido - dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
-¡Ah, claro! - dijo D’Artagnan-. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido Aramis, es todo cuanto puedo deciros.
-¡Cómo, señor! - exclamó Bazin-. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor, haced - cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo