Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Название Colección de Alejandro Dumas
Автор произведения Alejandro Dumas
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788026835875



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donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre. Era en la calle des Francs-Burgeois, al lado de la Force. En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un lai de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la segunda estrofa. «Señor, ¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne, y volveréis a darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró con asombro, luego me dijo: «¿Qué queréis, señor? No os conozco.» «Soy - le respondí - el pequeño abate que lee las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah! Ya me acuerdo - dijo el oficial con sorna-. ¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una vuelta paseando conmigo.» «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer.» «Mañana por la mañana, no; si os place, ahora mismo.» «Si lo exigís… » «Pues sí, lo exijo.» «Entonces, salgamos. Señoras - dijo el oficial-, no os molestéis. El tiempo de matar al señor solamente y vuelvo para acabaros la última estrofa. » Salimos. Yo le llevé a la calle Payenne justo al lugar en que un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado. Hacía un clara de luna soberbio. Sacamos las espadas y, al primer encuentro, le deje en el sitio.

      -¡Diablos! - exclamó D’Artagnan.

      -Pero - continuó Aramis - como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró en la calle Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo poque lo había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo. Me vi obligado a renunciar por algún tiempo a la sotana. Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me había enseñado, además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron a pedir una casaca de mosquetero. El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de Arras, y me concedieron esta casaca. Como comprenderéis hoy ha llegado para mí el momento de volver al seno de la Iglesia.

      -¿Y por qué hoy en vez de ayer o de mañana? ¿Qué os ha pasado hoy que os da tan malas ideas?

      -Esta herida, mi querido D’Artagnan, ha sido para mí un aviso del cielo.

      -¿Esta herida? ¡Bah, está casi curada y estoy seguro de que no es ella la que más os hace sufrir!

      -¿Cuál entonces? - preguntó Aramis enrojeciendo.

      -Tenéis una en el corazón, Aramis, unas más viva y más sangrante, una herida hecha por una mujer.

      Los ojos de Aramis destellaron a pesar suyo.

      -¡Ah! - dijo disimulando su emoción bajo una fingida negligencia-. No habléis de esas cosas. ¡Pensar yo en eso! ¡Tener yo penas de amor! ; ¡Vanitas vanitatum! Me habría vuelto loco, en vuestra opinión. ¿Y por quién? Por alguna costurerilla, por alguna doncella a quien habría hecho la corte en alguna guarnición. ¡Fuera!

      -Perdón, mi querido Aramis, pero yo creía que apuntabais más alto.

      -¿Más alto? ¿Y quién soy yo para tener tanta ambición? ¡Un pobre mosquetero muy bribón y muy oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!

      -¡Aramis, Aramis! - exclamó D’Artagnan mirando a su amigo con aire de duda.

      -Polvo, vuelvo al polvo. La vida está llena de humillaciones y de dolores - continuó ensombreciéndose ; todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la mano del hombre, sobre todo los hilos de oro. ¡Oh, mi querido D’Artagnan! - prosiguió Aramis dando a su vez un ligero tinte de amargura-. Creedme, ocultad bien vuestras heridas cuando las tengáis. El silencio es la última alegría de los desgraciados; guardaos de poner a alguien, quienquiera que sea, tras la huella de vuestros dolores; los curiosos empapan nuestras lágrimas como las moscas sacan sangre de un gamo herido.

      -¡Ay, mi querido Aramis! - dijo D’Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro-. Es mi propia historia la que aquí resumís.

      -¿Cómo?,

      -Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza. Yo no sé dónde está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté muerta.

      -Pero vos al menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado voluntariamente; que si no tenéis noticias suyas es porque toda comunicación con vos le está prohibida, mientras que…

      -Mientras que…

      -Nada - respondió Aramis-, nada.

      -De modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución firme?

      -Para siempre. Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor aún, no existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada más.

      -¡Diablos! Es muy triste lo que me decís.

      -¿Qué queréis? Mi vocación me atrae, ella me lleva.

      D’Artagnan sonrió y no respondió nada. Aramis continuó:

      -Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros amigos.

      -Y yo - dijo D’Artagnan - habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan separado de todo; los amores los habéis despechado; los amigos, son sombras; el mundo es un sepulcro.

      -¡Ay! Vos mismo podréis verlo - dijo Aramis con un suspiro.

      -No hablemos, pues, más - dijo D’Artagnan-, y quememos esta carta que, sin duda, os anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra doncella.

      -¿Qué carta? - exclamó vivamente Aramis.

      -Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para vos.

      -¿Pero de quién es la carta?

      -¡Ah! De alguna doncella afligida, de alguna costurerilla desesperada; la doncella de la señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de duquesa.

      -¿Qué decís?

      -¡Vaya, la habré perdido! - dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla-. Afortunadamente el mundo es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un sentimiento al que decís ¡fuera!

      -¡Ah, D’Artagnan, D’Artagnan! - exclamó Aramis-. Me haces morir.

      -Bueno, aquí está - dijo D’Artagnan.

      Y sacó la carta de su bolsillo.

      Aramis dio un salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro resplandecía.

      -Parece que la doncella tiene un hermoso estilo - dijo indolentemente el mensajero.

      -Gracias, D’Artagnan - exclamó Aramis casi en delirio-. Se ha visto obligada a volver a Tours; no me es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la dicha me ahoga!

      Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.

      En aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.

      -¡Huye, desgraciado! - exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro-. Vuélvete al sitio de donde vienes, llévate esas horribles legumbres y esos horrorosos entremeses. Pide una liebre mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.

      Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.

      -Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes - dijo D’Artagnan-, si es que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in oblatione.

      -¡Idos al diablo con vuestro latín! Mi querido D’Artagran, bebamos, maldita sea, bebamos mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.