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que hablaba—. ¿Se permitirán ese último exceso? ¿Evitarán las consecuencias de sus desvaríos mediante el único camino fácil e infalible? ¿Les darán esquinazo a los alguaciles de su conciencia por la única puerta abierta? —de pronto se interrumpió y trató de reírse—. ¡A su salud! —exclamó, vaciando la copa—. Y que tengan muy buenas noches, mis alegres desesperados.

      El coronel Geraldine lo tomó del brazo justo cuando se disponía a levantarse.

      —Usted no se fía de nosotros —dijo—, y hace mal. A todas sus preguntas respondo de manera afirmativa. Sin embargo, no soy tan tímido ni me importa llamar a las cosas por su nombre. Tanto nosotros como usted nos sentimos hartos de vivir y decididos a morir. Tarde o temprano, solos o en compañía, tenemos la intención de ir al encuentro con la muerte y desafiarla ahí donde esté. Ya que lo conocimos y que su caso parece más apremiante, que sea esta noche, y cuanto antes, y si le parece bien, los tres juntos. ¡Un trío tan pobre —exclamó— debería entrar hombro con hombro en los salones de Plutón e infundirse ánimos entre las sombras!

      Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que interpretaba. El príncipe mismo se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombrío a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz.

      —¡Ustedes son los hombres que necesito! —gritó con una alegría que llevaba algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién emprenderán la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, aunque una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la muerte. Soy uno de sus íntimos y puedo conducirlos a la eternidad sin ceremonias ni escándalos.

      Ambos lo apremiaron a explicarse.

      —¿Pueden reunir ochenta libras entre ambos? —preguntó.

      Geraldine revisó su cartera en actitud teatral y respondió que sí.

      —¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas.

      —El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—. ¡Caramba! ¿Y qué demonios es eso?

      —Escuchen —dijo el joven—. Vivimos en la era de los adelantos y debo hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban en forma inevitable de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles contamos con elevadores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna todavía le faltaba un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad o, como dije hace un instante, la puerta secreta de la muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de una vida, sólo una o dos consideraciones los separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían y a las que tal vez culparían si el asunto llegara a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo; hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, me faltan fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo se fundó el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles sean sus ramificaciones en otros países. Y lo que sé de sus estatutos no puedo comunicarlo. No obstante esas limitaciones, estoy a su servicio. Si de verdad se sienten cansados de vivir, los llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana se les librará en forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son las once —dijo consultando su reloj—; a las once y media, cuando muy tarde, debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso.

      —Desde luego que es más serio —respondió el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall?

      —Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten.

      —Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel.

      En cuanto se quedaron solos, el príncipe Florizel dijo:

      —¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parece muy agitado; en cambio, yo tomé mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto.

      —Alteza —dijo el coronel, pálido—, permita que le pida considerar la importancia de su vida no sólo para sus amigos, sino también para el interés público. “Si no esta noche”, dijo ese loco; suponiendo que esta noche le aconteciera a su alteza algún desastre irreparable, ¿cuáles no serían mi desesperación y la preocupación y el desastre para tan gran nación?

      —Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—. Tenga la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar su palabra de honor de caballero. En ninguna circunstancia, recuérdelo bien, a menos que yo se lo autorice de manera expresa, traicionará el incógnito bajo el cual decido hacer estas salidas. Ésas fueron mis órdenes, que ahora le repito. Y ahora —añadió— haga el favor de pedir la cuenta.

      El coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al mesero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó con discreción las miradas implorantes del coronel y escogió otro puro con mayor atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios.

      Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó el cambio al atónito mesero y los tres partieron en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon.

      Cuando Geraldine pagó el servicio, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras:

      —Aún está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien y, si sus corazones les dicen lo contrario, están en plena encrucijada.

      —Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho.

      —Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura, y eso que no es el primero al que acompaño hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir, mas no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante: volveré en cuanto resuelva los preliminares de su admisión.

      Dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció.

      —De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, ésta es la más descabellada y peligrosa.

      —Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe.

      —Todavía estaremos un rato a solas —prosiguió el coronel—. Permita su alteza que le suplique aprovechar la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden resultar tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que su alteza tiene la amabilidad de concederme en privado.

      —¿Debo entender que el coronel Geraldine siente miedo? —preguntó su alteza, quitándose el puro de entre los labios