Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson

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Название Nuevas noches árabes
Автор произведения Robert Louis Stevenson
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786079889821



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fueron ingenieros constructores de faros; una línea famosa rememora las torres que fundaron y las lámparas que encendieron. Su vida fue dura y valerosa. Guardó hasta el fin, como él escribió de un amigo suyo, la voluntad de sonreír. La tuberculosis lo llevó de Inglaterra al Mediterráneo, del Mediterráneo a California, de California, definitivamente, a Samoa, en el otro hemisferio. Murió en 1894. Los nativos lo llamaban Tusitala, el narrador de cuentos; Stevenson abordó todos los géneros, incluso la plegaria, la fábula y la poesía, pero la posteridad prefiere recordarlo como narrador. Abjuró del calvinismo, pero creía, como los hindúes, que el universo está regido por una ley moral y que un rufián, un tigre o una hormiga saben que hay cosas que no deben hacer.

      Andrew Lang celebró en 1891 “las aventuras del príncipe Floristán en un Londres de cuento de hadas”. Ese Londres fantástico, el de los dos relatos iniciales de nuestro libro, fue soñado por Stevenson en 1882. En la primera década de este siglo lo exploraría, venturosamente para nosotros, el Padre Brown. El estilo de Chesterton es barroco; el de Stevenson, irónico y clásico.

      El alter ego, que los espejos del cristal y del agua han sugerido a las generaciones, preocupó siempre a Stevenson. Cuatro variaciones de ese tema están en su obra. La primera, en la hoy olvidada comedia Deacon Brodie, que escribió en colaboración con W. E. Henley y cuyo héroe es un ebanista que es también un ladrón. La segunda, en el relato alegórico Markheim, cuyo fin es imprevisible y fatal. La tercera, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, cuyo argumento le fue dado por una pesadilla. Esa historia ha sido llevada más de una vez al cinematógrafo; los directores invariablemente encargan a un solo actor el papel de ambos personajes, lo que destruye la sorpresa del fin. La cuarta, en la balada Ticonderoga, donde el doble, el fetch, viene a buscar a su hombre, un highlander, para encaminarlo a la muerte.

      Robert Louis Stevenson es uno de los autores más escrupulosos, más inventivos y más apasionados de la literatura. André Gide ha escrito de Stevenson: “Si la vida lo embriaga, es como un ligero champagne”.

      JORGE LUIS BORGES

      NOTA

      DEBO ANTEPONER UNA PALABRA de agradecimiento para el caballero que condescendió a prestar la esencia de una de mis historias e incluso a honrarla con la incorporación de su firma. Esta muestra de aprecio me alentó a reunir la presente colección.

      R. L. S.

      EL CLUB DE LOS SUICIDAS

      HISTORIA DEL JOVEN DE LOS PASTELES DE CREMA

      DURANTE EL TIEMPO en que residió en Londres, el distinguido príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todos con su trato seductor y una generosidad bien entendida. Era un hombre notable por lo que de él se sabía, y eso que sólo era parte de lo que en realidad hacía. Aunque de temperamento plácido en circunstancias normales, y acostumbrado a tomarse la vida con tanta filosofía como cualquier campesino, el príncipe de Bohemia también sentía inclinación por modos de vida más aventureros y excéntricos de aquellos a los que estaba destinado por su nacimiento. A veces, si se sentía desanimado y no se representaba ninguna comedia divertida en alguno de los teatros londinenses, y si la estación del año impedía la práctica de esos deportes al aire libre en los que superaba a sus contrincantes, mandaba llamar a su confidente y caballerizo mayor, el coronel Geraldine, y le ordenaba prepararse para una ronda nocturna. El caballerizo mayor era un joven oficial de disposición valiente e incluso temeraria. Recibía con agrado la invitación y se apresuraba a disponerlo todo. La larga práctica, unida a un variado conocimiento de la vida, lo habían dotado de una habilidad singular para el disfraz: no sólo sabía disimular su rostro y porte, sino también su voz y casi sus pensamientos, para adaptarlos a los de cualquier rango, carácter o nacionalidad; de ese modo desviaba la atención del príncipe y a veces lograba que los admitieran en los círculos más extraños. Las autoridades civiles nunca supieron de aquellas aventuras secretas: el valor imperturbable de uno y la iniciativa y caballerosa devoción del otro los habían sacado de muchas situaciones peligrosas, y con el paso del tiempo su confianza fue en aumento.

      Una tarde de marzo, un repentino chubasco de aguanieve los hizo refugiarse en un bar de ostras muy cerca de Leicester Square. El coronel Geraldine iba vestido y maquillado como un periodista de tercera, mientras que el príncipe, según lo acostumbrado, había alterado su aspecto mediante la adición de unas patillas falsas y un par de gruesas cejas adhesivas. Éstas le daban un aspecto tan curtido y desgreñado que, al tratarse de una persona de su elegancia, constituían un disfraz impenetrable. Ataviados de aquel modo, el jefe y su ayudante saborearon su brandy con agua mineral con absoluta seguridad.

      El bar se hallaba repleto de parroquianos, hombres y mujeres; sin embargo, aunque más de uno trató de entablar conversación con nuestros aventureros, ninguno de ellos les pareció digno de interés tras conocerlo. No había ahí más que la hez de Londres, gente vulgar y poco respetable, y el príncipe había empezado a bostezar y a hartarse de aquella excursión cuando empujaron con violencia las puertas y entró en el bar un joven seguido de dos conserjes. Cada uno de estos últimos llevaba pasteles de crema en una bandeja con tapa, que retiraron enseguida, y el joven se paseó entre los presentes y los animó a probar aquellos dulces con exagerada cortesía. A veces su ofrecimiento era aceptado entre risas; en ocasiones era firme e incluso ásperamente rechazado. En ese caso, el recién llegado se comía él mismo el pastel, entre comentarios de índole más o menos humorística.

      Por fin se acercó al príncipe Florizel.

      —Señor —dijo con una profunda reverencia, ofreciéndole al mismo tiempo el pastel entre el dedo pulgar y el índice—, ¿tendrá usted a bien honrar a un completo desconocido? Yo respondo de su calidad, pues llevo comidas más de dos docenas desde las cinco.

      —Tengo la costumbre —replicó el príncipe— de fijarme no tanto en la naturaleza de un regalo como en la intención con que se hace.

      —La intención, señor —respondió el joven con otra reverencia—, es la de una burla.

      —¿Una burla? —repitió Florizel—. ¿Y de quién pretende usted burlarse?

      —No vine aquí a exponer mi filosofía —replicó el otro—, sino a repartir estos pasteles de crema. Si le digo que me incluyo encantado en lo ridículo de esta transacción, confío en que dará su honor por satisfecho y aceptará mi invitación. De lo contrario, me veré obligado a comerme el vigésimo octavo, y reconozco que ya empiezo a sentirme un poco lleno.

      —Usted me ha conmovido —dijo el príncipe—, y nada me gustaría más que librarlo de su dilema, pero con una condición: mi amigo y yo nos comeremos sus pasteles, por los que ninguno de los dos sentimos especial predilección, si nos compensa acompañándonos a cenar.

      El joven pareció reflexionar.

      —Todavía me quedan varias docenas —dijo por fin—, así que tendré que visitar varios bares más antes de concluir con mi cometido. Tardaré algún tiempo, y si tienen ustedes hambre…

      El príncipe lo interrumpió con un gesto educado.

      —Mi amigo y yo lo acompañaremos —dijo—, pues estamos muy intrigados por su agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que establecimos los preliminares del acuerdo, permítame firmar el tratado por las dos partes —y se comió el pastel con la mayor elegancia imaginable—. Está delicioso —dijo.

      —Veo que usted es un sibarita —replicó el joven.

      El coronel Geraldine también hizo los honores al pastel y, después de que el resto de los