La hija del huracán. Kacen Callender

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Название La hija del huracán
Автор произведения Kacen Callender
Жанр Книги для детей: прочее
Серия KAKAO MIDDLE
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788412189506



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de haber soltado una exclamación, porque de pronto Anise se fija en mí y me mira con una repugnancia tal que sé que piensa que no debería haber nacido.

      —¿No empieza a apestar por aquí? —le pregunta a María Antonieta, que mira a su alrededor, confusa, hasta que me ve y asiente.

      Anise dice esto porque hace unos pocos meses la piel me empezó a oler muy fuerte y desagradable, tanto que la señora Wilhelmina me llevó aparte y me dijo que tenía que ponerme más desodorante. Anise me ha torturado recordándomelo cada vez que me acerco, pero ahora, cuando lo dice, ya no sé si es verdad. Las otras niñas me ven, se tapan la nariz y abanican el aire con fuerza, y Kalinda, en el centro de todas, me mira fijamente. Yo también comienzo a desear no haber nacido. Giro sobre mis talones e intento caminar despacio, como si no me importara lo más mínimo que todas me miren y se rían. Como si no me importara absolutamente nada.

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      Llegan visitantes a Water Island. Como yo veo las cosas que nadie más ve, no sé si alguien más ve a las visitantes aparte de mí. Alquilan una casa que está al otro lado de la colina quemada de Water Island. Nuestra isla tiene una colina con una cicatriz, una marca calcinada que brilla como una sanguijuela enorme, porque un día de Carnaval, hace casi siete años, alguien prendió fuegos artificiales en la costa de Santo Tomás y nos explotaron encima, aunque en teoría los fuegos artificiales explotan sobre el mar. Mi madre estaba en casa todavía y me mandó a la cama, porque decía que así, si llegaba el fuego, no vería a la muerte; pero mi padre me cogió de la mano y ambos salimos a ver qué pasaba. Yo tenía cinco años y pensé que el sol se estaba cayendo del cielo. Me creí valiente, porque era capaz de quedarme quieta y mirar directamente al sol que se derrumbaba sobre nosotros.

      Luego llegaron los helicópteros a echar agua de mar sobre la colina, y mi madre y mi padre y yo salimos vivos, pero por entonces ya se había quemado la casa de la cima y había muerto el hombre que vivía allí. Mi madre decía que los niños son niños porque no saben nada de la muerte, así que supongo que ese día dejé de ser una niña. Dejaron el esqueleto ennegrecido de la casa allí arriba, como una lápida. Se quedó allí hasta que el huracán también se lo llevó.

      En teoría, Water Island es una de las Islas Vírgenes de los Estados Unidos, pero a nosotros nadie nos santificó como a Santo Tomás, Saint John o Saint Croix, así que casi todos se olvidan de que existimos. Llevan olvidándose de Water Island desde la época en que había esclavos. Como nadie recordaba que Water Island estaba al lado de Santo Tomás, los esclavos huían a Water Island para ser libres. No tenían que esconderse cuando pasaba un barco lleno de hombres blancos, porque ni siquiera miraban en su dirección. Supongo que algunos esclavos comenzaron a pensar que la isla era mágica, tan mágica que nadie ve sus colinas salvo quienes ya las conocen. Nadie sabe de quién es la magia, pero lleva aquí todos estos años, así que soy invisible siempre que estoy en Water Island y eso me gusta. Total, nadie me mira igualmente.

      La casa que está al otro lado de la colina quemada llevaba en alquiler desde antes de que yo naciera, pero como todos se olvidan de Water Island, nadie venía a vivir en ella. Me fijo en las visitantes, que están en el embarcadero del ferry, bajando de la lancha del señor Lochana. Son una niña y su madre. Ella es un poco más pequeña que yo y, cuando me ve, no desvía la mirada. Tiene la nariz de mi padre.

      La primera noche que pasan las visitantes en Water Island, voy a dar un paseo para verlas en la casa alquilada del otro lado de la colina. Antes de que me acerque, la niña me ve desde el porche. Clava la mirada en mí hasta que me marcho de nuevo.

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      La niña con la nariz de mi padre comienza a bajar por el camino. Tiene la piel del color de la miel, como mi padre. A menudo se para a la sombra de los árboles de guaya y me observa cuando voy a coger la lancha del señor Lochana. No le digo nada a mi padre, pero un día la encuentro justo al salir de mi casa. Tiene las piernas cubiertas de picaduras de mosquitos rojas y los dientes demasiado grandes para su boca.

      —Hola —saluda—. Me llamo Bernadette.

      Decido que Bernadette no me cae muy bien.

      —¿Y a mí qué me importa?

      —Tú eres Caroline.

      Ha conseguido llamar mi atención.

      —¿Quién te lo ha dicho?

      No me contesta. Sigue mirándome con esos ojos que parecen agrandarse como globos. Se agacha para rascarse una picadura.

      —Rascarse es malo —le digo.

      —Pero me pica.

      Me cruzo de brazos. Me dice cuándo es su cumpleaños, que es el mismo día que mi madre me dejó para viajar por medio mundo hace un año y tres meses. También me dice que ha venido aquí a conocer a mi padre, porque también es su padre. Huyo antes de que pueda decirme nada más y cierro la mosquitera con tanta fuerza que vuelve a abrirse.

      Dentro de casa, no dejo de mirar a mi padre. Espero que diga algo acerca de las visitantes, pero él solo suspira, como un hombre que sabe que la muerte se acerca, que lo atrapará en unos pocos años y que no puede hacer nada al respecto.

      —Papi —le digo, porque a la cara siempre lo llamo papi, para que se piense que lo quiero más de lo que realmente lo quiero—, ¿quién es la niña que se ha mudado a la casa de detrás de la colina?

      Él suspira de nuevo, como si tenerme frente a él acelerase la llegada de la muerte. Creo que no quiere hablarme de Bernadette.

      —Papi —añado—, ¿tú sabes dónde está mi madre?

      Él me mira de una manera completamente nueva para mí. Como si ya no fuera la niña que lanza al aire y vuelve a coger, o la niña para la que hacía trucos de magia, un segundo con una pelota en la mano y el segundo después con la mano vacía, o la niña que sacaba a pasear en barca para perdernos en el mar y las estrellas. Ahora me mira como si se diese cuenta de que, en realidad, ya no soy una niña. Esto es algo que yo ya sé desde hace años, desde el incendio de Water Island, pero nunca se lo he demostrado. Ahora se lo demuestro. Al hacerle esa pregunta, mi padre descubre que ya no soy una niña pequeña.

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